Nuestros fascistas (2)

Me alegra infinitamente que mi última columna haya pisado algún callo. Y más todavía que haya provocado un hondo crujir de dientes acompañado de las jaculatorias de rigor dirigidas a mi humilde persona. Que si txakurra, que si la mano que me da de comer, que si esbirro del peeneuve, que si español, que si enemigo del pueblo, que si Inda a la vasca… y los que me dejo o los que vendrán, ninguno especialmente original, que hasta para insultar son haraganes.

Por lo demás, y como también me han señalado amablemente varios lectores, me quedé corto. No tanto en la caracterización de nuestros ultras, como en que dejé sin señalar a sus consentidores y patrocinadores. Entre los primeros, quizá nos contemos demasiados. Por la paz un avemaría, por pereza, porque nos gusta retratarnos con menos defectos de los que tenemos o simplemente porque estamos tan acostumbrados a su presencia que hace mucho ni les prestamos atención, hemos venido callando o mirando hacia otro lado. Qué bueno que el otro día, tras la muerte de un ertzaina y la conversión de Bilbao en campo de batalla, se abandonó el silencio y se puso nombre a los fascistas que van de antifascistas.

Respecto a los patrocinadores, ahí está la madre del cordero. No verán a ninguno de ellos, por cierto, embozados y machacando cráneos a pie de asfalto. Son más de alfombra, nómina institucional y, ya si eso, soflama en atril parlamentario o ante el micrófono de una tertulia dizque política. O, mejor todavía, en esa máquina de arengar moderna llamada Twitter donde denuncian con denuedo todas las vulneraciones de derechos humano salvo las cometidas por los suyos.

Frente asesino

Asquean ya las lágrimas de cocodrilo y los lutos de pitiminí, como si fuera la primera vez que el Frente Atlético se cobra una vida y estuviéramos descubriendo ahora que el llamado deporte rey da cobijo y coartada a incontables matones fascistas. “No representan al Atlético de Madrid”, farfulla el presidente del equipo que lleva tres décadas amparando —cuando no promoviendo y alentando— a los integrantes de esta mugre sanguinaria y descerebrada. ¿De qué estadio, sino del Calderón, son las gradas que vemos pobladas de rojigualdas con el pollo y toda la quincallería iconográfica totalitaria que, por ejemplo, en Alemania supondría a quien la portara ir de cabeza a la cárcel? ¿En qué campo, más que en el de la ribera del Manzanares, cuando juega la Real (o incluso Athletic u Osasuna), unos malnacidos jalean a mala hostia el nombre de Aitor Zabaleta, asesinado hace 16 años por uno de sus criminales?

Así que menos excusas birriosas, camisa vieja Cerezo, que esos tipejos ejercen, con su bendición, de siniestros embajadores de su club. Peor que eso: son su mimado brazo armado, la Legión Cóndor para acojonar a los rivales en el césped y a sus seguidores en el graderío y en las calles. Desde su nacimiento han contado no solo con su respaldo y el de sus antecesores en el palco, los franquistas recalcitrantes Jesús Gil o el patriarca Vicente Calderón. También las plantillas han alimentado a la bestia. Soy incapaz de recordar —y si lo hay, rectificaré gustosamente— un solo jugador o entrenador colchonero que haya dicho media palabra contra los fanáticos facciosos que les dan su aliento desde el fondo sur.