Bada gure herri-tradizioan barren-barrenetik sustraitutako abesti bat. Baga, biga, higa da eta soinu eta hitzen kateatze bat da, itxuraz kaotikoa, baina benetan esanahi bat duena, geroago ikusiko dugun bezala.
Horregatik, ez da harritzekoa sorginkeriari edo antzekoei buruzko filmetan (La pelota vasca, esaterako) soinu-banda gisa erabili izana. Baina, zalantzarik gabe, Mikel Laboa handiari zor diogu gure artean hain goratua egotea, berak erreskatatu zuelako duela mende erdi eta maisulan bihurtu zuen esanahirik gabeko beste soinu-elementu batzuk gehituta. Klikatu ondoko estekan entzuteko: BAGA-BIGA-HIGA. Beste barik, sublimea…
LETRAREN EGITURA. Izatez, zenbakien aurreneko letra biak erabiltzen dira eta, letra bi horiek erabiliz, beste hitz batzuk eraikitzen dira. Horrela, BAt > BAga, BI > BIga, HIru > HIga, LAu > LAga, BOst > BOga, SEi > SEga…
Abestiaren
hainbat aldaera dago han-hemen baina oro har hau da estandartzat hartzen dena,
bloke bitan banatua:
Xirristi-mirristi, gerrena plat, olio-zopa, Kikili-salda, Urrup edan edo klik… Ikimilikiliklik…
LAUDIOKO ALDAERA. Baina idazki honen ekarpen nagusia izango da aditzera ematea Laudion ere jaso zela herri-abesti honen bertsio bat, propioa. Behinik behin, lehen blokekoa, zenbakiei erreferentzia egiten diena. Azkuek jaso zuen duela ehun bat urte, herri horretan euskara oraindik ohiko hizkuntza zenean nagusien artean, galdu aurretik.
Hauxe da onomatopeiaz osaturiko Laudioko abesti misteriotsua:
Bistan denez, bederatzigarren zenbakira arte heltzen zen, «tronpa!» batekin amaitzeko. Lekeitioko apaizak, honela itzuli zuen gainera «Uno, dos… bochorno, palillo, ajo, ¡trompa!»
Hala ere, beti izango da zaila horren interpretazio fidagarri bat egitea, misterioa bere baitan daramalako herri-kantu misteriotsu sakon horrek. Dagoen-dagoenean utziko dugu beraz, bere dohainak biluztu barik. Tartean, begiak itxi eta goza Laboaren maisulanarekin.
El gato ha levantado las mayores desconfianzas y recelos
entre nuestros antepasados a pesar de llevar conviviendo con nosotros desde
hace milenios (se estima que la domesticación del gato comenzó entre el 7500 a.
C. y el 7000 a. C).
Y es que, dejando a un lado estas últimas décadas en las que ha pasado a convertirse en mascota, el gato nunca ha sido en nuestro entorno rural un animal en el que se haya confiado. De ahí que en la cultura popular existan en torno a él extrañas creencias y se les practique ciertos rituales. Os acerco uno de ellos, de primera mano además, ya que mi padre lo practicó en sus años jóvenes.
Todos somos conscientes de que los gatos son de un carácter muy independiente e imprevisible y que, aunque demos por hecho que están domesticados, en realidad han sido de pocas concesiones a los humanos, de dominar ellos la situación, apareciendo y desapareciendo a su antojo por las dependencias de los caseríos. Katua harro da se dice en euskera, ‘el gato es orgulloso’. Nada que ver con el carácter fiel, sumiso e incondicional del perro.
Gato con inquietante mirada en Ituren, Nafarroa.
EL RITUAL. Pues bien. Al traer un gato nuevo a casa —supongo que por refrescar los genes— existía el riesgo de que se fugase por no identificarse con el lugar. Pero pronto encontró la sabiduría popular un remedio para ello. Consistía en introducir al gato dentro de un saco y, a continuación, darle tres vueltas en sobre el fuego, el elemento más sagrado e identificativo del hogar y de la estirpe humana que lo habitaba.
