No ha sido la sociedad

Que no. Que se pongan como se pongan, esta vez la sociedad no ha sido la culpable. A Lucía y Rafael los han matado —presuntamente, según manda precisar el catecismo— un par de asesinos alevines perfectamente conocidos en el barrio por su amplísimo historial de hazañas delictivas. Exactamente los mismos que ya el viernes estaban en labios de la mayoría de los vecinos. Si la vaina va de buscar responsabilidades más allá de las de los propios criminales, podemos empezar a mirar entre los y las que voluntariamente se han puesto una venda y no han movido un dedo ante la retahíla de atracos, principalmente a personas mayores, cometidos por estas joyas a las que aún hoy se empeñan en proteger y disculpar con las monsergas ramplonas que ni me molestaré en enunciar.

Repitiéndome, diré simplemente que soy incapaz de imaginar qué catadura hay que tener para saltar como un resorte a defender a los autores de semejante acto de barbarie. Tanta compresión hacia los victimarios y ninguna hacia las víctimas, que a la postre acaban siendo las culpables de su propia muerte por haberse cruzado en el camino de unos incomprendidos a los que no se les puede pedir cuentas sobre sus fechorías. En sentido casi literal, por desgracia.

Bien quisiera estar exagerando la nota, que mis dedos tecleasen impelidos solo por la impotencia que me provoca la muerte a palos de quienes perfectamente podrían haber sido mis padres o mis suegros. Pero ustedes, que tienen ojos y oídos como yo, llevan horas leyendo y escuchando idéntico repertorio de pamplinas de aluvión. No nos queda, por lo visto, ni el derecho a lamentarnos en voz alta.

Actos y consecuencias

Un jurista vasco de reconocido prestigio por quien profeso admiración, respeto y cariño me reprocha que me estoy volviendo un radical. Se refiere a mi columna de ayer, que curiosamente escribí con el freno de mano echado y que no envié a publicar sino después de repasarla media docena de veces para evitar que pareciera que me estaba lanzando por el peligroso tobogán de la demagogia facilona. Nada más lejos de mi intención que dar la impresión de que llamaba a las capuchas y las antorchas. Al contrario, mi pretensión, incluso a fuerza de un ejercicio de autocontención franciscana, era y es templar el debate sobre cómo hay que actuar con unos críos que, teniendo un gigantesco historial de tropelías violentas, terminan arramplando con una vida y aun tienen el cuajo de vanagloriarse públicamente de haberlo hecho.

La receta no puede ser, en ningún caso, hacer como que no ha pasado, so pretexto de la martingala que sostiene que no hay que echar gasolina al fuego. ¿Cómo explicar que en esta vaina los genuinos incendiarios son los santurrones que predican desde sus elevados púlpitos que la sociedad es la culpable, salen con el topicazo de las familias desestructuradas o se encaraman a la cansina letanía de la educación en valores? ¡Como si el primero de esos valores no debiera ser tener claro que los actos acarrean consecuencias! Confieso que me resulta imposible entender, salvo como perversión que debería ser inmediatamente tratada, que los mismos que llaman a la necesidad de hacer un esfuerzo por empatizar con los verdugos sean incapaces de mostrar un sentimiento remotamente parecido hacia las víctimas. Y así nos va.

La reconciliación obligatoria

Una de las cosas que más me jorobaba de crío era que, después de haberme hostiado en el patio con algún compañero, viniera el profe enrollado de turno con la consabida cantinela: “Y ahora os dais un abrazo y volvéis a ser amigos”. A uno, que ya entonces creía tener algo parecido a principios, aquella pacificación por decreto le parecía, además de una intromisión intolerable, una memez. De hecho, al abrazo forzado solía acompañarle un susurro recíproco: “A la salida te espero”. Y, efectivamente, después del timbre y fuera de los límites escolares, a salvo de la autoridad competente, retomábamos la pelea.

A partir de ahí, se abría un mundo de posibilidades. Igual podías pasarte dos meses a tortazo limpio que te convertías en uña y carne del que te había desguazado las gafas. Lo más habitual, sin embargo, era mantener con él una convivencia tensa que tendía a la indiferencia. La vida seguía, eso era todo, y había nuevos enemigos, juegos, parciales de mates o amoríos tempranos que atender. Aunque no pensáramos en ello, sabíamos que la infancia era muy corta.

Hoy, certificado eso último con una barba canosa y algunos achaques, sigo teniendo la misma desconfianza en la reconciliación obligatoria. No discuto las encomiables intenciones de los que la portan todo el día en la boca, pero dudo sinceramente que se pueda llevar a la práctica. Claro que me emociono como el que más leyendo o viendo uno de esos reportajes en que un terrorista y un familiar de una de sus víctimas comparten un café y tres reflexiones. Pero, aparte de que aún estoy por ver lo mismo entre un torturador y un torturado, no se me escapa que es una excepción.

Lo normal, lo humanamente normal, es que quien ha sufrido no quiera tener mucho que ver con quien juzga responsable de su padecimiento. Deberíamos conformarnos con la certidumbre de que esas situaciones no se van a volver a repetir. Y quien desee reconciliarse, que lo haga.