Antifascistas muy fascistas

Aunque se le atribuye a Churchill, no fue el excesivo estadista británico sino alguna brillante persona anónima la que profetizó que los fascistas del futuro se llamarían a sí mismos antifascistas. Los nuestros, en concreto, que además le tienen que poner el toque vernáculo, se presentan como antifaxistak. Y tal cual han tenido el cuajo de firmar las vomitivas pintadas que han hecho en los centros de Bizkaia que acogen a refugiados ucranianos. Las fechorías que ellos consideran gestas incluyen una hoz y un martillo cruzados (cuyo significado no distinguirían del de una onza de chocolate) y la Z que los matarifes rusos han convertido en símbolo de sus masacres. Hace falta ser malnacido para plantarse en el lugar de acogida de quienes han tenido que escapar de su país con lo puesto y pintarrajear las consignillas del genocida. ¿Qué estaríamos diciendo (qué estarían diciendo estos mismos miserables) si algún tarado llenase de mierda islamófoba las paredes de albergues o pisos donde viven provisionalmente refugiados sirios?

Lo triste es que ni siquiera puedo decir que me sorprenda. Tenemos sobradas muestras de la perversidad de buena parte de los que, insisto, encima tienen los santos bemoles de presentarse como punta de lanza de la lucha contra la extrema derecha. En el caso que nos ocupa, la villanía y la amoralidad adquieren dimensiones cósmicas. Ya no es que miren hacia otro lado o que contemporicen. Qué va. Es que se dan el curro de hacerse con unos esprais y recorrer las calles en busca de los alojamientos de las víctimas de la carnicería rusa para hacerles saber que están con el causante de su tragedia. Ascazo.

¿Es Cuba una dictadura?

A Pablo Casado se le inflama la carótida y se le empina el mentón cuando exige que el gobierno de Pedro Sánchez diga contundentemente que Cuba es una dictadura. Los años que tuvo el palentino, entre máster de pega y máster de pega, para reclamar lo mismo a José María Aznar y a Mariano Rajoy. Salvo que ande yo muy errado, ni uno ni otro lo hicieron cuando residían en La Moncloa. Luego fuera, ya tal, que diría el de Pontevedra. Ahí sí que hemos visto venirse arriba en la soflama anticastrista a Aznar, que cuando era presidente y fue a rendir pleitesía a Fidel, solo llegó a hacer una gracieta sobre lo raro que sería que él se hubiera vuelto comunista. ¿Por qué nadie en el ejercicio de sus funciones gubernamentales va a llamar dictadura a Cuba? Por lo mismo que no lo hace respecto a Arabia Saudí, Catar, Irán o China: porque hay un pastizal en juego. Que levante la mano la administración del color que sea que no ha hecho tratos con regímenes que van de lo infecto a lo muy infecto, no sea que vayamos a perder tal o cual negocio pingüe. Llámenlo hipocresía, cinismo o Realpolitik. ¿No dice el Evangelio que es mejor que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha? Pues eso. Otra cosa muy distinta es que nos chupemos el dedo y no seamos capaces de distinguir qué estados del planeta no alcanzan los mínimos estándares democráticos. Si hasta Brasil, Hungría o Marruecos, que ponen urnas y permiten dos o tres medios de comunicación, son sospechosos de ser tiranías disfrazadas, ¿qué decir de los países que he mencionado arriba, donde ni siquiera hay mecanismos para que el poder cambie de manos? Que son dictaduras.

Cachorros desatados

Hay pandemias que no se pasan. La de los ataques totalitarios a los señalados como enemigos del pueblo es una de las más resistentes en este trocito del mapa. Es imposible llevar la cuenta de las olas y los rebrotes. Ahora mismo estamos en la enésima andanada de paredes pintarrajeadas con las pedestres amenazas y bravuconadas de siempre. La novedad, si cabe, es que al spray se le ha unido como elemento de atrezzo el depósito de bozales. Y para que no quepan dudas, con firma, e incluso grabación en vídeo para su distribución como gran hazaña en las redes sociales.

Ernai, es decir, las juventudes de Sortu, es el nombre que aparece en la rúbrica. De entrada, es una muestra del sentimiento de impunidad de quien perpetra semejantes comportamientos. En el escalón siguiente está la falta de la menor reprobación por parte de sus mayores. “No estamos de acuerdo con las pintadas”, es todo lo más que ha llegado a salir de labios de algún representante de EH Bildu. Callan hasta los que presumían de llevar limpia la muda ética. Ojalá fuera sorprendente, pero tan solo es la triste constatación de lo que ya sabemos. Los que presentan un cutis más fino frente al fascismo rampante hacen la estatua —si es que no aplauden y jalean ardorosamente— ante las actitudes fascistas de manual de los cachorros de la manada.

Antifas muy fas

El circo facha se instaló el otro día en mi pueblo, mala suerte. Una triste carpa verde pistacho con los laterales descubiertos era todo su reclamo, junto al payaso principal —pido perdón a los clowns—, llamado Javier Ortega-Smith. Y ni se fíen de este último dato, que anoto porque se lo escuché en un semáforo a un jubilado local, que lo pronunció acompañándolo de un exabrupto que no reproduciré aquí. Ni me preocupé de confirmarlo, como tampoco perdí tiempo en buscar otros detalles como la hora de la función ni la lista del resto de oradores, o sea, rebuznadores. Desde hace mucho, salvo que sea estrictamente necesario para el desempeño de mi profesión, tiendo a ignorar un kilo las mentecateces de los abascálidos.