Sabemos que, en lugares como Dima (Bizkaia), había además que recitar unas palabras, a modo de jaculatoria mágica, mientras se daban esas tres vueltas: etxerako zara eta etxerako izan zatez (‘eres para casa y para casa serás’).
Tras ese acto casi litúrgico, el gato quedaba unido de un modo inherente e insoslayable a aquel nuevo entorno. Y jamás se fugaría. Así recuerda mi padre (n. 1934) haberlo llevado a cabo en diversas ocasiones en la altiva aldea de Markuartu, en aquel caserío a caballo entre Laudio y Okondo que le venía dado por la línea materna.
En realidad, no se trata de una costumbre local sino bien extendida por toda la geografía vasca, tal y como lo recogió, desde Bizkaia hasta Nafarroa Beherea (Basse-Navarre), el sacerdote R. M. Azkue (1864-1951).
Ilustración de Jean Paul Tillac (1880-1969) que representa el ritual vasco de dar tres vueltas a un gato dentro de un saco y en torno al llar del fuego
ANIMAL DIABÓLICO. Que se dé un ritual tan específico no es fruto de la casualidad y sin duda responde a unos prejuicios casi atávicos respecto a ese animal. Es difícil resumir de un modo muy abreviado las creencias populares negativas que se han dado en torno al gato. Pero podemos adelantar que la del gato era la forma corpórea que adoptaban las brujas o el mismo diablo. De ahí que se considerase que tenía la facultad de trasladarse o conectar con los dos mundos, el terrenal y el del más allá.
Probablemente por eso se le atribuyeron en nuestros caseríos unas cualidades sobrenaturales que no poseía ningún otro animal: son numerosos los testimonios etnográficos que nos cuentan cómo los gatos podían predecir el tiempo y cómo había que interpretar sus señales: dependiendo de hacia dónde mirasen o con que pata se atusasen haría mal o buen tiempo. También podían adivinar por medio de sus señales las buenas o malas noticias del futuro inmediato, las posibilidades de casarse ese año o hasta la llegada de algún forastero. Y, rizando el rizo, en algunas comarcas de Aragón adivinaban si el forastero llegaría a caballo o a pie observando sus gatunos gestos.
Del mismo modo, la epilepsia infantil era atribuida en algunas de nuestras poblaciones al aliento maligno que los gatos habían exhalado cerca de las criaturas. Por estas y otras razones más, por una mezcla entre el respeto y el miedo, al gato apenas se le ha molestado y se ha dejado que hiciese libremente sus correrías por la casa y alrededores.
Es más: por su identificación con la brujería fue tan temido en toda Europa que se persiguió sin piedad, ejecutándolos a golpes o, la mayoría, quemándolos vivos en las hogueras al modo que se debía hacer con las brujas. Fue un edicto del papa Inocencio VIII en 1484 —bien respaldado por la Inquisición— el que hizo que se sacrificasen miles de gatos en las fiestas populares, quemados vivos en hogueras, llevándolos al borde de la extinción.
El gato como partícipe de actos de una bruja. Xilografía s. XVII, Biblioteca de imágenes de Mary Evan
Con esos precedentes, atenazados por sus prejuicios, no es de extrañar que nuestros baserritarras opinasen que los gatos no debían comprarse, por miedo a que se sintiesen ofendidos y se vengasen contra aquel hogar, lanzando alguna maldición o provocando alguna desgracia. Por ello, siempre se conseguían haciendo un intercambio por otros animales, generalmente pollos, pero jamás por dinero.
TRES VUELTAS. No es casualidad que ante un ser con poderes que superaban lo racional, se recurriese a rituales protectores para hacer frente a envites del mal de tan gran envergadura. Y uno de ellos es el de las tres vueltas, un viejo conocido en la cultura vasca.
