Nuestra entrevista (Erkoreka, Beloki, Anasagasti) al Obispo Setién preguntándole por todo.

Martes 10 de julio de 2018

Ha fallecido D. José María Setién Alberro, obispo de San Sebastian. En el año  2003 fuimos a entrevistarle y de ahí salió este texto que hoy, el día de su adiós, tiene su significado.

Fue así:

Nació en Hernani (Guipúzcoa) en 1928. Realizó sus estudios eclesiásticos en el Seminario de Vitoria y en la Universidad Gregoriana de Roma, donde se licenció en Sagrada Teología y obtuvo el doctorado de Derecho Canónico. Fue ordenado sacerdote en 1951, y entre 1960 y 1972 fue catedrático y deca­no de la Facultad de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca. Desde 1972 al 2000 fue obispo de San Sebastián, primeramente auxiliar y luego titular; actualmente, es obispo emérito. Ha publicado numerosas obras sobre temas relacionados con la filosofía política y la ética pública.

El 19 de noviembre de 2003, el diputado general de Guipúzcoa, José Joan González de Txabarri, hizo público un acuerdo de la institución que preside, por el que se resolvía conceder la medalla de oro de Guipúzcoa a don José María Serien, obispo emérito de San Sebastián, al conocido locutor de radio Iñaki Gabilondo y al empresario Juan Celaya. El galardón goza de mucho prestigio en el territorio, pues sólo se otor­ga a personalidades de gran relieve. La última ocasión en la que se con­cedió, sus beneficiaros fueron los escultores Jorge Oteiza y Eduardo Txillida y el restaurador Juan Mari Arzak. En el acto de concesión, el diputado general glosó la figura de los tres agraciados y recordó que «en la situación política en la que vivimos resulta importante reconocer los méritos de distintos ciudadanos que, por su excepcional y notoria rele­vancia, son un estímulo para el fomento de actitudes solidarias y ejem­plares para el conjunto de los ciudadanos». En Euskadi, el sentido de la frase se comprendió con facilidad. No así en Madrid, desde donde tanto esfuerzo se ha desarrollado por difundir el binomio «Setién-Satán». Sin embargo, la observación del diputado general se ajustaba bastante a la personalidad de un obispo, aparentemente frío y profesoral, que siempre ha tenido muy claro en qué consiste ser un prelado de la Iglesia católica. Nuestra buena relación con el diputado general de Guipúzcoa, de quien fuimos compañeros en el Congreso de los Diputados, nos permi­tió acceder con facilidad al obispo Serien, un hombre cuya figura y cuya obra han sido tan manipuladas que procura no confesarse ante una gra­badora sin adoptar previamente unas cautelas mínimas. González de Txabarri sabía que, cuando Serien fue ordenado sacerdote, el día de San Pedro de 1951, el banquete familiar se celebró en un antiguo caserío del barrio Fagollaga de su localidad natal. El barrio ha dado nombre a uno de los restaurantes más punteros de Guipúzcoa, regentado en la actua­lidad por los hermanos Salaberría. El chef, Isaac, es uno de los grandes baluartes de la joven cocina vasca. Monseñor Serien, que siente una singular querencia por este restaurante, no pudo negar su nihil obstat a la entrevista que le solicitamos. En cuanto llegamos al lugar de la cita, pudimos comprobar que el restaurante prometía. Al rato llegó el dipu­tado general y, justo a la hora convenida, aparcaba el obispo al volante de un juvenil Volkswagen Golf que ponía un cierto contrapunto a sus setenta y seis años recién cumplidos.

La primera parte del almuerzo la dedicamos a comentar la trepidan­te actualidad política. Se estaban conformando las mesas del Congreso y del Senado, tras unas elecciones generales en las que el Partido Popular, después de cuatro años de mayoría absoluta, había recibido un duro revés. Los ecos del atentado del 11 de marzo todavía eran noticia. Al obispo Setién le había llamado la atención el hecho de que el ex pre­sidente del Gobierno hubiese concedido su última entrevista a la COPE. No sin cierta intención, le preguntamos por el proyecto de san­tificar a Isabel la Católica. Setién nos contestó a la gallega: «Imaginaos lo que dirían si yo hubiera propuesto canonizar al primer lehendakari, José Antonio de Aguirre».

Ya en los postres, el diputado general nos dejó. Tenía que ejercer de padre. Había concertado una entrevista con la tutora de su hija Leire y no podía faltar a la cita. Nosotros nos quedamos todavía un tiempo conversando con monseñor Setién, un hombre riguroso, de una gran solidez intelectual y argumental, que no hace concesiones a la frivoli­dad. Después de concluida la entrevista, y un poco apesadumbrados por la dureza de algunas de las preguntas que le habíamos formulado, le interrogamos si se había sentido a disgusto: «Todo lo contrario —nos contestó—, me lo he pasado en grande.»

Agustín Alberro Pikabea fue el responsable de las finanzas del Gobierno vasco en el exilio. Quienes lo trataron, lo recuerdan como un hombre tra­bajador, riguroso y concienzudo, que acreditó una extraordinaria capaci­dad para sacar rentabilidad a los escasos recursos de los que disponía. ¿Es cierto que guarda con él algún parentesco familiar?

En efecto, Agustín Alberro fue primo de mi madre. En mi juventud he llegado a conocer dos ramas distintas de la familia Alberro. Distintas, pero relacionadas. Una estaba ubicada en Hernani, y de ella procedía mi abuelo materno; la otra tenía su ubicación en San Sebastián. Agustín pertenecía a esta última. Yo sabía, por referencias familiares, que Agustín era miembro de lo que entonces se conocía como el Gobierno vasco en el exilio y que tenía una formación académica vinculada a la econo­mía. Pero mi relación personal con él no fue muy intensa. No pudo serlo porque, cuando él se vio obligado a huir, a causa de la Guerra Civil, yo era aún muy joven. Tened en cuenta que nací en 1928. Años después, cuando marché a Roma, tuve ocasión de trabar con él una rela­ción algo más madura. Agustín se encontraba en París, desterrado. Le hice varias visitas, y siempre me recibió con gran cordialidad. Fue un modo de expresar afecto y solidaridad a un familiar que se encontraba en unas circunstancias personales muy adversas.

Pero su solidaridad para con los exiliados debió agotársele ahí, ¿no?

¿Por qué lo decís?

Porque, entre los nacionalistas vascos, se granjeó muchas antipatías cuan­do, hace ya dos décadas, se opuso a que el funeral por el lehendakari Leizaola pudiera celebrarse en la catedral de El Buen Pastor. Leizaola había sufrido también un largo y penoso exilio. ¿No merecía esa distinción?

