El entrenador del Rayo femenino

El entrenador del Rayo Vallecano femenino, un tipejo que atiende por Carlos Santiso, sostiene que violar a una mujer en grupo es la mejor manera de estrechar los lazos de una plantilla entre sí y con la afición. La declaración está grabada y se refiere a la agresión sexual múltiple de unos jugadores de la Arandina a una joven de 15 años, que según su vomitiva teoría, sirvió para hacer una piña en el vestuario y la grada del club burgalés. En el vergonzante audio, Santiso animaba a sus entonces pupilos de las categorías —ojo al dato— infantiles del propio Rayo, matizando que, eso sí, la víctima debería ser mayor de edad para, palabras literales, “no meterse en jaris”. Este es el minuto en que tal cagarruta humana sigue en su puesto.

Da qué pensar que esto ocurra en un club que es celebrado por toda la progresía ortodoxa como la repanocha del compromiso y hasta del antifascismo. Para ser justos, hay que subrayar que es rigurosamente cierto que una parte de la afición franjirroja ha manifestado su náusea indecible al ver sus colores manchados por un instigador de violaciones. Por lo demás, no deja de ser terrible comprobar la cantidad de veces que el fútbol ampara estos comportamientos. Tenemos a los que jaleaban en el Sánchez Pizjuán a José Ángel Prenda, líder de la manada de Sanfermines, o a quienes llamaban puta en el Benito Villamarín a la mujer que denunció por maltrato al delantero Rubén Castro. Y más vergonzosamente cerca, hemos visto cómo Sergio Enrich recibía tratamiento de héroe en Ipurua, cuando había grabado sin consentimiento y difundido un vídeo sexual que arruinó la vida de una mujer. Cuantísimo asco.

Más desalmados

Nada más colgar en mi muro de Facebook mi última columna sobre la sentencia a la llamada Manada de Manresa, una amable seguidora puso el dedo en la llaga al publicar como respuesta el artículo 181 del Código penal. Con su farragosa y hasta diría que trapacera redacción, es ese engendro judicioso el que enfila a los de las togas hacia la villanía que —sigo insistiendo— se ha cometido en esta deposición de la Audiencia de Barcelona.

De entrada, queda claro la menudencia que para los autores y aprobadores de la cosa es lo que cualquiera con una gota de sangre y de bondad entiende como violación. “El que, sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento, realizare actos que atenten contra la libertad o indemnidad sexual de otra persona, será castigado, como responsable de abuso sexual”. En el siguiente párrafo se especifica que entre los “abusos no violentos” se cuentan los siguientes, pásmense: “los que se ejecuten sobre personas que se hallen privadas de sentido o de cuyo trastorno mental se abusare, así como los que se cometan anulando la voluntad de la víctima mediante el uso de fármacos, drogas o cualquier otra sustancia natural o química idónea a tal efecto”.

Repetiré, como en las líneas anteriores, que en mil y un casos hemos visto a los jueces hacer interpretaciones virgueras de la literalidad de una ley para acabar sentenciando casi lo que les daba la real gana. Aun así, y como muy bien apuntó esta lectora a la que siguieron unos cuantos más, no son solo los administradores de justicia los que carecen de alma. Antes que ellos están los que hacen y promulgan normas tan brutalmente inmorales.

Jueces sin alma

Una más. Esta vez ha sido la Audiencia de Barcelona, denominación genérica que se utiliza para despistar los nombres y apellidos de los jueces que han decidido que una violación grupal y continuada de cinco tipejos a una menor solo es un abuso sexual. Como de costumbre, lo más vomitivo es la argumentación para rebajar el grado de la fechoría: dado que la víctima estaba drogada e inconsciente, quienes la penetraron en bucle y le practicaron todo tipo de vejaciones no necesitaron utilizar la violencia. Y chispún. Mentón arriba y, a modo de escudo, o sea, de palangana para lavarse las manos, ese cagarro llamado Código Penal. Aquí se juzga según la tarifa vigente; vayan con las quejas a los legisladores. Como si en otras ocasiones, muchas bien recientes, la misma ley no fuera retorcible en el sentido que les sale de la sobaquera a los togados.