Probablemente serviría para anular su vínculo con la brujería, algo que debía evitarse a toda costa en el nuevo hogar. Para ello se usa la misma fórmula, ya que se creía que las brujas eran personas —normalmente mujeres— que para acceder al mundo del maligno habían dado de noche tres vueltas a alguna iglesia. También las brujas adoptaban figuras de animales —como en nuestro caso— para pasar desapercibidas entre los humanos. La metamorfosis la llevaban a cabo tras, una vez más, girar tres veces en torno a un árbol.
Tampoco podemos olvidar que en Zeberio (Bizkaia) se ha creído que al dar tres vueltas de noche en torno al pórtico de la iglesia, las almas se hacían visibles en los cementerios, en forma de luces.
HOGAR Y MUERTE. Para finalizar añadiremos que nuestros antepasados estaban tan condicionados por los prejuicios que tenían sobre los gatos que, en caso de que a pesar de haberle dado las tres vueltas sobre el fuego, el animal tuviese tendencia a marchar, había que facilitárselo sin perturbarlo. Se introducía en un saco y se llevaba a un lugar lejano para liberarlo. Se creía que estos gatos eran los que, en esa situación, se convertían en gatos monteses. En cualquier caso, bajo ningún concepto se le podía matar porque no sería más que fuente de desgracias para aquella familia que lo hiciese.
Bajo ningún concepto. Bueno… Quizá no todo haya sido tan idílico. Veamos si no, retornando a Laudio, nuestro punto de partida, lo que recogió R. M. Azkue (1864-1951): «Una vez hicieron hablar a un gato en cierta taberna de Llodio. Uno dijo al tabernero que el vino de allí estaba mezclado. Este (contestó) que no. «Katuak esango dausku urduna dan ala ez dan» (‘el gato nos dirá si está o no aguado’). Dicho esto, agarrando al gato por la boca, le preguntó: «Zer dauko onek?» (‘¿Qué tiene esto?’). ¡Aua! parece que respondió el gato. Entonces, de rabia, el tabernero lo dejó muerto».
Pero esto es una excepción con fin cómico: no busquemos tres pies al gato, que son en realidad cuatro y cinco con el rabo.
En Gorbeia al pastor se le llama pastore y no artzain, término este último desconocido en la zona. No se trata de una carencia lingüística, como pudiera pensarse, sino la descripción de una realidad histórica. Porque en esa montaña, a pesar de lo que durante décadas mamamos de los gurús de la antropología, las ovejas son relativamente recientes. Tanto que incluso nos atrevemos a poner nombre y apellidos a sus primeros pastores de ovejas de Orozko, siendo esa la principal aportación de este artículo.
Por eso, porque no se pastoreaban ovejas, aquí no hay artzain (‘ardi + zain, cuidador de ovejas’) sino pastore, es decir, el que gestiona los pastos. Pero con la cabaña vacuna, caballar e incluso porcina, lo habitual antes de la irrupción de las ovejas. No es ninguna hipótesis nueva sino algo ya constatado incluso arqueológicamente en diferentes investigaciones (Alfredo Moraza, Joxean Mujika…). Pero no nos extendamos.
Tampoco puedo olvidarme, porque se lo debo, de cómo el padre de mi ex cuñado —José Ramón Uzkiano Larrieta (1929-2007) de Delika, ganadero de vacas— me discutía que las ovejas eran «nuevas» en «la sierra» (Gibillo / Guibijo) y que, ilegítimamente casi, habían ocupado los pastos que siempre habían sido para vacas. Yo se lo rebatía —de esto hace ya unos 30 años— hablándole del incuestionable Barandiaran y su teoría de la coincidencia de las majadas de ovejas con los monumentos megalíticos. Es decir, que los rebaños de ovejas estaban ahí desde la Prehistoria. Y es ahora cuando, aunque sea a título póstumo, he de humillarme y darle la razón: estábamos equivocados. Algo incomprensible ya que no hay más que dar un repaso por la documentación para cerciorarse que eso era así y solo así.