Aquélla fue una decisión personal mía, que obedecía a una razón clara y fácil de explicar. En aquella época, la diócesis de San Sebastián había establecido una pauta de actuación general para la celebración de las exequias fúnebres; una pauta que no preveía excepciones basadas en la notoriedad pública del finado o en la relevancia política o institucio­nal que hubiese podido alcanzar en vida. En el caso del lehendakari Leizaola, como no podía ser de otra manera, yo me limité a aplicarla. No os voy a negar que se me solicitó desde altas instancias y con mucha insistencia que salvara la aplicación de la regla en aquel caso concreto. Pero consideré que no había por qué hacerlo y no cedí a las presiones que se me hicieron. Eso fue todo.

Pero Leizaola había sido un guipuzcoano insigne. Consejero del primer Gobierno vasco, lehendakari durante largos y penosos años y> ademas, un hombre profundamente católico. Siempre había hecho profesión pública 4e su fe. El mundo nacionalista vasco no comprendió que el obispado se negara a autorizar la celebración de su funeral en la catedral de El Buen Pastor.

Lo entiendo, pero las reglas diocesanas eran las que eran, y no encontré motivo alguno para alterarlas. Ni en aquél ni en otros supuestos más o menos parecidos que después se me presentaron. Las razones que inspi­raban las reglas establecidas en la diócesis para los funerales eran de carácter pastoral, no políticas. Y en su aplicación, procedí con arreglo a criterios de la misma naturaleza. ¿O qué tipo de criterios creéis que deben informar la actuación de un obispo? ¿Pastorales o políticos? Es ése un modo de actuación que, como sabéis, después me ha planteado tam­bién más de un problema. Pero siempre he procurado ajustarme a él. Cuando en otras ocasiones se me pedía que incumpliera la norma, se me aducían motivos más o menos fundados para justificar la excepción que en cada caso se pretendía: las dimensiones del templo, la masiva afluen­cia previsible, las cualidades personales del finado, los cargos que desem­peñó, las circunstancias en las que perdió la vida, su condición de víctima del terrorismo, etc. Pero nunca cedí a las presiones; ni en la ocasión a la que os referís ni en otras muchas que después se me pre­sentaron.

¿Y después le extraña que le tachen de hombre frío y poco cercano al infortunio humano?

Siempre he procurado actuar con arreglo a criterios estrictamente evan­gélicos. Algunas veces habré acertado, y otras, probablemente, no. Pero ése ha sido siempre mi criterio. Y es que, además, no podía ser de otra manera, dada mi condición de obispo. Por ello, no me perdonaría si, en algún caso, esos criterios de actuación se hubiesen visto contaminados con elementos de tipo político. Podrá decirse que traté de ser un buen obispo, siguiendo criterios evangélicos y pastorales, pero que no lo con­seguí. Sin embargo, nunca podrán reprocharme que, en el empeño de ejercer correctamente la función episcopal, fracasé por complacer exce­sivamente a los políticos.

No parece que, en ese punto, todos los obispos piensen igual, porque no resulta extraño ver a algunos llevando a cabo actos de gran significación política. Valga como muestra un botón. Hace algún tiempo, los medios de comunicación difundieron una imagen que a muchos nos resultó cho­cante. Se trataba de una fotografía en la que se veía al cardenal arzobispo de Toledo y primado de España, Francisco Álvarez, y su predecesor en el cargo, Marcelo González Martín, jurando la bandera de España junto a 310 nuevos soldados del arma de Infantería. Después de concluida la ceremonia, González Martín declaró que había participado en el acto porque en su vida le faltaba «el detalle de expresar el amor a la patria y a la unidad de la misma». ¿Puede usted concebir algo semejante entre los pre­lados vascos, que tan frecuentemente han sido acusados de ser más polí­ticos que pastores?

¿Qué es lo que habría de concebir? ¿Qué yo o los obispos vascos besá­ramos también la bandera española o hiciéramos lo propio con la ikurriña? Por las razones que fueran, ellos pensaron que tenían que hacer lo que hicieron con la bandera de España. Si a mí o a los prelados vas­cos se nos quiere poner ante una hipotética situación que vosotros cali­ficáis de semejante, ¿cuál sería exactamente esa situación?

¿No puede responder a la pregunta, o prefiere no hacerlo?

A mí, personalmente, no me gustó la imagen a la que os referís. Creo que respondía a un concepto de cristiandad ya superado. Me temo que, en el fondo de aquel gesto, estaba latiendo una idea ya caduca de Iglesia. Una idea obsoleta en la que el componente católico se creía insepara­blemente unido a la esencia de una España concebida como una e indi­visible. Una idea en la que la fe, también ella vista como fundamento de la unidad, legitimaba directamente la indisolubilidad de la patria. Es un concepto ya superado y que pertenecía a una época en la que el valor social supremo era el de la unidad. Hoy las cosas se ven de otra mane­ra. Existe una afirmación de los derechos humanos fundamentales, tanto individuales como colectivos, un reconocimiento de la libertad del individuo como base imprescindible para el desarrollo de su perso­nalidad y del derecho a ser diferente. En la actualidad se admiten otras maneras legítimas de concebir la comunidad política, la nación y las relaciones entre lo religioso y lo secular.

¿O sea, que le pareció algo anacrónico?

El ser humano es un ser de signos. Pero no siempre está racionalmente claro lo que con un determinado signo se quiere significar. El de parti­cipar en la jura de la bandera fue, sin duda alguna, un signo. Ahora bien, ¿qué es lo que querían hacer cuando llevaron a cabo ese acto? ¿Mostrar su adhesión a España? ¿A qué España mostraba su adhesión? ¿A la auténtica España? ¿Qué significa eso? ¿Que existe una España auténtica y otra que no lo es? Y si es así, ¿cuál es la España auténtica? ¿La católica? ¿Por qué? Como veis, son muchos las interrogantes que pueden plantearse, y no menos las críticas que pueden formularse.

Durante los últimos años hemos visto a la Iglesia canonizar a clérigos y religiosos asesinados durante la Guerra Civil española, con el título de mártires de la Cruzada. Pero aquí mismo, en Hernani, muy cerca del lugar en el que nos encontramos, las tropas de Franco fusilaron a varios sacerdotes vascos, que no apoyaron la sublevación. ¿Por qué la Iglesia vasca olvida este hecho? ¿Acaso no conviene abordarlo?

Lo que no conviene es abordarlo de ese modo. Yo no puedo aceptar que la razón por la que hayamos de interesarnos por los curas vascos a los que se mató en la zona de Franco y por los curas españoles a los que se mató en la zona roja haya de ser una cuestión meramente política. A unos no se les canoniza -supongo yo- sólo porque los hayan asesinado los rojos, ni a los otros hay que canonizarlos porque los matasen los nacionales. No han de ser esas las razones que fundamenten una cano­nización.