No desmentiré que la Justicia es patriarcal, aunque creo que no es el único motivo que está detrás de estas infectas decisiones. Ocurre que los jueces viven en realidades paralelas, siempre por encima del bien y del mal. Se enfrentan a los casos como si fueran un sudoku o el Damero maldito. Se la trae al pairo que sus resoluciones afecten a seres humanos o que vayan a crear en la sociedad estupor, rabia, impotencia y sensación de desamparo.

Por lo demás, no puedo poner el punto final sin reparar en el eco tan rácano que ha tenido esta nueva vileza judicial. Ni comparación con el terremoto que provocó la sentencia de La Manada de Iruña. Me temo que ahí hay una reflexión pendiente, aunque yo ya la tengo muy mascada. Y creo que ustedes también intuyen por dónde va la cosa.

¿Y las otras manadas?

Perdonen que siga con la sentencia del Tribunal Supremo que, además de dejar negro sobre blanco que fue violación, duplicó las penas iniciales a los miembros de La Manada y los envió —¡por fin!— a la cárcel. Mi temor es que este final, dentro de lo que cabe, reparador e incluso pelín balsámico, nos haga pasar página hasta no sé qué efeméride. Es verdad que leo que lo acontecido puede llegar a cambiar el código penal en lo que se refiere a los delitos sexuales o, como poco, el modo en que los jueces se enfrentarán a ellos. Me alegro. Ojalá sea así, pero eso sigue sin ser suficiente.

Hay una parte no jurídica que es donde creo que deberíamos profundizar. Hablo de los aspectos mediáticos y sociales que se han puesto de manifiesto en este caso. Jamás, que yo recuerde, se ha alcanzado este nivel de tensión en las calles ni se ha dado una cobertura de los medios tan milimétricamente exhaustiva. Ya no es solo que se haya seguido con todo lujo de detalles el proceso desde el mismo instante de la denuncia hasta la decisión del pasado viernes. Lo diferencial es que hemos conocido con pelos y señales a los ahora ya definitivamente probados violadores. Conocemos sus nombres, sus caras, sus circunstancias vitales y, mientras han estado en la calle, cada uno de sus movimientos. Me pregunto por qué algo así no es posible con las decenas de manadas y centenares de depredadores sexuales que actúan en solitario de cuya existencia tenemos constancia, por desgracia, un día sí y otro también. Como voy siendo mayor, no les oculto que es una pregunta retórica. Intuyo los motivos de que no se obre así siempre. Y ustedes también.

Tras la sentencia

Inquieta pensar que sin presión social no se habría llegado a una sentencia como la del Tribunal Supremo sobre La Manada. Personalmente, la considero muy justa poniendo en relación los hechos y las condenas. Sin embargo, creo que el sistema no puede funcionar así. De saque, cabe preguntarse qué ocurre en los miles de casos que no tienen la relevancia mediática que ha adquirido este en concreto. Y luego está algo que, no comprendo por qué razón, su solo enunciado resulta una verdad incómoda entre personas que se dicen demócratas y progresistas: no tiene un pase que la Justicia se imparta por petición popular, a golpe de pancarta y desgañitamiento en la calle. Concedo que esta vez ha salido bien, pero me aterra volver a los tiempos en que se exigían castigos ejemplares tea en mano.

