El ciudadano que seguía creyendo en los políticos

GRA048-VITORIA-21-03-2014-El-p_54404121952_51351706917_600_226Lo habitual es que en cualquier cenáculo o charla de café se hable mal de los políticos y que la crítica sea cruel y sin matices, como quien señala a un clan maldito donde todos son aborrecibles por el hecho de ejercer un oficio singular o tener una determinada condición. Ya se sabe: las putas, los judíos, los curas… los políticos.  Es un viejo ritual. Es el mantra de moda, mediante el cual marcamos y condenamos a los culpables de nuestras desgracias e invocamos algún tipo de purificación redentora. Los políticos -ladrones, soberbios, incompetentes- son el mal que no merecemos. Lo dicen las encuestas oficiales: los políticos son el tercer problema para los ciudadanos, después del paro y la situación económica. Y todo este ejercicio de desprecio universal al político actúa como placebo, tan inútil como irracional.

Mi observación es que la mala imagen de la clase dirigente tiene dos causas: la crisis económica y el deterioro democrático. No están relacionados, porque la ruina política ya estaba instalada en el Estado antes de que las quiebras y el paro comenzaran  a producir estragos; pero la combinación de ambos motivos ha derivado en un profundo rechazo social. De ahí a la exageración del estigma y la incontinencia emocional contra los representantes públicos todo ha sido muy rápido, básicamente porque los líderes no han reaccionado con humidad ni han escuchado el lamento social, atrincherándose en su caduco modelo y sus privilegios a la espera de que escampe. Como si su descrédito fuese fruto de una mala racha o un dilema pasajero.

No hay nada más patético que un gobernante arengando a las masas sobre la necesidad de implantar la innovación en la economía y la gestión. Pero, ¿hay un sector menos creativo y más hondamente atrasado que el tinglado político? ¿Cómo pueden nuestros líderes vendernos innovación sin aplicarla antes en las arcaicas estructuras de los partidos? Es un problema de credibilidad, porque el primer paso de todo proceso innovador es el compromiso efectivo de la dirección. Y cuando pretenden escenificarlo a modo de aproximación pirotécnica, inventan como mágico remedio de las elecciones primarias para la selección de candidatos. ¡Dios mío, qué pueril comedia!  

Sociedad contradictoria

La ciudadanía no es muy justa con sus políticos, porque la ética privada y la práctica social de los valores concretos no son mejores ni más elevadas que la mayoría de los dirigentes públicos. Son homologables: no se engaña más dentro del mundo político que fuera y no hay diferencias sustanciales en la frecuencia del robo, el fraude, la pereza o la incompetencia entre unos y otros. La gente no es mejor que sus políticos electos, digámoslo sin complejos. Por eso, cuando  los ciudadanos claman contra sus representantes, ¿contra quién protestan, quizás contra sí mismos? ¿Se ven acaso reflejados en el espejo de sus líderes?

Nuestros políticos no son extraterrestres. Han salido de la vecindad, de las aulas de nuestros colegios y universidades, de las empresas y organizaciones, de los grupos y asociaciones que pueblan este país. Así que están impregnados de los mismos defectos y virtudes de todos. Y han visto y conocido la ambición, la envidia, la codicia, la voluntad de diálogo y acuerdo, la buena o mala administración de la comunidad de vecinos y el barrio, los afanes de notoriedad, la responsabilidad, la compasión o la sensibilidad por el país, la cultura y las personas. El cazo, el amiguismo, la dejadez, la deshonestidad, la simpleza, la ignorancia, la charlatanería, el escaqueo y demás consolidadas trampas sociales no nacieron con la política: estaban y están ahí porque forman parte del triste acervo popular, junto al lado magnánimo del alma humana. ¿Quién no ha intentado colocar a un hijo, hermano o amigo en alguna empresa por los vericuetos de las influencias? ¿Por qué los políticos iban a ser mejores?

Los políticos se nutren de los valores de la sociedad y desde ella los proyectan a las instituciones. No hay más que asistir a una junta de propietarios de un edificio cualquiera para determinar la medida cualitativa de nuestra capacidad de gobernarnos: las riñas vecinales, casi siempre causadas por tonterías y mezquindades, se parecen mucho a las pendencias, no menos estúpidas, entre partidos. Y a veces también aparecen administradores de fincas que, a menor escala, se asemejan a Bárcenas, Rato, Blesa o la presidenta Barcina en el saqueo de nuestros caudales y patrimonio.    