¿Cuáles han de ser?

La razón de ser de una canonización martirial, que es de lo que se trata, no es otra que la de haber sido muertos in odium ftdei, es decir, por el odio a la fe que sentían y representaban sus perseguidores en aquel momento. Y si ese requisito no se da, no hay razón suficiente para pro­mover la canonización. La cuestión está, pues, en saber si las canoniza­ciones a las que os referís, se llevaron a cabo porque los sacerdotes fue­ron asesinados in odium fidei o no lo fueron. Por lo que yo conozco, no creo que los curas vascos ejecutados por las tropas de Franco en Hernani y en otros lugares fueran asesinados por el odio que sus asesinos profe­saban a la fe. Y si lo fueron, y se puede acreditar, no habría ningún inconveniente para su canonización. Antes al contrario, sería conve­niente impulsarla. Que los otros lo fueran, es más fácil de entender, por­que no hay que olvidar el modo en el que algunas de las fuerzas afines a la República arremetieron contra los ministros de la Iglesia durante los primeros meses de la contienda. Yo creo que la cuestión debería plan­tearse en estos términos. Otra cosa distinta es si el trato que recibieron los curas vascos asesinados en Hernani, fue o no un tratamiento digno y acorde con los requerimientos de los derechos humanos, o incluso con las exigencias de la fe católica que sus asesinos decían profesar. Pero, insisto, es una cuestión distinta a la de su eventual canonización. Si no se hace un esfuerzo de discernimiento y clarificación, nunca superare­mos esa línea de equilibrios desde la que se pretende interpretar las actuaciones de la Iglesia, es decir, con criterios políticos. ¿Por qué a éstos sí y a aquéllos no? A los curas vascos se les asesinó, fundamentalmente, por juzgarlos nacionalistas. Los del otro bando no creo que hayan sido canonizados por las ideas políticas que profesaban. Es de suponer que en el procedimiento seguido para ello se llegase a probar, de modo más o menos fehaciente, que en su asesinato concurrió el elemento inheren­te al martirio que es el odio a la fe. De no ser así, no se justificaría la canonización.

Con todo, ¿no se hubiese abordado el problema de otra manera si el País Vasco hubiese contado con su propia Conferencia Episcopal? Porque un proceso de beatificación o canonización de estas características no lo puede suscitar un creyente cualquiera. Lo ha de plantear la autoridad eclesiástica, o, cuando menos, no puede promoverse sin su respaldo. Y si la autoridad eclesiástica se encuentra estructurada con arreglo al modelo territorial en el que se organiza el poder público, parece evidente que sus decisiones acabarán, de una u otra manera, condicionadas por la visión del Estado en el que se inserta.

Afortunadamente, los vascos somos bastante respetuosos con el sentido de lo religioso. Y los obispos vascos hemos visto claro que las causas reli­giosas no se deben poner al servicio de las causas políticas. Precisamente por eso, porque vemos que ése es un tema muy delicado y fácilmente politizable, no ha parecido conveniente plantearlo en los términos en que vosotros lo hacéis. Por otra parte, creo que se ha dado, interesada­mente, una inexacta percepción de lo que ha sido la dependencia de los obispos vascos con respecto a la Conferencia Episcopal Española. Desde muchos ámbitos se han intentado trasladar al terreno eclesiástico unos esquemas, unos conceptos, que pertenecen al ámbito de la organización territorial del Estado, pero que no se dan dentro de la Iglesia. Contra lo que ocurre en el ámbito civil, donde el Estado goza siempre de una pre­eminencia de autoridad respecto a los entes públicos de carácter infra-estatal en la Iglesia, cada obispo está directamente vinculado a Roma. No existe una dependencia jerárquica de los prelados con respecto a las conferencias episcopales en las que estén encuadrados. La Iglesia está hecha de la comunión de las iglesias particulares de todo el mundo. El sujeto eclesial originario no es el Vaticano, cabeza de la Iglesia, sino cada una de las iglesias particulares, en cuyos obispos existe una relación de sucesión directa con los apóstoles sobre los que Cristo fundó la Iglesia.

Esto es algo que mucha gente no entiende cuando, desde el exterior, hace valoraciones acerca de lo que los obispos hacen o dejan de hacer. La única relación que resulta vinculante para los obispos es la que man­tienen con el Papa. De suerte que ninguna conferencia episcopal puede imponer nada a los obispos que la integran, si no media la autoridad de la Santa Sede. Tampoco la española, por supuesto.

¿A usted nunca le ha impuesto nada la Conferencia Episcopal Española?

Es evidente que, tanto antes, cuando fui obispo de San Sebastián, como ahora, que soy obispo emérito, he dicho y hecho cosas que no coinci­dían con lo que al mismo tiempo decía o hacía la Conferencia Episcopal Española, o su presidente. En el momento actual, cuando digo o hago algo que pueda tener trascendencia pública, sólo debo mirar a mi con­ciencia, a la lealtad que evidentemente debo al obispo de San Sebastián y, en última instancia, a Roma. Pero no a la Conferencia Episcopal Es­pañola. En todo caso, me gustaría precisar que toda la problemática relativa a las conferencias episcopales de ámbitos distintos a los estatales está enormemente maleada por las supuestas intencionalidades políticas que algunos creen que habría de entrañar, en nuestro caso, la hipotéti­ca decisión de crear una Conferencia Episcopal Vasca. Es una idea que se encuentra viciada tanto por parte de algunos que la apoyan como por quienes la combaten. Si el planteamiento se hiciera en esos términos, entraríamos en otro tema más más complicado…

¡A qué tema se refiere?

Al siguiente: ¿hasta qué punto una instancia universal como es la de Roma ha de desarrollar una labor testimonial o profética en cada uno de los rincones de la tierra? Lo que la Iglesia haya de hacer en esta situa­ción debe verse desde lo que la Iglesia está haciendo allí donde está. Eso puede ser motivo de diálogo, para ver en qué medida esa Iglesia que está afincada aquí cumple debidamente o no con su función de dar testi­monio de la verdad, de la totalidad de las dimensiones éticas que entra­ña el mensaje evangélico.

Los obispos, como todas las personas, tienen derecho a sus propios senti­mientos de pertenencia territorial e identidad nacional. ¿Cómo se defini­ría usted desde este punto de vista? ¿Qué se siente? ¿Vasco, español, europeo…?