Reflexionemos al respecto y, ya puestos, démosle un par de vueltas a otras cuestiones. Por ejemplo, a la radical incoherencia a la que hemos asistido. Muy buena parte de las personas que corrieron a mostrar su alborozo por el aumento de la pena al doble son las mismas que nos cantan las mañanas sobre la reinserción como fin único y verdadero de las condenas y contra lo que califican como inútil punitivismo. Eso, cuando directamente no pontifican que habría que derribar todas las cárceles. Este servidor, que tiene pasado ese sarampión bienpensante, les anima a desprejuiciarse de una vez y a perseverar. Nadie se convierte en facha desorejado por pretender que los crímenes se paguen —sí, ese es el verbo— con arreglo a un mínimo sentido de la proporción. ¿Acaso no era eso lo que reclamábamos para el quinteto de ya probados violadores?

Todavía más depredadores

Sigo haciendo memoria de depredadores nada mediáticos, que en realidad son casi todos. Solo en lo que va de curso radiofónico, cada semana nos ha tocado informar, como poco, sobre un caso. Casi podíamos haber hecho una plantilla para contarlos porque la inmensa mayoría eran un calco. Cambiaba la localidad y la edad de la víctima, que podía oscilar entre los 14 y los 30. Cabía una variación sobre si se conseguía detener o no al agresor o agresores o sobre la decisión judicial; no era extraño, ojo, la puesta en libertad. Tampoco eran muy distintos los abordajes, generalmente en un portal. Las demás circunstancias eran idénticas: enérgica condena plagada de tópicos —esta, sí que sí, de molde—, concentración de repulsa, y hasta la próxima.

Así ocurrió, para ir individualizando, con la violación de una niña de Barakaldo a manos de cuatro machitos el pasado 29 de diciembre. Llegamos a saber que los agresores se entregaron en los días posteriores. Como eran menores, carpetazo. “Ellos también son víctimas”, se atrevió a decir el santurrón de costumbre. Quizá a ese buenrollero le merecía la misma consideración el tipo que en la noche de Halloween de 2016 violó analmente a una niña de 14 años. ¡Cuánta indignación en los comunicados y cuánto silencio cuando una jueza lo dejó en libertad para que él pusiera tierra de por medio!

Termino con un episodio que me asquea especialmente. En carnavales de ese fatal 2016, varios adolescentes acorralaron a dos menores en un bar del Casco Viejo de Gasteiz y abusaron de ellas hasta que se dio cuenta un camarero. En esa ocasión, más que en otras incluso, se impuso la ley del silencio.

Algo más que indignarnos

Libertad provisional para los miembros de La Manada bajo fianza de 6.000 euros por cabeza. Lamento infinito escribir que no me sorprende en absoluto la decisión de la Audiencia de Navarra. Por descontado, deseaba otro desenlace, e incluso cuando nos llegó el primer chachau sin confirmar del todo, albergué la vana esperanza de que se tratara de un piscinazo que se vería desmentido con el tiempo. Sin embargo, los hechos contantes y sonantes junto al mínimo conocimiento del paño judicial apuntaban hacia lo que finalmente ha llegado a los titulares y ha provocado —eso también era de manual— que ardan las calles de santa y justa indignación.

Y está bien que gritemos, que nos desgañitemos movidos por la incredulidad, la rabia, la impotencia o la montaña rusa emocional que nos ha provocado ver negro sobre blanco la confirmación de los peores temores. Pero ese clamor no puede convertirse, como ya está ocurriendo, en el sempiterno concurso de la declaración más incendiaria o la proclama más biliosa. Ni tampoco debe tener carácter de pataleo difuso sobre la aplicación testicular de la Justicia. Ni orientarse en exclusiva a los cinco seres vomitivos que van a salir a la calle en cuestión de horas. No es la primera vez que escribo aquí que, aunque sea la más mediática, esta no es, ni de lejos, la única manada que practica la depredación sistemática. Si de verdad nos creemos lo que vociferamos hasta rompernos la garganta, tendríamos que conjurarnos para declarar la guerra sin cuartel a todos y cada uno de los machos que, individualmente o en jauría, se dedican a la caza de mujeres para satisfacer sus instintos. Hagámoslo.