La única diferencia entre los políticos y los ciudadanos es que aquellos ejercen un trabajo extremadamente expuesto a luz pública, mientras que el desatino e ineptitud de muchos gerentes y trabajadores solo se conoce y sufre en ámbitos privados. Verá usted, creo en los políticos por la misma razón que creo en los mecánicos: porque ejercen un oficio. De mucha responsabilidad, eso sí, pero no más respetable que otros y no menos tocado por la magia del destino que un comerciante orfebre o un inspector de aduanas. Temo que los ciudadanos no creen en sus políticos porque desconfían de sí mismos como comunidad. Esto sí que es una tragedia y no tanto la corrupción o el despilfarro. Por supuesto, los políticos y los partidos tienen que cambiar por el bien general; pero también usted, yo y todos.

No hay democracia sin políticos

Hay que decirlo con toda convicción: siendo cierto que no hay democracia sin política, ni política sin políticos, se deduce que el descrédito genérico de la clase dirigente equivale peligrosamente al rechazo global de la democracia. De ahí que proliferen las actitudes populistas y las negras ideologías salvadoras. Pongamos cifras al desencanto: en la política y los políticos creen, aún con todas sus dudas, los ciudadanos que acuden a votar en las sucesivas elecciones. Al menos un 60%, la mayoría. Hay mucha fe -en precario- en toda esa gente que no falta a la cita con las urnas. No hay nada más humano que la fe, esa sutil confianza en los demás que permite avanzar y sostenernos como sociedad.  

La política es más necesaria que nunca, porque los mercados y las fuerzas invisibles que nos manejan aprovechan nuestra perplejidad y desorientación para someternos y liquidar las libertades reales. Solo la política puede romper la desigualdad y las injusticias. Únicamente la política permite crear soluciones solidarias. Nada más que la democracia es capaz de parar los pies a la plutocracia financiera. Sólo desde la política, y no desde las emociones, un pueblo pasará de la dependencia sumisa a la independencia radical. Y únicamente unas instituciones fuertes y bien administradas podrán detener a los nuevos dueños de la economía, la educación, la comunicación, la cultura y el ocio.

Creer en la política, como digo, es creer en las personas, en su dignidad y su capacidad de convivir en la diversidad. Tener líderes es una consecuencia natural de la política. ¿Ha bajado la calidad de los dirigentes? No lo creo, de hecho están mejor preparados que los de hace treinta años. Lo que ha subido es la exigencia ciudadana y la información sobre el quehacer institucional. Somos poco crédulos, menos ingenuos y estamos mucho más implicados y a este nivel de calidad democrática no se ha adaptado el sistema, congelado en la ceremonia electoral. La sociedad ha madurado y la política se ha estancado. Los ciudadanos creerán de nuevo en sus líderes si estos abandonan la comodidad, vuelven a la calle, se arriesgan por las personas, son intrépidos, auténticos, emocionales y se apasionan por la libertad frente a la tiranía tecnocrática que viene. Por cierto, el odio a los políticos es un viejo narcótico franquista, de efectos retardados.

¡Silencio! Se censura…

A Pilar Urbano le han hecho el silencio en la tele, el cruel silencio del vacío. Su última obra, La gran desmemoria, es un peligro cierto para el sistema. La orden de silencio es jerárquica, imperativa, porque los dueños de las cadenas temen a quienes regulan el espacio digital y reparten las jugosas campañas institucionales. A Pilar Urbano le odia mucha gente: los monárquicos, por irreverente; la izquierda, por meapilas; la derecha, por inoportuna; los militares, por indiscreta; los historiadores, por heterodoxa; los políticos, por veraz… Del libro de Pilar Urbano está prohibido hablar, porque de sus 888 páginas se deslizan viejas y aplazadas verdades que desnudan las miserias de la transición española, tan ejemplar como la moral de un cura con sobrina.