Yo soy vasco, evidentemente. Yo nací en Hernani, que está en el cora­zón de Guipúzcoa, en el País Vasco. Mi padre era de Urnieta, y mi ma­dre, de Hernani. Mis abuelos tenían también el mismo origen. Mi len­gua materna fue el euskera. Cualquiera que sea la idea que se sustente en torno a lo que es ser vasco, creo que difícilmente se me podrá negar esa condición. A partir de esa constatación básica, la única pregunta que me interesa responder en mi condición de obispo es la siguiente: ¿cómo crees que un obispo vasco tiene que ejercer su misión en Euskadi o, si preferís, en Euskal Herria? Los demás interrogantes sobre mis senti­mientos de identidad o pertenencia no creo que deban ser respondidos sin mengua de la función que he de desempeñar como obispo. Y no es una manera de echar balones fuera. Como todos los seres humanos, yo, por supuesto, tengo derecho también a tener mis propios sentimientos de identidad nacional, e incluso mis preferencias de carácter ideológico -vosotros lo habéis dicho. En el plano estrictamente personal, soy abso­lutamente libre para abrigar esos sentimientos o preferencias. Pero a la hora de expresarlas públicamente estoy condicionado por la misión que, como obispo, he de desempeñar al servicio de toda la comunidad cre­yente, que incluye a gentes de diversas sensibilidades políticas.

Pero, ¿porqué Rouco Varela puede ser un nacionalista español militante y hasta exasperado, que no encuentra inconveniente en expresar sus senti­mientos de identidad nacional incluso de forma beligerante contra quie­nes tenemos un sentimiento de pertenencia diferente al suyo, y usted se encuentra limitado por su misión?

Ésa es una pregunta muy interesante, pero no es a mí a quien habéis de formulármela, sino a Rouco Varela.

Ya, pero, le guste o no, la cuestión que hemos planteado le afecta. No puede usted sustraerse a sus efectos. Porque, al final, la imagen pública de Rouco es la de un hombre responsable, que goza de una gran visión de Estado. Y la de monseñor Setién, la de un nacionalista sectario y peligro­so, directa o indirectamente vinculado a la violencia de ETA.

Lo que habría que plantearse es qué propósitos animan a quienes fabri­can y difunden esas imágenes de las que habláis. ¿Quién y por qué razón se empeña en vender ante la opinión pública la imagen de un Setién nacionalista, sectario y connivente con ETA? Y ahí nos encontramos con algo que me supera. Todos tenemos en nuestra vida unos condicionamientos que se nos imponen, que no podemos soslayar. En mi caso, uno de esos condicionamientos tiene que ver con el tratamiento del que ha sido objeto mi imagen por parte de la prensa. Pero yo os puedo ase­gurar que nunca he tenido excesiva preocupación por defenderme ante los medios de comunicación. Se ha dicho de mí que era comunista. Fijaos, ¡yo, comunista! También se me ha acusado de etarra. El de político nacionalista es otro de los sambenitos que me han colgado. Ahora se me tacha de ambiguo. Nunca he salido a desmentir tales impu­taciones…

¿Por qué?

Porque no he creído que mereciera la pena dedicar esfuerzo alguno a hacerlo. Pero también mi silencio ha dado y da que hablar. «El que calla otorga», me dicen algunos. Otros, más cautos, preguntan: «¿Por qué no contesta Serien a estas imputaciones?»

¿Y qué les responde?

Que la mejor manera de darles importancia es salir a replicar a todo lo que dicen sobre mi persona. Alguien, en alguna ocasión, ha tachado esta actitud mía de soberbia. ¿Soberbia? Creo que no, simplemente táctica. Porque, si ante cada cosa inexacta que se publica sobre mí, tengo que salir a desmentirla, dando razón de ser de mi pensamiento y mi actua­ción, no haría otra cosa en mi vida. Lean ustedes mis obras, me digo, y después, si quieren, hablaremos de lo que quieran. Yo tengo un discur­so público que todo el que quiera puede conocerlo, con toda su gama de matices y precisiones. Quien conozca ese discurso, creo, difícilmen­te podrá acusarme fundadamente de comunista, etarra, nacionalista, ambiguo o de cualquier otra cosa de las que me han acusado.

No se me oculta que, en buena parte, la figura de Serien ha sido leída, interpretada y valorada desde parámetros de tipo político. Pero cuando las críticas se formulan a ese nivel, se ignora lo que ha sido un ministerio episcopal de veintiocho años, en el que el esfuerzo por la edu­cación en la fe, la formación moral de las conciencias, la fidelidad a las exigencias derivadas del ser del pueblo vasco y el empeño en sentirme obispo en el País Vasco —una sociedad compleja, y a veces atormentada— ha tenido implicaciones que van mucho más allá de lo que puede apre­ciar un superficial análisis político. Aunque parezca una pretensión vana, os puedo asegurar que, en el amor a la libertad y en el deseo de ser libre, no me ganáis. Valoro mucho la satisfacción de poder decirme a mí mismo que no estoy subordinado o indebidamente condicionado por opiniones o valoraciones exteriores sobre lo que digo y hago. Otra cosa es dónde fija cada uno el fundamento de su propia libertad, pero éste es un tema que desviaría la atención de vuestra pregunta.

Arzalluz siempre ha dicho que Setién no es nacionalista vasco, pero que, paradójicamente, los nacionalistas vascos lo tienen como a uno de los suyos.

¡Hombre! ¡Pues yo me alegro mucho de que diga eso! Porque quiere decir que, con todos mis defectos, limitaciones e imperfecciones, he tra­tado de estar donde creía que tenía que estar. Ahora bien, a partir de ahí os prevengo de que se le hace un mal servicio a la Iglesia vasca si la razón por la que un obispo sea aceptado en el País Vasco haya de ser que pueda decirse de él que es nacionalista. Una de las peores maneras de desauto­rizar la actuación de un obispo en el País Vasco es la de decir que su dis­curso está motivado o modulado por su ser: nacionalista vasco, nacio­nalista español o no nacionalista. Me da igual. Porque, a partir de ese momento, tened por seguro que nadie podrá reconocer en ese obispo las razones por las que Arzalluz considera que éste o aquél es un buen obispo.

Pero, ¿cuál es su sentimiento de pertenencia nacional?

Eso no os lo voy a revelar, porque creo que no debo hacerlo sin que de alguna manera se vea resentida la labor que me corresponde desarrollar como obispo. Yo pienso que lo fundamental es que cada uno intente mantener su propia identidad personal, definida por criterios, senti­mientos y motivaciones derivadas de aquella función que recibe, asume y trata de realizar con la máxima fidelidad. En mi caso, es la condición episcopal la que, sobre todo, define esa identidad personal. Y sobre esa base, creo que no revisten interés alguno las preguntas relativas a mis sentimientos de identidad nacional. Al hilo de esta cuestión, os voy a contar una anécdota muy gráfica que me sucedió en torno a una pre­gunta de ese tenor que me formularon en una ocasión.

