De vuelta

Un obispo manosea a una estrella musical en el funeral de Aretha Franklin. En el de John McCain, el mejor político republicano de las últimas décadas, brilla por su ausencia el presidente republicano de los Estados Unidos, que aun tiene el cuajo de echar una pedorreta en Twitter cuando la hija del finado proclama que no hace falta volver a hacer grande a América porque nunca ha dejado de serlo. Al tiempo, en el mismo continente, pero unos dedos más abajo en el mapa, una multitud protesta porque una Justicia de dudosa imparcialidad impide que se presente a las elecciones un antiguo presidente al que han pillado en un marrón del tamaño de la catedral de Sao Paulo. Y si proseguimos el descenso hacia el sur, nos damos de bruces con la Historia repitiéndose a sí misma —como farsa, diría Marx— en Argentina, de nuevo a las puertas del corralito.

Más cerca, la bronca que no cesa va de poner y quitar (sobre todo, de quitar) lazos amarillos, aprovechando el viaje para vender motos averiadas que, por lo visto, hay mucha peña dispuesta a comprar. De propina, un cansino culebrón protagonizado por postureros en contra y a favor de exhumar o no los restos de un dictador. Los herederos de los que ganaron la guerra (in)civil no quieren perderla, y los que se dicen continuadores de los que la palmaron creen en su inmensa inocencia veteada no pocas veces de falta de lecturas que el gesto supone la victoria final. Y luego, claro, lo de los partidos del (¡todavía!) llamado Gobierno del Cambio en Nafarroa jugando a la rana y el escorpión. Pues esa es la actualidad que nos toca contar. Y lo haremos. Es un placer estar de vuelta.

(No tan) eterno retorno

No soy de los que regresan al tajo arrastrando los pies y maldiciendo su mala estampa. En los tiempos que corren y viviendo muy decentemente de lo que (todavía) más le gusta a uno, resultaría obsceno. Es verdad que tampoco vuelvo al teclado y al micrófono como lo hacía en mi más o menos lejana mocedad, con la adrenalina hirviendo y rebosante de ganas de pisar mil charcos, entonando el “a mi, Sabino, el pelotón, que los arrollo”. Se templa uno —o lo van templando los hechos—, de modo que aprende a dosificar el entusiasmo para que dure todo el curso o, en el caso más realista, para que llegue, como poco, hasta el control de avituallamiento de navidad. En el éxito de la empresa ayuda mucho un buen látigo de siete colas —que sean nueve— para mantener a raya a la pérfida pereza, tentación omnipresente de los que, además de ser natural galbanoso, llevamos decenios con la sensación de voltear indefinidamente la misma noria.

Sensación falsa, me apresuro a anotar, pues si bien es cierto que muchos de los asuntos a los que dedicamos tinta y saliva parecen una repetición en bucle de lo ya vivido y ya contado, también lo es que cada equis se van incorporando al menú platos de estreno. Y lo mejor, muchos de ellos, inesperados, para pasmo y congoja de los que creían tenerlo todo bajo control. Su incertidumbre atribulada da sentido a este, mi oficio de trasegador de noticias y similares. El principio del fin del bipartidismo en España, el ocaso del foralismo rancio en Navarra o las urnas catalanas precedidas (casi ya) de las escocesas se nos insinúan en el porvenir inmediato. Aquí estaremos para contarlo.