¡¡Pepe!! aprieta la mercancía…

foto: foro.pieldetoro.net

Domingo, cuatro de la tarde, último repaso visual por parte de la abuela, todo en orden. Allá íbamos mi abuelo y yo a San Mamés. Las calles del Casco Viejo se iban llenando de gente para confluir en los soportales de Santiago, hacer cola y esperar la llegada del trolebús nº 1 Misericordia. En esa parada (que era el comienzo de trayecto)  se llenaba la mitad, más o menos, y a la altura de la calle Navarra ya se había llenado casi todo. En los trolebuses existía la figura del cobrador que tenía su “despacho” en la parte trasera junto a la puerta de acceso, aparte de cobrar, tenía otro cometido muy importante que requería una gran habilidad, era volver a colocar el trole en su sitio cuando se salía de la catenaria en algún cruce de cables, solía ocurrir con bastante asiduidad en El Arenal.

Volviendo a nuestro viaje hacia San Mamés recuerdo que un poco antes de llegar a la parada que daba comienzo a la Gran Vía y en función del número de personas que hubiese en ese momento en el trolebús, se oía el grito de ¡Pepe! aprieta la mercancía. Ya conocíamos lo que significaba, había que agarrar fuerte la txapela y sacar la faria de la boca, asirse al punto de amarre más cercano y que “sea lo que Dios quiera”. El conductor, obedeciendo la orden, daba un frenazo muy fuerte, provocando que el personal fuese hacia delante y de esa forma dejaba sitio para meter otra tanda de aficionados. La fórmula funcionaba bien, hasta el punto que se repetía varias veces en el recorrido. La llegada a la parada de la Misericordia os la podéis imaginar, creo que el dicho “van como sardinas en lata” viene de estos viajes.

El caso es, que salíamos contentos, porque de lo que se trataba era de ver al Athletic.

La vuelta era otro cantar, si el resultado del partido no nos había sido favorable ya no se hacían “bromas” con la “mercancía”.

Agur

Juntos si, pero no revueltos….

foto:sareantifaxista.blogspot.com

Eso debían pensar los próceres de la época y bien que lo llevaron a rajatabla.

En nuestra escuela había tres aulas dedicadas a los chicos y otras tantas a las chicas. En mi clase estábamos unos 40 niños, de diversas edades y por lo tanto de varios cursos. En mi memoria quedan vagos recuerdos de la misma, la gran altura que tenía la clase, el crujir del suelo de madera, grandes ventanales y sobre todo la estufa; una estufa de hierro fundido con una enorme chimenea hasta el techo, se alimentaba con carbón, pero de un carbón muy poroso y de poco peso, era ideal para fastidiar al compañero pasándole un trozo por la nuca a contrapelo, de verdad que hacía mucho daño.

Los pupitres de madera, inclinados y con dos agujeros en la parte superior para meter los tinteros de porcelana eran ideales para jugar de una forma barata al primer juego tecnológico que recuerdo, el pinball. Con una canica y dos “bolis” éramos capaces de simular el juego, claro, eso tenía contrapartidas, si la clase estaba en silencio solo se oía el rodar de la canica por el pupitre. Si ese leve sonido llegaba a oídos del maestro (vaya oído que tenían) ya conocíamos el veredicto: culpables, y las penas: o “aportar” a las misiones, o sufrir los “reglazos”, y la peor de todas, ir castigados a cumplir la condena a la clase de las niñas. No había mayor humillación que pasar un buen rato (a arbitrio de la maestra) de rodillas y con los brazos en cruz delante de las niñas. Te quedabas solo ante el peligro de las sonrisitas y miraditas, y sin la ayuda de tus colegas, que era lo peor. Vamos, que eso no pasaba ni las torturas de Fumanchú.

Estoy seguro que hubiéramos preferido cualquier otro castigo antes que pasar esa terrible vergüenza. Alguna que otra vez la viví en mis carnes y era muy duro.

Agur

No puedo olvidar aquella mirada..

En nuestra escuela, durante el recreo nos daban un vaso de leche. La leche venía en polvo en unos sacos grandes, mas tarde me enteré que era de los americanos. Esa leche debía ser la parte que tocaba a los escolares del famoso Plan Marshall.

Había un cuarto pequeño que le llamaban almacén, allí era donde estaban los sacos de leche y una estufa que diariamente la encendían los maestros. Cada día tocaba a dos niños hacer la leche. El funcionamiento era fácil, se ponía un puchero grande lleno de agua (no se medía la cantidad) encima de la estufa y cuando el agua estaba caliente (aspecto este que se ejecutaba a “ojo de buen cubero”) se bajaba al suelo y se añadía la leche en polvo (tampoco se medía) se revolvía con un cucharón de madera y ya estaba lista para repartir. Se llevaba el puchero al pasillo que comunicaba la clase con el patio de recreo y a medida que iban saliendo los niños, formados en fila india, pasaban junto al puchero y se les llenaba el vaso de leche. Hasta aquí todo bien.

Uno de los mucho días que me tocaron hacer de “lechero” recuerdo que comenzamos bien con la liturgia, pero, no sé por qué razón la estufa no estaba todo lo caliente que debía estar y por lo tanto el agua no alcanzó la temperatura que debiera. Seguimos con el procedimiento, añadimos la leche en polvo y comenzamos a revolver, pero “aquello” no tenía pinta de leche líquida, mas bien, de una colección de “pelotas blancas de tenis” nadando en un liquido semiblanquecino.

Siguiendo el ritual (no había tiempo para repetirlo) llevamos el puchero al pasillo y colocándolo sobre una banqueta esperamos que fuese la hora del recreo para empezar a repartir “aquello”.