Cuente…

Hace algún tiempo, unas periodistas me hicieron una entrevista de ésas que se conservan bajo llave y sólo se hacen públicas tras el fallecimiento del entrevistado. Me sometieron a un interrogatorio muy exhaustivo sobre múltiples aspectos de mi vida. En un momento determinado, me preguntaron por mis convicciones políticas: querían saber si era nacio­nalista vasco. Les dije, como a vosotros, que no iba a responder a esa pregunta. «Mire usted -repusieron-, esta entrevista no se publicará hasta después de su muerte. Entonces, usted se encontrará ya en el cielo. Y una vez en el cielo, ¿qué más le dará lo que se publique sobre los sen­timientos que usted tuvo en vida?» «Sí -les respondí-, yo puedo imagi­narme que estoy en el cielo, pero la realidad es que estoy aquí. Y aquí no debo responder a esa pregunta.»

Una serie de libros publicados tras la Guerra Civil acusaron al clero vasco no franquista de haber claudicado en su misión apostólica para someterse a los dictados de un nacionalismo racista, sectario y anticristiano. Entre los trabajos más conocidos había El Clero y los católicos vasco-separatistas y el Movimiento nacional, editado en 1939 por el Centro de Información Católica Internacional de Madrid, y también una obra del P. Pedro Al tabella, que salió a la luz el mismo año bajo la rúbrica El catolicismo de los nacionalistas vascos. En sus famosos Imperativos de mi conciencia, don Mateo Múgica rechazó las imputaciones contenidas en estos dos libros, a los que acusó de echar «a los cuatro vientos especies tendenciosas y afirmaciones gratuitas y acusaciones mentirosas para manchar la memoria de los muertos, de los vencidos y de los vejados». Hoy, sesenta años después, se puede constatar una nueva oleada de publicaciones difamantes que toman al clero vasco como el principal objetivo de sus denuestos. Es el caso —por citar tan sólo algunos de los más recientes— de ETA pro nobis, escrito por Iñaki Ezkerra, y Los curas de ETA, del periodista Jesús Bastante. ¿Es inevitable que el españolismo recalcitrante arremeta contra los miembros del clero vasco que dicen o hacen cosas que no le agradan?

Una vez más, se trata de un planteamiento que se hace desde la pers­pectiva política. Lo que hay que preguntar es qué motivaciones tienen esas personas que, desde una perspectiva estrictamente política españolista, consideran conveniente formular ese tipo de acusaciones contra el clero y los obispos vascos. Ésa es la pregunta. La respuesta os la puedo dar yo —la mía, por supuesto-, pero la podéis encontrar también voso­tros, porque la interpretación no deja de ser siempre, de alguna mane­ra, subjetiva. Ahora bien, yo creo que ese fenómeno no es solamente consecuencia de ese inevitable planear de la política sobre los temas religiosos. Es consecuencia de algo mucho más grave. La política, por su propia naturaleza, es globalizante, envolvente de la totalidad de la vida social. Todo aquello que puede servir a una determinada causa política es automáticamente instrumentalizado y puesto a su servicio. Si eso es así, a no ser que exista un grave y serio reconocimiento de la indepen­dencia y de la entidad propia del hecho religioso con respecto a lo secu­lar, el político que tiene el poder tratará de utilizarlo y de servirse de la Iglesia y de la fe para sus propios intereses. Ésa es la cuestión. No sólo ocurre con la Iglesia. Ocurre también con la educación, con los medios de comunicación, con la economía e incluso con el deporte mismo, por ejemplo. Es la permanente tentación de la eficacia a cualquier precio, puesta al servicio de los intereses de la política.

Pero esa reflexión está en contradicción con aquellas posiciones de la Iglesia que apostaban por intervenir en política a través de organizacio­nes políticas de signo católico. ¿Qué ocurre, por ejemplo, con los parti­dos demócrata cristianos?

Los partidos demócratas cristianos han de ser tales por buscar su inspi­ración en el mensaje cristiano. Otra cosa, muy diferente, es que su polí­tica sea la que haya de servir mejor a la Iglesia y al cristianismo. O, qui­zás más precisamente, que su política sea la única acorde con el evange­lio. La política siempre lleva consigo, por naturaleza, el factor poder. El poder es algo inherente a la política. Y en eso se diferencia de la Iglesia | 1 y de la fe, que tienen que jugar con las adhesiones hechas desde la libertad personal. Y si busca la complicidad del poder que pueda venirle de la política, está recurriendo a algo que no es lo suyo. Que haya una ins­piración cristiana en la acción política está bien. Pero que la Iglesia pre­tenda servirse de los métodos de la política para desarrollar su misión evangelizadora es un error, un planteamiento equivocado. La Iglesia ha caído muchas veces en esa tentación. La experiencia nos muestra muchos ejemplos de ello a lo largo de su historia.

Por supuesto que sí. Nuestra experiencia, por ejemplo, dice que la COPE, la emisora de la Conferencia Episcopal Española, está al servicio de unos intereses políticos muy concretos y determinados. Digámoslo más preci­samente: está al servicio del Partido Popular.

Les acabo de decir que la Iglesia cae también en esa tentación. Pero yo, en mis planteamientos pastorales, no tengo por qué hacer mías las equivocaciones en las que puede caer la Iglesia cuando pretende servirse de la política para sus fines. ¿Qué espera la Iglesia a cambio de la platafor­ma que ofrece la COPE a un gobierno o a una determinada formación política? Es muy probable que haya algo de lo que vengo diciendo.

Para el dominico Niceto Blázquez, «el nacionalismo es pecado». Por su parte, la Instrucción Pastoral sobre la «valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias» reprueba desde el punto de vista moral lo que define como «secesión unilateral». Sin embargo, como usted pone de manifiesto en su libro De la Ética y el Nacionalismo, el dis­curso del Papa Juan Pablo II al cuerpo diplomático (14 de enero de 1984) no considera que la secesión sea, sin más, un mal que atenta necesaria­mente y por principio contra el bien común, los derechos de los ciudada­nos o la solidaridad que debe existir entre los pueblos. Antes al contrario, sostiene que los supuestos que puede ofrecer la realidad son muy diversos y que el juicio ético en relación a la pretensión secesionista de un territo­rio, ha de ser necesariamente distinto en cada uno de ellos. ¿Es así?