 La censura adquiere la forma profesional del silencio, correcta y conveniente. La cautela es la zorra de la televisión actual. Como excusa te dicen que la Urbano solo pretende vender libros y pasear de canal en canal su irrefrenable ego. Pero no. En la historia del exitoso 23-F están casi todos involucrados, del rey al PSOE y del CESID al poder económico, y ninguno desea recordar. Ya sabíamos que España tiene una pésima memoria. El rey ha desplegado sus muchas influencias, incluyendo a su lacayo Peñafiel -encargado de la misión de enfatizar la condición de numeraria del Opus Dei de la autora como argumento ad hominempara imponer el silencio y se ignore que el sucesor de Franco anduvo zascandileando con los militares para orientar a su favor la transición, derribar a Suarez y revertirse en salvador, cuando no pasó de ser un héroe de opereta.

 La excepción es ETB, que ha dedicado horas al libro de Urbano mañana y tarde. Contra ese y otros excesos, los miembros del PP en el Consejo de EITB, asistidos por los socialistas, andan ocupados en censurar teleberris y debates. Mandan a callar sobre los presos, el derecho a decidir y demás realidades objetivas. Decretar el silencio, un silencio frío y vaticano, es el ideal canalla de España. Más fútbol y menos verdades.  

España dice NO a la democracia

congreso_no-672xXx80Siete horas duró, de la tarde a la noche, el pleno del Congreso de los Diputados el pasado 8 de abril, en el que la democracia española escenificó su rotunda mezquindad frente a la demanda de Cataluña de celebrar un referéndum consultivo sobre su futuro como nación. El debate comenzó como una mala clase de derecho constitucional, balbuceante y contradictoria, y acabó multiplicando por mil el censo de los independentistas catalanes. Deberían exhibir esta película en las escuelas de teatro para enseñar que la dramatización consiste en creerse las propias mentiras y poner cara solemne. La obra representada tenía un título previsible: “No”. Uno de los conceptos más perturbadores del desarrollo humano; pero que usado por el poder adquiere el significado de infamia. El No del poderoso es siempre un acto de violencia.

 Los actores cumplieron con su papel. Rajoy acentuó su histrionismo con una corbata rojiblanca, carnavalesca, para acompañar la farsa de un discurso cargado de tópicos, metáforas desgraciadas, como la de Robinson Crusoe, y declaraciones de afecto que sonaron estruendosamente cínicas. A Rubalcaba le ocurrió lo que a los viejos cómicos sobreactuados: sus gestos eran muecas y sus palabras, murmullos. Patética Rosa Díez y delirante Alfonso Alonso en su rivalidad neofalangista. La dignidad de la izquierda quedó a salvo en su franca minoría y la solidaridad nacionalista actuó de bálsamo para que la ofensa a Cataluña fuese menos dolorosa. El telón cayó como una losa de odio y oprobio, con 299 noes cerriles. España no es una democracia, pues cierra la puerta de la libertad y se lleva la llave de la ley.

El debate no fue correcto como se ha dicho, sino una impostura calculada. Todo era artificial, fingido, cosmético, como el rostro sombrío y profesional de los funcionarios de pompas fúnebres. Fue la retransmisión de una comedia sin inteligencia ni osadía democrática. Acaso la historia de otra oportunidad perdida. La democracia real es lo que se ve en la tele. ¡Qué espectáculo!

Usted y su personaje: la identidad múltiple

masksannoymous¿Cuántas caretas tiene usted en el armario? Eso depende de su necesidad de cambiar. Cuanto más fuerte sea su deseo de cambiar (de vida, de estado emocional, de trabajo, de ciudad…) más fuerte será adicción al uso de las caretas. A los que más les duele mirarse en sus espejos (los desgraciados consigo mismos) y los insatisfechos con su pasado son los mejores en el arte de la recreación de su identidad. Nadie pretende ser más yo que quien utiliza toda la gama de sus identidades y en ellas vuela y se dispersa sin  riesgo esquizofrénico. La identidad es una mentira moderna, una crisis transitoria provocada por la irrupción de los medios audiovisuales y digitales. La personalidad única y concreta, sin alter ego, es una simplificación de la amplia y compleja naturaleza humana, porque lo esencial no es el yo, sino la autenticidad: ser mucho más que un solo yo, pero serlo de verdad. Cuidado con el cinismo.