Era costumbre que los primeros en salir de la clase eran los más pequeños y así fue. Se abrieron las puertas y puestos en fila se fueron acercando. El primer niño que se acercó me mostró su vasito limpio y lo puso a la altura del puchero para que se lo llenase de leche. Cogí el cucharón y le vertí su contenido en el vaso, pero, horror, no le llegó nada de leche, solo le cayó una bola de leche en polvo que al ser de mayor tamaño que la boca del vaso hizo de tapón y no permitió que entrase nada de líquido. El niño miraba el vaso y levantando la cabeza me miraba incrédulo de lo que estaba pasando, esta operación la repitió varias veces, tenía cara de no entender nada. No puedo olvidar aquella mirada. Me parece que vi correr una pequeña lágrima por su rostro. El siguiente niño de la fila empujaba, así que no le quedo más remedio que avanzar hacia la puerta del patio. Luego vi deambular al niño por el recreo mirando su vasito con aquella bola encima. Espero que no me guarde rencor.

Desde aquí me gustaría encontrarme con él para pedirle disculpas y perdón.

No quiero pensar que por mi culpa aquel niño haya tenido en la vida problemas de falta de calcio.

Más adelante llegaron los botellines de leche Beyena, pero esos ya son tiempos “modernos”.

Agur

La lista de roedores

Me tocó nacer en la época de  “los hombres no lloran”“es para que te hagas un hombre” y con esas premisas y unos buenos tazones de leche nos fuimos haciendo mayores. Esto viene a cuento de un recuerdo nada agradable de mi niñez.

En la casa donde pasaba los largos veranos en La Rioja había en la planta baja un espacio dedicado a guardar el ganado y aunque en ese momento no tenían animales grandes, estaba el recinto lleno de trastos y bastante desordenado. En ese ambiente pululaban a sus anchas unos ratoncitos pequeños que hacían los nidos entre los sacos de trigo y demás enseres. Para controlarlos utilizaban cepos que yo mismo ayudaba a poner intentando engañarles con un trozo de pan o de queso.

Muchos (la mayoría) caían fulminados en el acto, pero algunos se quedaban enganchados por la cola o por la pata, el caso es, que cuando ibas a ver el cepo, el ratoncito estaba vivo pero atrapado en el artilugio. Entonces llegaba el cruel mandato “coge el cepo, sácalo a la calle y remata al ratón” esa orden debía ser para que me hiciese un hombre, digo yo.

Aquí empezaron mis pioneros actos de desobediencia civil. No podía ejecutar  al bichito que me miraba con miedo, así que lo soltaba y procuraba fijarme en qué agujero se metía, para a hurtadillas ponerle algo de comida en la entrada.

Los mayores comentaban extrañados la cantidad de ratones cojos que había por la cuadra, creo que nunca supieron el truco, por lo menos, a mi no me lo dijeron.

Con el paso del tiempo me siento un poco indignado con el “sindicato de roedores” ya que nunca he recibido ni el más mínimo detalle de agradecimiento por haber “salvado” a tantos congéneres suyos. No pido una película como a Schindler, pero uno también tuvo su “lista”. Lo digo solo por comentarlo.

Agur

Las barracas de la Campa de los Ingleses

Mi primer recuerdo infantil de las barracas está en la Campa de los Ingleses, actualmente Abandoibarra. La visita a las barracas era el premio y consecuencia de haber sido «formal» y no haber hecho muchas trastadas, por lo menos quince días antes, pero creo que los mayores hacían la «vista gorda» a muchas, porque al final, ellos disfrutaban tanto como los niños.

Al anochecer, la visión desde Alameda Mazarredo era maravillosa, aquella noria girando con sus luces, el tren «chuchú» el olor entre dulce y empalagoso de los puestos de azúcar y manzanas caramelizadas, los churros, los caballitos, el ruido, era mágico.

Una vez dentro del recinto, estoy seguro que el tiempo corría a más velocidad que la normal, por lo menos, a mí nunca me daba tiempo de recorrer todo, y cuando menos te lo esperabas y más a gusto estabas se oía la frase terrible: «ya es la hora», hala, a recoger tus ilusiones y para casa.

Después la memoria me sitúa las barracas en la Avda. José Antonio, ahora Avda. sabino Arana. Aquí ya estaban mejor organizadas, a izquierda y derecha de la calle se situaban los puestos de dulces y por el centro de la calle estaban las atracciones grandes.

De aquella época me viene el recuerdo de estar tres amigos, «la cuadrilla» delante de una barraca de la que veíamos salir a la gente partiéndose de risa, no recuerdo el nombre de la misma, pero era algo así como «El pasaje de la risa». Preguntamos lo que costaba la entrada y juntado «recursos» decidimos entrar, era como entrar a la boca del lobo, estaba todo oscuro, enseguida comprobamos que estábamos en un pasillo que serpenteaba por el pequeño recinto de la barraca, no había ninguna luz, así que íbamos palpando las paredes a derecha e izquierda para no tropezarnos. De pronto nos empezaron a pegar con escobas desde lo alto del pasillo, a la vez que se oían gritos, vamos, de lo más sugestivo para un día de feria. No podíamos correr por el pasillo sin temor a tropezarnos contra las paredes, y los de arriba dale que te pego con las escobas. Cuando salimos de aquella «tortura» nos dio por reírnos como tontos, parece ser que ese era el fin comercial de dicha barraca, seguro que al vernos reír, algún otro paisano entraría a ver qué pasaba.

Muchas veces he pensado en esta anécdota y sigo sin entenderla: pagas una entrada, vas por un pasillo a oscuras, te dan palos «a manta» y sales riéndote pareciendo decir a la gente que te ve «entrar, entrar, que es muy divertido».

Espero entenderlo algún día.

Agur