Siempre me he rebelado contra las simplificaciones superficiales y frívolas. Los juicios éticos formulados a grosso modo, sin el debido discerni­miento de la realidad concreta, ni aciertan, ni iluminan, ni hacen justi­cia, ni contribuyen a cubrir la función de la ética. El discurso del Papa al que os referís no formula un juicio condenatorio general contra la secesión de un territorio, porque los supuestos que puede ofrecer la rea­lidad son de una gran variedad. Esto, por otra parte, es tan obvio que casi no requiere ser explicitado.

¡Es cierto que, como se ha dicho, la citada Instrucción Pastoral manipu­la y mutila documentos papales y declaraciones doctrinales de la Iglesia?

Algunos sectores de la Iglesia vasca pusieron en circulación un escrito en el que identificaban varias formas de mutilación y manipulación. Pero más allá de la incorrecta utilización que en dicha Instrucción se haga de ciertos documentos papales, mi opinión sobre la misma está recogida en la obra De la ética y el nacionalismo. La secesión en sí no es necesaria­mente un mal. Y, en todo caso, se deben analizar las vías por las que haya de alcanzarse.

Por cierto, hablando de la Instrucción y sus autores, ¿aceptaría usted una condecoración como la Cruz de la orden de Isabel la Católica, que tiene por objeto premiar los comportamientos extraordinarios de carácter civil que redunden en beneficio de la nación española? Rouco Varela la recibió. Y todo el mundo dio por supuesto que fue por los servicios que prestó a la nación española al promover dicha Instrucción. Desconozco las razones por las que se concedió a Rouco Várela ese reco­nocimiento, aunque no dudo de que habrá hecho sus méritos para obte­nerlo. Pero, ¿creéis posible, de verdad, que a mí me puedan conceder una condecoración de ese tipo? No creo, francamente, que vaya a encontrarme ante la tesitura de aceptarla o rechazarla. La medalla que a mí me concedió la Diputación de Guipúzcoa fue por mi servicio al pue­blo de Guipúzcoa.

El Papa Juan Pablo II es un nacionalista polaco firmemente comprometi­do con la afirmación nacional de su país frente al imperialismo soviético. Un hombre que ha mostrado en numerosas ocasiones su solidaridad con respecto a algunas naciones sin Estado. Un hombre que rué capaz de abanderar desde el Vaticano el reconocimiento de Eslovenia como país independiente; algo por lo que fue criticado en algunos círculos que le acusaron de haber desencadenado, irresponsablemente, una delicada serie de actos de reconocimiento. Sin embargo, en el tema vasco ha demostra­do una actitud más bien huidiza. Remisa. Poco comprometida. Y ello, aun a pesar de que el País Vasco ha sido una cantera inagotable de curas, monjas y misioneros. ¿Por qué en el caso vasco no ha sido capaz de supe­rar las rígidas pautas de la diplomacia?

No creo que para conocer y, sobre todo, valorar las posiciones que el Papa ha mantenido durante sus años de mandato en relación con los fenómenos políticos de carácter nacionalista sea correcto apoyarse en interpretaciones -no siempre suficientemente ponderadas- sobre lo que hizo o dejó de hacer en algún caso concreto, o en ocasiones más o menos puntuales. Hay un libro muy interesante, publicado reciente­mente por dos autores catalanes, en el que se recoge el magisterio y la actuación del Papa sobre el tema de las naciones, las nacionalidades y los nacionalismos. Merece la pena leerlo, porque recoge con bastante detalle cuál es el pensamiento del Santo Padre en relación con este tema. En todo caso, pienso que los casos de Croacia y Eslovenia, en relación con su identidad nacional, eran menos complejos que el del País Vasco.

En 1995, Juan Pablo II decía desde la tribuna de las Naciones Unidas: «El problema de las nacionalidades se sitúa hoy en un nuevo horizonte mun­dial, caracterizado por una fuerte movilidad^ que hace los mismos confines étnico-culturales de los diversos pueblos cada vez menos definidos, debido al impulso de múltiples dinamismos como las migraciones, los medios de comunicación social y la mundialización de la economía. Sin embargo, en este horizonte de universalidad vemos precisamente surgir con fuerza la acción de los particularismos étnico-culturales, casi como una necesidad impetuosa de identidad y de supervivencia, una especie de contrapeso a las tendencias homologadoras. Es un dato que no se debe infravalorar, como si fuera un simple residuo del pasado y requiere más bien ser analizado, para una reflexión profunda a nivel antropológico y ético-jurídico.» ¿En qué medida puede contribuir esta reflexión a inspi­rar la solución que necesita el problema vasco?

En la medida en que puede contribuir a contemplar con mayor norma­lidad un fenómeno que en ocasiones se ignora, o incluso se desprecia, desde posiciones teóricas que anteponen la dimensión global universal a cualquier otra forma de comprender las referencias comunitarias del ser humano. En un mundo globalizado, como el actual, no falta quien tiende a minusvalorar las identidades culturales de los pueblos y conci­be a la humanidad como un colectivo único que, queramos o no, ha de llevar a la homogeneización de la humanidad. Es una visión excluyente que rechaza aspectos de la dimensión antropológica y comunitaria que todavía son importantes y que el Papa quiere subrayar. Las formas uni­formes que tiende a imponer la globalización están reavivando las afir­maciones socioculturales de carácter particular. Pienso que todo ello debería inspirar la solución política que ha de buscarse para el conflicto que padecemos aquí y que no puede reducirse a la violencia de ETA.

En su Reflexión ética sobre la función del Estado y déla Soberanía en una sociedad pluraly apuesta por la búsqueda de una nueva ordenación jurídico-política del Estado plurinacional, y se muestra partidario de explo­rar imaginativamente, y por las vías del diálogo, fórmulas novedosas que hagan posible el cambio, desde la voluntad sincera de realizarlo en justi­cia y libertad. ¿No es un programa muy revolucionario?