El pastor Luis Larrea en su chabola de la majada de Austegiarmin
Pero, centremonos de nuevo en Gorbeia. Si nos fijamos en la primera referencia documental del pastoreo en ese macizo (un pleito por los pastos y aguas de Arraba, Gorbeia, en 1520) se habla de «…que los ganados vacunos e rosines [caballar], así de dicho valle de Orozco como de la dicha anteiglesia de Ceánuri, puedan andar libre de los seles antiguos...». Nada de ovejas. Luego, en el mismo documento, se citan «…los ganados e puercos del dicho valle de Orozco«, pues, además del vacuno, grandes piaras de cerdos se alimentaban con los frutos de las hayas, en montanera. Pero, de nuevo, nada de ovejas. Tan solo al final y de manera casi testimonial se citan los echapastos ‘rebaños de ovejas’ que eran tan insignificantes que no podían considerarse como tal: «En cuanto toca a los echapastos, asentaron que, si algún vecino o vecinos de los dichos pueblos trajeren algunos ganados hasta tres o cuatro cabezas para provisión y mantenimiento de su casa, no se entienda ser echapasto«. Es decir, tres o cuatro ovejas para autoconsumo, no un rebaño.
En efecto, el pastoreo de ovejas como hoy lo conocemos irrumpe en Gorbeia a principios del XIX, hace en torno a 200 años. Ello genera no pocos conflictos y desencuentros con los pastores tradicionales de ganado mayor. En Zeanuri existen varios expedientes al respecto que ya analizaremos en otro momento. Las disputas residían principalmente en la edificación de nuevas chabolas y en que la oveja necesitaba de praderías limpias de arbolado, algo que por el contrario venía bien para el sesteo del ganado mayor tradicional.
El más joven pastor de Gorbeia, Iker Goti en la txabola de Luis Larrea. De Urigoiti y de Zaloa respectivamente, como Antonio y Miguel, aquellos primeros pastores revividos en este artículo, hasta ahora anónimos
Pero por una epidemia en el ganado vacuno y, sobre todo, por el ansia insaciable de los propietarios de ferrerías, se facilitó la «ocupación» a la chita callando de la montaña por parte de ovejeros y sus rebaños. Y es que en esas épocas las ferrerías agonizaban por falta de madera que convertir en carbón: se trataba del bien más preciado del momento y eran sus potentados propietarios, la mayoría titulares de mayorazgos, los que ocupaban los cargos políticos. Así es que no dejaron escapar aquella oportunidad para hacerse con un bien común —los árboles públicos— en beneficio de sus intereses particulares. Ellos conseguían madera y los pastores de ovejas pastizales. Y los demás, a callar y resignarse. Así es como se creó gran parte de ese paisaje deforestado de Gorbeia que hoy tan secular nos parece.
Con todo, a mediados del XIX (1845) las ovejas eran aún algo minoritario y no ocupaban todavía la parte alta del macizo. Así nos las describe Pascual Madoz con la información que le envían de los pueblos cuya demarcación territorial ocupa el macizo: «Criase en este monte, cuyos pastos son lo más substancioso de Vizcaya, mucho ganado vacuno y caballar y alguno, aunque poco, lanar en lo más bajo de su falda«. No deja lugar a dudas. Poco y en las zonas bajas de la montaña.
Austegiarmin (Gorbeia). La ocupación de los altos pastos por rebaños de ovejas no se produciría hasta el último tercio del siglo XIX
Pero la sorpresa es que, además y como ya hemos adelantado, tenemos echado el ojo a aquellos pioneros pastores de ovejas en Orozko, extraños al municipio y suponemos que nada bien vistos en el pueblo. Los conocemos gracias al primer censo de estadística del municipio (1825) en el que, de entre sus 2.867 habitantes, tan solo dos matrimonios se declaran «pastores» de oficio, como ocupación distintiva frente al ganadero normal que tenía su explotación agropecuaria integrada en el caserío y que se recogen con «labrador».