 La tele es el gran escenario de las caretas. Es un fabuloso baile de disfraces. Construir la imagen, definir el personaje, determinar la versión de cada día: de eso se trata en este teatro masivo. En las redes sociales e internet a la identidad se le llama perfil. Es más ecléctico. En televisión tiene usted que fijar su versión y cambiarla cuando la perciba desgastada; pero sepa que su personalidad audiovisual y digital es básicamente emocional, no es objetiva, y se hace a base de corazón, entusiasmo, riesgo y contradicciones. Con una condición sine qua non: que todas las versiones estén amparadas por la autenticidad, coherentes con su alma y no desmentidas fuera de cámara. Jamás sea usted previsible, es lo peor; pero recuerde que la identidad creativa tiene muy mala prensa.

 Alguien magistral en esta profusión identitaria ha brillado estos días en la tele y las redes, Esperanza Aguirre. Será una dirigente desalmada, de acuerdo; pero es asombrosamente eficaz en la recreación de su identidad pública, con una arrolladora capacidad adaptativa. Revilla es su discípulo. Tienen muchas caretas y por tanto mucho más éxito.  

Elogio del desacato o incitación a la rebeldía

manifestacion-independentismo-Diada-Cataluna-Barcelona_TINIMA20120912_0067_18La desobediencia cambió el mundo y lo transforma cada día. Derribó tiranías, batió complacencias, descompuso dogmas y hoy se enfrenta a sutiles enemigos mucho más peligrosos que los viejos dictadores y los míticos dioses a los que sirvieron y adoraron los siglos. En su mejor versión verbal se llama rebeldía y es el derecho latente al ensanchamiento de la libertad real, incluyendo la impugnación de la legalidad y la disposición a enfrentarse a las amenazas que se ciernen sobre aquella en forma de normas abusivas y poderes intocables revestidos de legitimidad democrática y hasta de amable apariencia. Jamás en la historia estuvo el ser humano más controlado que ahora y nunca tan condicionado por resortes invisibles; pero también nunca como hoy las personas tuvimos más oportunidades de vencer. Existe el derecho al desacato.

La ley es el problema. No la ley genérica que emana de la representación popular y sirve de marco de convivencia y zona de equilibrio social, sino la ley cruelmente impuesta, creada al servicio de los más fuertes, la ley castrante que consagra la vigencia de las fechorías de la historia, la ley tramposa que juega con cartas marcadas para beneficiar a unos y perjudicar a otros siendo iguales; la ley que sostiene la injusticia… la ley que bloquea la democracia. Como en España. Rebelarse hoy contra esa ley es tan sublime como antes la lucha a muerte contra el déspota.

¿Y qué es hoy la insurrección? Un oficio romántico pero impracticable. Para el sistema, a lo más, es el aplauso y la emoción por una gesta titánica narrada en una película o novela, pero imposible de llevar a la práctica real; un sueño, un acto de entretenimiento. Como en la publicidad: solo es imaginable rebelarse para cambiar de Coca-Cola a Pepsi, de marca de coche o pasar de Windows a Apple. Juegos infantiles y devaneos bobos del espíritu democrático. Y sin embargo, todos los días hay subversiones: el Estado orilla sus propias normas, se paralizan cumplimientos jurídicos, se desobedece a conciencia, se atacan los derechos, se violentan a las personas y se ejerce la injusticia y la desigualdad. ¿Existe algo más absurdo y surrealista que pleitear con la Administración -el contencioso- que usa los recursos públicos como defensa y ataque simultáneamente frente a los ciudadanos ofendidos por la ley?

Pero el derecho al desacato es un método, no un fin. Es el impulso de una necesidad de cambio que el poder se empeña en taponar para subsistir con sus reglas tramposas. Todas las transformaciones históricas, sin excepción, estuvieron precedidas de períodos de rebeldía con mucho sacrificio humano y todas se hicieron contra la invocación de la inmutabilidad del sistema en vigor, del rey o la ley. Los marcos legales se resisten a variar, se autojustifican en su permanencia artificial. Los cambios tienen en el desacato su precursor. No hay necesidad de revertirlo todo, sino lo inservible e injusto. La libertad es un impulso poderoso que, en su lúcida inteligencia, es capaz de percibir lo que la oprime. Y frente a ese agobio, primero es la denuncia y después, la subversión.      

¿Debe rebelarse Cataluña?

