Derecho al olvido

Resulta curioso que con lo poco o casi nada que se respetan los de toda la vida (léase anteayer), en los paritorios jurídicos no dejen de venir al mundo —al trocito escogido, se entiende— nuevos derechos. El último alumbramiento, bendecido por ese Deus ex machina que llamamos Tribunal de Justicia Europeo, es el del derecho al olvido. No me digan, para empezar, que no suena poético; hecho a propósito para una letra de Joaquín Sabina, que rimaría con envido, pido o mido. Y pasado a prosa, aún mantiene el toque lírico, porque lo que acaban de reconocer sus señorías con asiento en Luxemburgo es que se pueden capturar unicornios azules. Poco más o menos de eso se trata cuando nos dicen a los humanos corrientes y molientes que la ley nos amparará si le vamos al todopoderoso Google con la exigencia de que borre cualquier rastro de nuestros patinazos pasados si entendemos que su permanencia a la vista pública nos perjudica.

Más allá de las dificultades técnicas y la escasa disposición del buscador de buscadores para llevar a cabo la exigencia, mi reflexión me lleva a la no sé si candidez o soberbia que hay tras la formulación general. Queremos decretar que nuestro pasado es legalmente moldeable a voluntad, que podemos quedarnos con los trozos vividos de los que estemos satisfechos y descartar el resto. Mantendríamos así biografías eternamente inmaculadas, amén del camino expedito para seguir errando, pues cada nuevo lamparón que nos echáramos sería inmediatamente eliminado sin dejar huella. Por suerte o por desgracia —elija cada cual— tan grande imposible escapa a las atribuciones de un tribunal.

Pleito de vecindad

En un empeño inútil, siempre he tratado de mantener a raya mi euroescepticismo congénito chutándome dosis del entusiasmo que les sobraba a muchos de mis bienintencionados amigos que sostienen ardorosamente que el conglomerado continental es nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida como pueblo. Son muy buena gente, con la cabeza perfectamente amueblada y argumentos que lucen sólidos. Como es de cajón, son abertzales desde el meñique del pie izquierdo a la coronilla. Esta es la primera vez que me atrevo a decirles -jamás lo he hecho en privado- que me consta que sólo se envuelven en la bandera azul con estrellitas para taparse el fierro rojigualdo que, velis nolis, llevamos marcado. Soñándose europeos evitan recordar que a todos los efectos siguen siendo españoles.

Tal vez haya llegado la hora de revisar esa fantasía voluntarista. El trato a los arrantzales, la política agraria común que se pasa por el forro a los baserritarras o la bendición de la ilegalización de Batasuna nos podían haber servido como pista y enseñanza. Para las sacrosantas instituciones europeas, este trocito del mapa es tan España como Vitigudino. Y, como prueba del nueve definitiva, la sentencia contra las llamadas minivacaciones fiscales, que el Tribunal de Luxemburgo ha ventilado talmente como si fuera un pleito de vecindad. Entre españoles, por supuesto.

Siendo grave, lo de menos es el pastón que habremos de pagar en este tiempo de estrecheces. Peor es la lección -más bien, el escarmiento- que se nos ha querido dar. Ahora ya sabemos que esa autonomía fiscal que nos enorgullecía y que, bien utilizada, nos ha servido para capear temporales, es pólvora mojada. Cualquier prójimo tiñoso y querulante -y estamos rodeados de ellos- tardará en un padrenuestro en irse con el cuento al señorito europeo cuando vea que a nuestro lado de la linde los tomates crecen con más lustre. Y se saldrá siempre con la suya.