Y lo mismo que yo, oigan, la inmensa mayoría de mis convecinos. Es verdad que en las últimas elecciones rascaron un puñadito de votos, pero, o yo no conozco a mis paisanos, o el destino de ese mitin era no contar con más de una veintena de asistentes. Tras los regüeldos de rigor, el personal se recogería a sus guaridas, se desmontaría el chiringo y, desde luego, los medios no dedicarían un segundo a la pachanga. Sin embargo, la cosa fue noticia de relieve gracias a los aliados imprescindibles de los fascistas, esos que tienen los santos bemoles de presentarse como antifascistas.

Tales para cuales

Otra cosa que tienen todos los fascistillas en común es que resultan previsibles hasta la arcada. Como me temía, tras mi último soplamocos a dos bandas, el blog que reproduce esta columna se llenó de comentarios biliosos de fachuzos de una y otra obediencia mononeuronal. Así, los de la una, grande y libre me tildaban de recogenueces infecto, filoterrorista y acomplejado, mientras los de la acera de enfrente me apostrofaban de esbirro de Sabin Etxea, traidor a Euskal Herria y consentidor de los abascálidos.

Coincidían, por demás —ya les digo que no dan para mucho—, en acusarme, hay que joderse a estas alturas del tercer milenio, de equidistante. Cómo explicar a los cenutrios de Tiria o de Troya que no estoy en medio de dos extremos, sino que son ellos los que pacen en el mismo borde de la intransigencia ultramontana. Son exactamente igual de garrulos, lo cual tampoco sería muy peligroso, si no fuera porque propugnan el acogotamiento o la eliminación física de quien les lleve la contraria. En esto último, por cierto, llevan ventaja los brutos del terruño, que tienen amplia bibliografía presentada al respecto. Unas mil tumbas lo certifican.

Y una apostilla final para los autotitulados antifascitas: es un insulto inconmensurable a la memoria de los que sí se dejaron la piel luchando contra el fascismo.

Estos y aquellos fascistas

Lo normal sería que un acto electoral de Vox en Sestao (pongan ahí el nombre de la localidad vasca que les de la gana) tuviera el mismo relieve informativo que el regüeldo de un mono en un zoológico. Con suerte, se habrían enterado cuatro locales a los que les hubiera coincidido el desembarco fachuzo con su rutina en el pueblo. Y conociendo un poco el paño, les aseguro que la mayoría se habría quedado en la náusea, el cagüental y esa máxima sabia que sostiene que no hay mejor desprecio que no hacer aprecio. Ni puto caso al memo ambulante Abascal y a sus vomitivos mariachis. Anda y que les ondulen con las permanén. Concluyan su circo sin público, y venga a cascarla a Ampuero con viento fresco y la cabeza gacha por no haber conseguido ni un pajolera línea en los medios.

Pero no. Un valiente gudari atiza una pedrada a una de las menganas del ultramonte. Objetivo cumplido. La imagen de la tipa, a la sazón, diputada en el Congreso, con la frente sangrante se distribuye a todo trapo por el orbe mediático. El sarao destinado a pasar al olvido se convierte en Trending Topic, hostia en bicicleta del tuiterío y de los titulares de aluvión. Enorme triunfo de los que se llaman antifascistas y son, en realidad, los valedores número uno de los fascistas. Tan fascistas como ellos e igual de despreciables.

El linchamiento de Goenaga

Así están los tiempos. Después de nueve años salseando en Twitter, siempre para bien, Bárbara Goenaga se rinde. Anuncia que lo deja porque ya no traga con ser pimpampúm facilón de las toneladas de imbéciles ventajistas que aprovechan la impunidad que da la red —demasiadas veces desde el anonimato— para verter su mierda sobre personas populares. Es una lucha brutalmente desigual en la que a la celebridad le toca callar, pues una respuesta a la altura de la ofensa sería tenida por muestra de prepotencia y falta de capacidad de encajar.

Esta vez, sin embargo, no ha sido un anónimo cobarde quien ha expulsado a la actriz del patio del pajarito. La orden de desalojo la firmaba una reputada activista del neofeminismo ejercido en régimen de monopolio y sin derecho a réplica; me muerdo la lengua para no ser más explícito en la definición. Ocurrió que, haciendo uso de su libertad, Goenaga opinó no importa qué sobre qué más da cuál, cuando la aludida líneas arriba se le echó al cuello. Que vale, que muy bien, pero que siendo pareja de quien es —Borja Sémper, supongo que no necesitan que se lo aclare—, no colaba porque el tipo milita en un partido que esto y que lo otro. En vano trató Bárbara de explicar que ella era ella y el señor con el que comparte su vida, otro diferente, y que no necesariamente coincidían en sus visiones de las cosas. La habitual escuadra de linchamiento llegó en tropel para afearle sus gustos en materia de hombres y condenarla por desempoderada a la hoguera de la sumisión al heteropatriarcado. Ni los curas preconciliares llegaron tan lejos. Pero lo peor es el silencio de tanto ¡y tanta! progre.