¿Y las 400 bombas?

Oigan, así, entre nosotros, ¿no va siendo hora de abandonar las sobreactuaciones y los rasgados de vestiduras de plexiglás en este psicodrama del quítame allá esta acreditación académica? O de eso, o justamente de lo contrario: situado el nivel donde está, a la altura del tobillo moral, ponemos fuera de la circulación política a todo quisque que no tenga el armario libre de este o aquel cadáver. ¡No me joroben! ¿Me están diciendo en serio que hasta la fecha se chupaban el dedo y ahora les resulta un escándalo intolerable descubrir que los másteres —no solo los de la Rey Juan Carlos, ojo— están sujetos a un mamoneo entre el mercantilismo desorejado y el nepotismo con balcones a la calle? ¿Acaso acaban de descubrir que nueve de cada diez tesis doctorales, aparte de ser truños infumables que aportan una mierda al caudal del conocimiento, son un refrito de refritos o el resultado de varios fusilamientos intelectuales sin piedad ni rubor?

Ni por el forro esperaba que el trabajo de doctorado de una medianía como el actual inquilino de Moncloa fuera la rehostia en bicicleta. Sin necesidad siquiera de leer el resumen —Abstract, creo que lo llaman en la jerga de los miccionadores de colonia—, ya imaginaba que era una amalgama de cortapegas con o sin comillas, exactamente igual que sus tuits o sus discursos. Y jamás se lo tendría en cuenta, como tampoco nadie le montó ningún pollo a Adolfo Suárez porque su única lectura fuera la novela Papillon. Seré raro, pero si hay que buscarle las cosquillas a Pedro Sánchez, prefiero hacerlo, por ejemplo, por haberse comido con patatas su palabra de no vender 400 bombas a Arabia Saudí.

Comercio o contrabando

Sin duda, el titular tenía gancho: “Desmantelada en Durango una trama de contrabando de maquinaria destinada al programa nuclear de Irán”. En una sola frase, las palabras desmantelada, trama, contrabando, nuclear e Irán, todas ellas con un profundo poder sugestivo para que el lector medio armase en su cabeza su propia película o, como poco, un capítulo de la segunda temporada de The Wire. Escuchas telefónicas, emails cifrados interceptados, tipos de tez morena y bigotillo negro paseando maletines en las inmediaciones de Tabira sin saber que los está fotografiando un agente del CNI disfrazado de cashero… y hasta plutonio camuflado en botes de leche en polvo embarcando en un container en el puerto de Bilbao. Buen trabajo del plumilla de la Hacienda española que redactó la nota sabiendo que, primero las agencias de prensa y después los periódicos, se limitarían —¡ay, la precariedad económica y la profesional!— a copiar y pegar. Faltaba en el texto el adverbio “presuntamente”, pero bueno, quién va echar de menos una nimiedad tan superflua. En contrapartida, abundancia de pelos y señales sobre la empresa acusada (ni ese verbo se empleaba) de tener apaños turbios con el maligno Ahmadineyad.

Ahí viene la segunda parte, más enjundiosa si cabe que lo de las licencias narrativas, porque directamente entra en el terreno de la arbitrariedad y la hipocresía de la llamada legalidad internacional. Los tratos comerciales son un delito del quince según con quién se establezcan. Si se venden unos molinillos a Irán para que el cliente disponga de ellos como tenga a bien o, ejem, a mal, estamos ante una fechoría tremebunda. Ahora bien, si se suministran bombas, gases, rifles, carros de combate o cualquier cosa que mate a otros regímenes tan deleznables como el de Teherán o incluso a multinacionales del crimen de conveniencia, el asunto se queda en ejercicio de la sacrosanta libertad de mercado.