En ese trabajo al que os referís, planteo la necesidad de hacer un gran esfuerzo intelectual e imaginativo con objeto de repensar las ideas aso­ciadas a las realidades distintas que son la nación, la ciudadanía y el Estado en una sociedad plural como la vasca. Mi propósito consiste en iluminar, en la medida de lo posible, algo que tiene que ir más allá de las afirmaciones que pueden hacerse desde un punto de vista estricta­mente político. Por ejemplo, cuando se afirma que España es un Estado plurinacional y a renglón seguido se sostiene que Euskadi es una nación, ¿qué idea de nación se está manejando en uno y otro caso? ¿La idea de Euskadi como una nación única y monolítica, que se impone inexora­blemente a todos los ciudadanos que la habitan —es decir, una idea exac­tamente igual a la que tantas veces se ha denostado en el caso de España—, o una concepción más abierta que lleva a su vez al reconoci­miento de su plural condición nacional? Cuando se reivindica el dere­cho a la autodeterminación del pueblo vasco, ¿se piensa en un derecho puesto al servicio de una nación única o de una nación plural? Porque el contenido mismo de ese derecho a la autodeterminación sería distin­to en uno y otro caso. ¿Qué es lo que pretende el nacionalismo vasco cuando afirma «la nación vasca»? ¿Reproducir en Euskadi el modelo de Estado-nación implantado en España o buscar otro modelo en el que la opción nacional sea libre y no venga impuesta por la autoridad pública? Es preciso plantearse estas cuestiones si lo que se busca es no solamente la pacificación del País Vasco, sino también su normalización jurídico-política. Una normalización que sea fruto del diálogo. Lo cual exige fle­xibilidad, porque, ¿qué se quiere decir cuando se afirma desde el seno del nacionalismo vasco que «el pueblo vasco será lo que quiera»? Si los marcos de convivencia en sociedades plurinacionales descansan sobre pactos bilaterales, habrá que ver también qué es lo que quiere la otra parte, ¿no? O, dicho en otros términos, lo que quieren los vascos -supo­niendo que, cuando se utiliza en este contexto, el término vascos inclu­ye a todos los ciudadanos que viven en el País Vasco— tendrá que ser debatido con lo que quieren los españoles que no son territorialmente vascos, pero son también parte interesada. Porque, como antes decía, en las democracias plurinacionales, el simple juego de las mayorías no

puede desconocer el significado cualitativo que cada colectivo nacional tiene en la adopción de las decisiones comunes. Hay todo un mundo de reflexión teórica en torno a esta cuestión, que es importante desarrollar en una sociedad como la vasca en la que coexisten diferentes senti­mientos de pertenencia nacional.

Muy interesante…

Cuando desde el mundo nacionalista se habla de que «el pueblo vasco será lo que quiera», creemos que se está pensando en una solución con­sensuada alcanzada en Euskadi, con el concurso de todas las sensibili­dades nacionales que conviven o intentan convivir en su seno. Una fór­mula de convivencia capaz de obtener, primero, un respaldo mayoritario aquí, y que después habrá de ser reconocido por las instituciones centrales del Estado. Con todo, no hay que olvidar que la propuesta del lehendakari habla de un pacto con España, lo que implica un consenso de voluntades bilateral. De una única voluntad no puede nacer un pacto. Pero dejadme insistir en la importancia que encierra el conteni­do material de la fórmula que se alcance para articular la convivencia. Si la solución que se adopte parte de la existencia de una sola y única nación que exige una lealtad inquebrantable a todos sus ciudadanos, tal solución será percibida como impuesta por un elevado porcentaje de la población. Y es lo mismo que la nación única así impuesta sea la espa­ñola o la vasca.

Continué…

En una sociedad plural, donde viven y se expresan diferentes adhesiones y lealtades nacionales, las fórmulas de convivencia no pueden descansar sobre el simple juego de las mayorías. ¿O es que la democracia se redu­ce a una cuestión de números? ¿O es que en democracia no hay nada digno de ser respetado más allá de las voluntades mayoritarias? La democracia numérica —la que funciona por las vías de las decisiones mayoritarias— sólo puede ser justa si se apoya sobre presupuestos prepolíticos, fruto de la adhesión de todos a unos valores que no son discuti­dos ni por las mayorías ni por las minorías. Cuando esos valores se cues­tionan, aunque sea por una parte minoritaria de la población, el juego de las mayorías aritméticas ha de ceder ante las exigencias de consensos cualitativos respetuosos de los derechos democráticos fundamentales de todos.

Pero eso exige que todo el mundo reconozca que el punto de encuentro que garantiza la convivencia pacífica en Euskadi tiene que ser distinto al que asegure esa misma convivencia en otras comunidades del Estado.

Seguramente sí, pero digamos también que es preciso plantear cuestio­nes previas al estricto funcionamiento de la democracia formal, que resuelve sus problemas con arreglo al juego de las mayorías. Es preciso plantear previamente una cuestión de principio relativa a los derechos de los ciudadanos, que han de ser inexorablemente reconocidos porque existen previamente al juego de tales decisiones. Tenemos que ver cuá­les son los derechos de los ciudadanos de un pueblo como es el vasco, que está configurado por opciones nacionalistas diferentes dentro de sí mismo, las cuales no se pueden resolver sólo con los números, ni tam­poco únicamente a través de la legitimidad formal de la Constitución española, ni atendiendo sólo a la reivindicación de un nacionalismo que pide para Euskadi un modelo de Estado en el que la ciudadanía numé­ricamente considerada sea la que diga para todos lo que tiene que ser su opción nacional y lo que no tiene que ser.

Ese planteamiento que usted hace se acepta hoy con más facilidad dentro del nacionalismo vasco que entre las gentes nacionalmente adscritas a España. Las tesis que se postulan en la propuesta del nuevo Estatuto, por ejemplo, están más cerca de esa visión que las que defienden los partidos políticos que tienen a España como su comunidad nacional de referencia. Hay un dato de partida incuestionable, y es que el País Vasco es enorme­mente plural desde el punto de vista de los sentimientos de pertenencia y de identidad nacional: algunos se sienten sólo vascos; otros, sólo españo­les, y entre medio se sitúa una variada gama de gentes que se sienten más vascos o más españoles en diversos niveles y grados. Pues bien, los parti­dos políticos de adscripción nacional española reconocen esa pluralidad en un plano exclusivamente formal, pero se niegan radicalmente a que adquiera estatus legal. Cuando desde el nacionalismo vasco les decimos que sólo nos sentimos vascos, nos responden: «Tú te sentirás como quie­ras, y yo soy tan tolerante que no te impido que lo hagas. Pero te sientas como te sientas, desde el punto de vista legal sólo puedes ser español. Ante la ley, o eres español o eres apátrida en tu propia tierra. Elige. Tertium non datura Y cuando pedimos, por ejemplo, que desde una co­mún ciudadanía se nos equipare absolutamente en el disfrute de unos mismos derechos y libertades y que cada uno pueda elegir legalmente su propia nacionalidad, la vasca o la española, nos acusan de excluyentes. Nos tildan de sectarios sólo por pretender que la ley nos reconozca algo de lo que ellos ya gozan.

