Peaje a la vista

Voy dándome por jodido. El ayuntamiento de la ciudad —perdón, villa— donde trabajo ha empezado a sembrar el maíz para cosechar, andando no mucho tiempo, un peaje a los vehículos que penetren en su perímetro. En fino, se llama crear el contexto. Primero, un titular regalado a un medio escogido para ir calentando las barras de bar. Luego, un par de “Bueno, eso lo estamos pensando” o “Es un debate abierto en muchos lugares” soltados aquí o allá por parte del locuaz concejal del ramo y/o algún portavoz autorizado del gobierno municipal bipartito. Y, de momento, lo último, el lanzamiento de una encuesta mastodóntica (en Google Docs, se lo juro) en la web municipal para que vecinos y foráneos se pronuncien sobre la cosa… después de haber echado la tarde poniendo puntitos en las mil y una casillas del kilométrico interrogatorio. Presidiendo la pantalla, junto a un bucólico logotipo con un viandante, un ciclista, un autobús y un arbolito, el pomposo acrónimo PMUS, o sea, Plan de Movilidad Urbana Sostenible. Sonoridad y vaciedad en relación directamente proporcional.

Como no tengo paciencia para completar el cuestionario, desde aquí le comunico a quien corresponda que mi humilde C-4 invade las lindes capitalinas a las 4.55 de la madrugada de los días laborables. Me acompañan en la oprobiosa incursión un puñado de conductores y conductoras con la legaña puesta y aún sin ánimo siquiera para ciscarse en los muertos de los tocapelotas semáforos de Juan Garay. Les juro por lo que me digan que si a la intempestiva hora que les indico me ponen el transporte público que sea, yo les ahorro la presencia de mi carro.

Víctimas del asfalto

Un solo muerto puede ocupar varias páginas. Para casi dos millares, sin embargo, media docena de párrafos es más que suficiente. No mucho más espacio han merecido las 1.730 personas que en el conjunto del estado español se dejaron la vida en la carretera durante el año que acabamos de mandar a las antologías. “Un 9,1 por ciento menos que en 2009”, explicaban las notas de agencias, antes de precisar que se trata del menor descenso en el número de víctimas mortales del último lustro. Así, cada cual decide si le parecen muchas o pocas, si es bueno, malo o regular “el dato”, aséptica palabra a la que quedan reducidas las historias individuales para su frío tratamiento estadístico. La impresión es mucho más llevadera que si se contara que ese número de fallecidos equivale a toda la población de Ataun o Artziniega. En el córner del asiento contable, casi fuera de concurso, los 7.954 heridos graves (la suma del censo de Derio y Zamudio) mencionados de corrido en la información.

Me rebelo -ya sé que infructuosamente- contra la naturalidad con la que asumimos estos números despojados de partida de su dimensión humana, y en el mismo viaje, de su dimensión social. Los aceptamos como si fueran imponderables del destino, como si no se pudiera hacer nada para combatirlos y reducirlos. Y sí, sí se puede. Mucho más, desde luego, que esas campañas de presunta concienciación acompañadas de spots televisivos truculentos o emotivos que, a fuerza de repetirse, vemos como si no fueran con nosotros. No creo que a nadie se le hayan venido a la cabeza esas imágenes y le hayan hecho levantar el pie del acelerador o desistir de un adelantamiento innecesario.

El bolsillo y la cárcel

Es triste constatar que la única reducción significativa de víctimas del asfalto por estos pagos fue la que siguió a la entrada en vigor del carné por puntos. En su diseño imperfecto y hasta injusto -auténticas memeces sin riesgo restan más que algunas actitudes temerarias- ha mostrado una efectividad que las campañas no tenían. Siento ser impopular, pero estoy convencido de que si de verdad queremos reducir la sangría de la carretera, no queda otra que profundizar por ese camino. Ojalá llegue el día en que sea la conciencia la que nos dicte las buenas actitudes frente al volante. Mientras eso ocurre, me temo que sólo la amenaza de un buen bocado al bolsillo, de perder el permiso de conducir o, si procede, de acabar entre rejas, nos hará pensarnos dos veces las consecuencias de saltarnos un stop o de ir a 220 por hora.