            Cataluña es un ejemplo de víctima de la tiranía de la ley frente a la democracia expresada por su parlamento y la voz de la calle. El Tribunal Constitucional (un árbitro parcial y desacreditado) le ha espetado a la mayoría catalana que, frente a sus deseos de libertad, vale más la literalidad de la norma que sus más nobles y justos propósitos. La ley niega a Cataluña su realidad de «sujeto jurídico y político soberano”. ¿Qué deben hacer ahora las autoridades catalanas? ¿Consentir o responder? ¿Humillarse o rebelarse? La encrucijada se resuelve mirando en la historia y viendo que se encuentran en el mismo punto de responsabilidad en el que antes estuvieron los revolucionarios e insurrectos que, traspasando normas injustas, vislumbraron metas superiores y dieron un impulso a la humanidad. 

              Con la legitimidad democrática en sus manos y la conciencia de que sirve a una causa razonable, deben mantener su desafío a la España castradora. Ahora no pueden ceder. Deben fortalecerse en la unidad catalanista que les sostiene. El president Mas ha anunciado su disposición a continuar y dar salida al mandato popular. Es lo justo y lo correcto. Ni un paso atrás. Mientras haya canales jurídicamente válidos deben evitar la confrontación. Y llegar hasta el extremo en el uso de estos cauces. La subversión necesita proyectar la estética de su grandeza democrática y la ética del respeto con quienes rivaliza. 

            Y como España no quiere escuchar la demanda catalana, la confrontación es una consecuencia obligada, incluso deseable. Más allá de la exigencia democrática, el choque de trenes es una metodología imprescindible: cuando se cierran las demás salidas, el conflicto político y social es el único recurso válido. Hay una libertad que pide paso y una barrera que le impide avanzar. Hay que saltarla, eso sí, con criterio, unión y responsabilidad.

Cataluña está poniendo al Estado frente a sus contradicciones, con la evidencia de que vivimos bajo un régimen de democracia retórica y vacía. ¿Que España cumple su amenaza de suspender la autonomía catalana, apelando al artículo 155 de la Constitución? Muy bien, que lo haga, y así la contienda adquirirá proporciones sociales que en poco tiempo derivarán en solución pactada. ¿Que Rajoy, invocando el artículo 8, moviliza al ejército español contra Cataluña?  Perfecto, el resultado será un escenario creativo y, aunque traumático, llevará a España hacia una segunda transición, esta vez sin trampas, de la que surgirá un estado confederal y asimétrico. Si España no sale de su adolescencia política, la subversión democrática le madurará de golpe.

¿Y Euskadi?

            Cataluña es un ejemplo para Euskadi por mucho que se señale la obviedad de que son dos pueblos y realidades distintas. Claro, pero comparten el mismo problema: las cerriles limitaciones del Estado. También Euskadi tendrá que acometer un proceso que derive en la exigencia del derecho a decidir su soberanía, un punto de partida que resolverá el absurdo político de que una minoría (españolista) impone a una mayoría (nacionalista) sus reglas de juego y marco jurídico. El desafío democrático catalán, es verdad, se parece bastante al que planteó hace una década la mayoría absoluta del Parlamento vasco y el lehendakari Ibarretxe con su Gobierno. De aquella experiencia, muy adelantada y de profunda nobleza, ha aprendido la clase política catalana. Y ahora toca a los vascos extraer lecciones de este impactante proyecto.

            Entiendo que Euskadi pide a gritos unos acuerdos básicos y un intenso, abierto y sincero debate público. Es imprescindible que el PNV y EH Bildu alcancen un pacto sobre el soberano derecho a decidir, sin que por ello deba deducirse ningún frente: pueden mantener sus discrepancias en otras políticas, pero estar lealmente unidos en un acuerdo nacional. Y a partir de este ejercicio de responsabilidad, proyectar a la ciudadanía un liderazgo y unas ilusiones de futuro que conciten el máximo apoyo popular. Llegará el momento en que haya que lanzar el reto al Estado y utilizar con inteligencia, proporción y categoría el instrumento del desacato democrático. Empezando por lo simbólico. ¿Por qué no 200 ayuntamientos vascos negándose, todos a la vez, a exhibir la enseña rojigualda? ¿Por qué no ignorar leyes vejatorias?

            Es hermosa la rebeldía cuando se tiene la razón, el entusiasmo de la libertad y el respaldo de la mayoría. Cuando la ley se convierte en yugo y la libertad está sometida a la perversión normativa, está justificado el desacato. Prácticamente, no hay más alternativa.