Venezuela, dos varas

Es para llorar todos los pantanos del plan Badajoz, pero me lo tomo con filosofía y resignación. Dos varas para hostiarse, dos varas para medir. La violencia es buena o mala, o sea, según cómo, según dónde, según cuándo y, muy especialmente, según quiénes. ¿Que me deje de jeremiadas y ponga un ejemplo concreto? Venga, va: Venezuela, convertida en campo de batalla por el pésimo perder del tipo ese que nos vendían como esperanza blanca y se ha retratado como un buscabocas al que le importa una higa derramar sangre. Y encima, con síndrome de capitán Araña, que en cuanto tiene embarcada toda la carne de cañón y caen los muertos sobre el asfalto, él se baja en marcha y se cambia el nombre por Andanas. Con el respaldo, el auspicio y la complicidad no disimulada de los autotitulados líderes del mundo libre y sus mariachis del concierto internacional.

Pero no son solo los mariachis. Luego están los palmeros, esa gente de orden que estos días luce brazalete negro en señal de duelo por la pérdida de Santa Margarita del Puño de Hierro. Es cosa de ver lo que se sulfuran y lo que ladran cuando el populacho sale a la calle a gritar su hartazgo o una partida de cabreados le echa el aliento bilioso en el cogote a un suseñoría. “Puro nazismo”, bramó indignada la que ahora jura que nunca dijo que los votantes del PP se quedan sin comer antes que sin pagar la hipoteca. Sin embargo, a la vista de los que al otro lado del Atlántico han salido a tomar con porras, bates y pistolas lo que no sacaron en las urnas, claman que hay que comprender al pueblo soberano que se rebela contra la tiranía.

En la contraparte, y con rostro igual de marmóreo, los que se pasan la vida pidiendo leña al mono hasta que hable suajili, se echan las manos a la cabeza y urgen al séptimo bolivariano de caballería a convertir en fosfatina a los disolventes. ¿Es mucho preguntar en qué quedamos? No espero respuesta. Ya sé que sí.

De Hugo a Francisco

Estamos que lo tiramos. En apenas ocho días hemos vivido dos acontecimientos de esos que irán en la cabecera de los resúmenes del año y que incluso prolongarán su recuerdo bastante más allá de las uvas. Dentro de equis, con más canas, arrugas y achaques, echaremos mano de la moviola y colocaremos a la primera víctima propiciatoria que se nos ponga a tiro la batallita doble de la muerte de Chávez y la elección del papa (en minúscula, según la RAE) Francisco. Lástima no poder adelantar el calendario hoy mismo para atisbar qué lugar depara la Historia (esta vez en mayúscula) a los protagonistas de cada uno de los episodios. Probablemente, uno muy distinto al que podamos imaginar en caliente.

Dejo eso para el futuro y, de regreso a lo inmediato, les propongo la búsqueda de parecidos y diferencias entre ambos hechos. Se trata de un ejercicio individual, así que habrá quien lo termine en un segundo concluyendo que sería comparar tocino y velocidad y quien, como este servidor, podría llenar varios folios con los paralelismos. Señalo el que me parece que sintetiza todos los demás: la liturgia —o si se quiere, la parafernalia— que ha envuelto tanto al fallecimiento del líder venezolano como a la designación del nuevo jefe de la iglesia católica. Igual en Caracas que en Roma ha habido pompa, circunstancia, boato y solemnidad a granel.

La parte divertida del experimento llega al confrontar las reacciones cruzadas en función de las fobias y filias que se profesen. Los mismos que veían un esperpento en la prosopopeya desplegada en las honras fúnebres de Chávez pedían un respeto para el colorismo vaticano. A la inversa, quienes han tachado de mamarrachadas anacrónicas los ceremoniales pontificios se ponían a la defensiva si alguien les señalaba que en la despedida del caudillo bolivariano no había faltado precisamente la imaginería católica más primaria. Cuestión de vigas y pajas según en qué ojo.

De hombre a mito

La figura de Hugo Chávez es infinitamente mayor que mi capacidad de comprensión. Y creo que de la de cualquiera, lo que no ha impedido que legiones de radicalmente afectos y furibundos desafectos se hayan sentido cualificados para retratarlo en un par de brochazos. O inquebrantablemente a favor o en contra sin fisuras. En ambos casos, con un lenguaje saturado de demasías de las que ni siquiera parecen ser conscientes quienes las avientan. Para unos y otros, llamarlo dictador sanguinario o gran libertador de los pueblos oprimidos es poco menos que una definición aséptica y mesurada que no cabe discutir. Tratar de abandonar este reduccionismo de los opuestos irreconciliables, querer introducir matices, señalar escalas intermedias entre lo blanquísimo y lo negrísimo, supone la garantía de excomunión. No estar con es estar en contra y, por supuesto, viceversa. Lacayo y tonto útil del imperialismo o comunista de salón trasnochado; no quedan más alternativas. Bueno, sí, la sintética: ser esto y aquello al mismo tiempo o por breves y sucesivos turnos.

Desde esa incómoda posición esquizoide, aguardo —con escasa fe, la verdad sea dicha— una visión del personaje documentada pero desprovista de anteojeras. De momento, no la he encontrado en los mil y un obituarios programados que se han ido publicando desde el anuncio oficial de su fallecimiento. ¿Será cuestión de dejar pasar el tiempo y probar de nuevo cuando se enfríen los ánimos de partidarios y detractores? Como tantas veces, puedo estar equivocado, pero sospecho que no será el caso. Más bien es previsible que ocurra justo lo contrario. Al dejar de respirar, Chávez, que ya era leyenda en vida, ha alcanzado definitivamente la categoría de mito. Si resultaba difícil introducir una micra de racionalidad en el análisis de sus actos, será tarea inútil intentarlo ahora que ha trascendido lo puramente humano y se ha convertido en un símbolo.