MIGUEL Y MANUELA. El primero de ellos es Miguel de Basoa que llega al barrio de Zaloa procedente de Zeanuri con 16 años —probablemente para servir— y se casa con la muchacha local Mª Manuela de Zaballa, dos años mayor que él. Cuando se recogen en el censo estadístico (1825) tienen tres hijos y vive con ellos la madre de Miguel, viuda de 60 años, María de Leiza, en el caserío Bixiola, hoy más conocido como Bekoetxe.
Al citar la profesión, el matrimonio se declara como «labrador» igual que el resto de los numerosos vecinos del barrio pero añaden el oficio de «y pastor«, algo inaudito e inexistente en aquel Orozko de principios del XIX. Sin duda, este matrimonio, quizá acuciado por la necesidad —estamos en una época de dura posguerra— se arriesga a jugársela con aquella novedosa oportunidad laboral.
ANTONIO Y TERESA. El otro de los dos pastores es Antonio de Garmendia que, a la hora de tomarle sus datos (1825) contaba con 42 años. Había llegado desde Zaldibia diez años atrás junto a su esposa Teresa de Alberdi, un año más joven, natural de Zegama y su hijo ahora ya (1825) con 18 años. Vivían en la hoy desaparecida casa de Uria o Urikoa. Pero no en la principal, sino en una vivienda «accesoria» —lo que denota su pobreza— y que en la fogueración de 1796 se describe de este modo: «…tiene también esa casa [la principal de Uria] otra antigua en su inmediación, con destino a albergue de ganados y pajar«. Bajo el mismo techo dormía también un criado de 16 años, Aniceto de Añibarro, natural de Orozko y que con seguridad haría los papeles de zagal en el cuidado del rebaño.
Este matrimonio, al contrario que el anterior, se declara nítidamente como «pastor«, es decir, el oficio en estado puro.
El pastor octogenario Luis Larrea, natural de Zaloa (Orozko)
Hablando con el historiador Alberto Santana sobre estos pastores guipuzcoanos de Zaldibia y Zegama y sobre la extrañeza de que no fuesen locales, me comentó que entre la guerra de la Independencia (1807-1813) y la primera guerra carlista (1833-1840) hubo una gran migración de pastores pobres del Goierri de Gipuzkoa hacia Bizkaia para, acuciados por el hambre, establecerse en este territorio. En algunos lugares se generaron grandes conflictos, planteándose incluso en algunos municipios la prohibición de que se avecindasen, ya que con su pastoreo de rebaños de ovejas desforestaban los bosques para crear pasto. Todo nos coincide… Añadía este historiador de conocimientos insondables que en esas fechas es aún una especialización laboral rara, como sucede con nuestros nuevos pastores inmigrantes de Orozko y que, en casos como en el ayuntamiento de Bermeo, los describen en los documentos con cierto pavor al percibir su irrupción como una auténtica invasión humana.
En origen, sus destinos son pastizales más bajos —Bermeo, Larrabetzu, Amorebieta…— por lo que intuimos que el acceso a las faldas de Gorbeia —barrios de Zaloa y Urigoiti de Orozko en nuestro caso— sería un poco más tardía y bastante más aún la ocupación de las alturas del macizo montañoso.
Por eso a mi compañero Juanjo Hidalgo y a mí nos extrañaba que todas las chabolas de pastores tuviesen apariencia de relativamente nueva y no prehistórica cuando las andábamos catalogando semana tras semana en aquellos jóvenes años de 1984-1987. Como, con cierta pena y a regañadientes, acatábamos que no se llamasen artzain sino aquel poco lucido pastore. Quién nos lo iba a decir. No neolíticos sino de hace cuatro días y encima llegados de Gipuzkoa. La que hemos liado: si José Miguel Barandiaran levantase la cabeza…
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