Estoy de acuerdo plenamente con este planteamiento. Los modelos de Estado que están apoyados en una soberanía supuestamente nacional, que deriva de la necesaria identificación de todos los ciudadanos con una sola identidad que es la identidad instituida por ese Estado, no resuelve los problemas que se plantean en las sociedades nacionalmente plurales, porque en este tipo de sociedades, el voto del ciudadano no es un mero número que se suma indistintamente a los demás. Es algo que tiene una significación cualitativa, que no es otra que la expresión de una opción por su nación. Una opción que ha de ser libre y no impues­ta por el Estado.

Cuando le preguntábamos si este tipo de planteamientos no resultan exce­sivamente revolucionarios, pensábamos, sobre todo, en lo que puedan tener de inasumibles para muchos de los que profesan un sentimiento nacional de carácter español. Porque en el ámbito nacionalista vasco ha penetrado ya la idea de que una sociedad vasca políticamente normaliza­da no puede descansar sobre pautas y modelos uniformes. Quienes más intransigentes se muestran a la hora de aceptar que los sentimientos de identidad nacional distinta a la española puedan gozar, también, de un reconocimiento legal son, hoy por hoy, las personas y grupos que refieren a España su sentimiento de pertenencia nacional. La gran mayoría de ellos no admite que la ley pueda reconocer a sus conciudadanos una nacionalidad distinta a la española, que es la que ellos sienten como suya. Y, aunque resulte paradójico, tachan de totalitario y excluyente el mero hecho de reivindicar el reconocimiento legal de un sentimiento de perte­nencia nacional distinto al que ellos tienen como propio.

Todo ello es el fruto, no sé si inconsciente o políticamente interesado, de confundir la nación con el Estado. Yo he hecho notar en bastantes de mis escritos que esa imagen que representa al nacionalismo vasco como una ideología que parte de una concepción monolítica, cerrada y excluyente de la nación vasca es una imagen ficticia, creada interesada­mente, y que responde a un determinado interés político: al interés de que no aparezca ante la opinión pública una visión abierta, cívica y plu­ral del nacionalismo vasco. Yo he denunciado en más de una ocasión la inmoralidad que entraña el empeño —muy extendido, por cierto- de asimilar el nacionalismo vasco a una concreta forma de nacionalismo uni­tario, totalitario y excluyente. Y creo que el intento de desenmascarar esa pretendida identificación es uno de los servicios que tiene que pres­tar un obispo al necesario discernimiento de la realidad político-social, sin que por ello haya de ser considerado políticamente como naciona­lista vasco. Con todo, no estoy muy seguro de que en las formulaciones del nacionalismo vasco se haya asimilado suficientemente este tipo de planteamientos conceptuales que apuestan por diferenciar los conceptos de nación, nacionalidad, ciudadanía, Estado… No veo claro que cuan­do algunos nacionalistas vascos afirman cosas como la de que «Euskadi es una nación» no partan de una idea uniformista del hecho nacional, que exige lealtades únicas e iguales a todos sus ciudadanos. Una idea según la cual esa nación monolítica acabaría resultando una imposición sobre todos aquellos ciudadanos que no la conciben así.

Pero esas ideas que acaba de expresar le harían, hoy y aquí, merecedor del calificativo de nacionalista vasco. Relativizar el concepto de nación única que deriva de la Constitución, sostener -como usted hace- que en una comunidad política de carácter plurinacional —como es la española— no es legítimo imponer legalmente, y en virtud del simple juego de las mayorías, una única nacionalidad a todos los ciudadanos le sitúa, para muchos, entre los separatistas jibarizados, tribales y peligrosos. Para decir lo que os he dicho no hace falta ser nacionalista vasco ni dejar de serlo. Basta tener una concepción elemental acerca de lo que es el Es­tado y su misión, que no es otra que la búsqueda del bien común con el respeto debido a la dignidad humana y a los derechos individuales y co­lectivos. Yo defiendo lo que creo que es la verdad coherente con la objeti­vidad de lo que es una organización política que está al servicio de la per­sona. Y eso vale para todos y en todas partes. Ahora, si alguien considera que afirmar estas cosas es ser nacionalista vasco, quiere decir que quien defienda estas mismas ideas para España será nacionalista español, ¿no?

Con esa consideración, casi regresamos al principio. Según se refieran a Euskadi o a España, unos mismos planteamientos producen efectos radi­calmente distintos. En el primer caso, te convierten en un nacionalista vasco. En el segundo, en un no nacionalista. Pura asimetría.

Efectivamente, así es. Pero el planteamiento que intento defender com­porta exigencias para todos. También para los defensores del derecho a la libre autodeterminación del pueblo vasco. Si no existe un consenso en torno a quién, a qué, a cómo y a sobre qué hemos de autodeterminarnos los vascos, ¿por qué se hace de ese derecho a la autodetermina­ción, sin más, un caballo de batalla como si fuera una cuestión de vida o muerte? ¿No sería mejor que nos pusiéramos de acuerdo sobre lo que tiene que ser un modelo justo de convivencia político-social, para que sepamos a favor o en contra de qué nos autodeterminamos?

Pero quienes parten del presupuesto de que no hay más marco de convi­vencia que el que define la Constitución española de 1978 no admiten que haya que ponerse de acuerdo en torno a ningún nuevo modelo de convivencia político-social. Para ellos ya está acordado el único posible. Fuera de él no aceptan ningún otro, y les da igual que el respaldo que obtuvo en referéndum fuera más bien escaso. Con esto queremos decir que los planteamientos que usted formula son, sin duda, sugestivos y coherentes en un plano estrictamente intelectual, pero muy difíciles de insertar en la dinámica política cotidiana, que habitualmente se desen­vuelve con arreglo a esquemas mucho más simples.

Así nos va. De cualquier manera, quede claro que yo no pretendo que los políticos apliquen como fórmulas estrictamente políticas las ideas que propongo. Pero lo que no puedo hacer como obispo es hablar sola­mente de las dificultades que han de afrontar los políticos, sino también de lo que creo que ha de ser coherente con la concepción personalista y democrática de la convivencia cívica en nuestro pueblo.

 

3 comentarios en «Nuestra entrevista (Erkoreka, Beloki, Anasagasti) al Obispo Setién preguntándole por todo.»

  1. Setien es uníco, inteligente y un buen Obispo….
    No le perdonan su rectitud y coherencia.
    Al menos hoy descansa en PAZ.

  2. El señor Setién valoraba estas cuestiones de un punto de vista infantil y posmoderno…progre…sin tomar en consideración la Historia de la Nación Española, de la que los vascos fueron siempre parte fundamental…El concepto de «soberanía nacional» se le escapa claramente.

    Para este señor los españoles y los vascos son dos pueblos enfrentados desde los tiempos de Altamira…es básicamente un exponente local de la Teología de la Liberación y del indigenismo más ilusorio.

    Vamos, que de política sabía muy poco.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *