Lo que hay en medio del recuerdo y el olvido es solo tiempo, por mucho que nos obstinemos en rellenarlo de dolor latente o dignidad forzada. El paso de los años arrasa con todo y no nos hace mejores personas ni más felices convertirnos, individual o colectivamente, en máquinas conmemorativas. La memoria que se aferra al pasado para retenerlo o para redimirlo es un lastre, porque olvidar -olvidar bien- es nuestro único destino. Pero tan necesario como el olvido natural es una memoria sana: juntos forman el punto de equilibrio en el que lo seres humanos y las sociedades pueden vivir en paz entre el pretérito y el futuro. Conseguirlo es un arte cuyo mayor obstáculo son las prisas y la ansiedad por impedir o acelerar el olvido. El mal olvido y el recuerdo patológico nos condenan a vagar sin horizonte y con un porvenir condicionado.
Mi percepción es que determinados sectores en Euskadi tienen mucha urgencia en que los recuerdos del terror -de ETA y del Estado- permanezcan sangrantes y se prolonguen más allá de lo razonable e incluso contra lo humanamente admisible. Hay un obvio interés en forzar el sostenimiento de una memoria trágica por miedo a que se produzca un veloz olvido de aquellos hechos y sus víctimas, lo mismo que es evidente el propósito de que se precipite el cierre la historia de los años de terror para eludir las responsabilidades éticas y políticas. ¿A qué vienen esas prisas?
Tenemos un precedente que nos concierne. La llamada transición española fue un trágico ejercicio de olvido sumarísimo sobre la base de una gran falacia, la reconciliación, y de un innoble objetivo, la impunidad de la dictadura y sus autores. Se hizo a toda velocidad. Y para que aquella acción de desmemoria general resultase eficaz bastó con añadir el miedo y la ignorancia. Los daños democráticos de aquel destrozo aún los estamos pagando: monarquía corrupta, injusticia para las víctimas, proliferación de símbolos franquistas, poderes intocables, libertades recortadas, soberanía limitada, etc. La historia pasó corriendo por España: se escamoteó el conocimiento de la verdad por medio de un súbito olvido. Es muy llamativo que los que ensalzan aquella oportuna amnesia pretendan ahora que la memoria se atasque en Euskadi e interrumpir la honrosa prescripción del pasado. Sobra tanta ansiedad como impaciencia.
¿Hay obligación de recordar?
Recordar no es una obligación: es una consecuencia natural de la vida personal y colectiva. Es una necesidad práctica, un balance de pérdidas y ganancias. Pero el recuerdo no se forma con voluntad de sufrimiento, sino para todo lo contrario, como garantía de nuevas y más satisfactorias experiencias futuras. Y como España no ha aprendido a recordar, está implantando la memoria artificial, que consiste en momificar determinados sucesos con mala conciencia y como tributo a quienes se sienten maltratados por el pasado. La memoria artificial es la que se construye solo desde el poder y se distribuye de arriba abajo con la obligación de ser tenida como certeza absoluta y sentida como emoción inexcusable. La memoria de las víctimas del terrorismo está hecha, lamento tener que decirlo, con el material artificial del recuerdo uniformado y el sentimiento fingido, el mismo con que muchos historiadores redactaron el relato oficial al dictado de tiranos y vencedores. La memoria artificial es la que están diseñando las instituciones para salvar la vergüenza de cuanto no supieron evitar y de cuantas injusticias y olvido desplegaron durante décadas hacia las víctimas (y no siempre todas) de la violencia. Es algo así como la declaración de culpabilidad de la sociedad y aflicción pública hacia los damnificados del terrorismo para que la condena moral e histórica no recaiga sobre la clase política, su punto exacto de responsabilidad.
Al diseño de la memoria sobre la víctimas, efectuado en el interior de los despachos y narrado por los medios de comunicación, le falta el alma de las personas reales. No es que la sociedad quiera olvidar: es que preferiría recordar de forma menos alambicada y más noble, sin dejar a nadie fuera y sin establecer categorías de dolor. La sociedad vasca preferiría un recuerdo despolitizado, honroso, sincero y no tantos monolitos, aniversarios, ofrendas florales, placas, ponencias, foros e institutos memoriales donde los protagonistas son siempre los políticos y algunas asociaciones de víctimas airadas bajo la bandera del rencor y las heridas sangrantes. La memoria de las víctimas no se sustancia con muchos valles de los caídos. La memoria no se debate en el parlamento: se siente en la calle o es ficción.
El recuerdo oficial de las víctimas, tal y como está concebido, impide la fluidez del tiempo: se resiste a la erosión natural de los años. De ahí que precisamente uno de los instrumentos de esa memoria sean los presos de ETA. Produce tristeza decirlo, pero el símbolo más importante de la memoria de las víctimas lo constituyen los presos, entre ellos, Arnaldo Otegi, líder de la izquierda abertzale, y por tanto su permanencia en la cárcel, permitida por leyes arbitrarias, sostiene este recuerdo adulterado. La política penitenciaria está al servicio de esta zafia construcción de la memoria, moral y democráticamente indecente.
Necesidad de olvidar
Si no olvidáramos la vida sería insoportable; pero vaciar la memoria nos condenaría a una infancia perpetua. Creo que todos necesitamos el olvido más o menos lento. “Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”, escribió Borges. Algo así piensa, según creo, la mayoría de la sociedad vasca, un deseo de pasar página, pero dejando huella del reproche a quienes hicieron de la violencia (ETA y el Estado) su método de poder. La gente quiere olvidar, pero no tiene ninguna prisa. Quien la tiene es la izquierda abertzale y su error está en descuidar alguna de las condiciones del buen olvido: hacer las paces con el pasado mediante el conocimiento y reconocimiento sinceros de lo ocurrido. Su olvido es artificial.
Quizás los dirigentes de Sortu tienen demasiada confianza en que el transcurso del tiempo coopere con su pretendido olvido artificial. Se equivocan, porque con esa oportunista complicidad lo único que conseguirán será retrasar el olvido y darán argumentos a quienes preconizan la momificación de una determinada crónica de la violencia. Es verdad que la izquierda abertzale necesitaría que la contabilidad del terrorismo fuese más equilibrada, por cuanto en el relato oficial del terrorismo los muertos y damnificados causados por el Estado ocupan un papel secundario, a pesar de que sus acciones son cualitativa y éticamente mucho peores que los de la banda asesina. Por así decirlo, los patrocinadores de ETA no quieren ser los únicos malos de esta película y mientras tengan esa sensación de soledad no facilitarán el olvido.
Seamos realistas en esto como en todo: la memoria y el olvido tienen sus límites. Que nadie pretenda un final feliz, ni siquiera una paz completamente justa, y mucho menos que el olvido sea inmediato y sin secuelas. Admitamos que las víctimas no tendrán compensación suficiente. Reconozcamos que vamos a tener que tragar cierto grado de impunidad de los actos terroristas de unos y otros. Valen más estas tremendas concesiones que cualquier prolongación de los efectos del pasado sobre la vida pública. El final de todos los conflictos es siempre el mismo: una memoria precaria y un olvido demasiado rápido. No sé si será lo más justo, pero sí lo más humano.