Campeonato vasco de transversalidad

Tenemos un problema: la palabra estrella de las próximas elecciones, transversalidad, no existe. Consulte el diccionario. Es uno de esos palabros nacidos de la espesa retórica política y que por extensión hacen fortuna en las agitadas tertulias en radio y televisión. Transversalidad sería la calidad de lo transversal (lo que atraviesa o traspasa una cosa), un concepto geométrico que aplicado a la pedagogía hace referencia al currículum escolar diversificado, en el que se incluye el desarrollo de capacidades sociales y éticas del alumno. En su acepción democrática, transversalidad es una idea ambigua y algo equívoca que apela al difícil y valioso acuerdo entre partidos antagónicos. ¿De verdad hablamos de lo mismo cuando tratamos de la transversalidad?

A mi parecer, la transversalidad es un recurso estético pero vacío, tan benévolo como inútil, si se invoca genéricamente sin concretar su aplicación y recorrido. ¿Transversalidad por qué y cómo? En su sentido más profundo, la transversalidad es una excepción institucional y su eficacia responde a una situación de emergencia o de especiales dificultades históricas; pero su práctica sistemática podría conducir al desvanecimiento de las diferencias políticas y, finalmente, al exterminio de la pluralidad y la consagración del pensamiento único. La rivalidad ideológica, como la competencia en economía y en la vida misma, es tan sana que extirparla nos empobrecería y haría perder sentido a la democracia. El mundo es un maravilloso puzle de seres individuales únicos y culturas diversas cuya singularidad es compatible con los contratos sobre principios básicos de convivencia y progreso; pero un gobierno sólido sin un fuerte contrapeso de signo contrario es un riesgo despótico. La bondad es tonta, a veces.

 Lo contrario de frentismo

El campeonato vasco de transversalidad en el que la precampaña electoral nos ha metido tiene sus causas. ¿A qué viene esta exaltación del entendimiento transversal para los próximos años? Está muy claro que la demanda social de alianzas entre sensibilidades diversas está motivada por un sentimiento de rechazo total del frentismo, precisamente porque estamos saliendo de una oprobiosa época de radicalismo frentista visualizado en el Gobierno de López, fruto del pacto antinacionalista PSE+PP. Hay una oposición unánime a que la CAV vuelva a tener una administración sustentada sobre la exclusión y el sectarismo de cualquier índole, bien por expulsión de las mayorías reales o bien por ilegalización de partidos. Obviamente, la transversalidad es lo contrario del frentismo y de ese régimen a ultranza que aún reside en Lakua.

Es importante que los partidos lean bien el mensaje de unidad que la sociedad vasca les lanza para el inmediato futuro. La ciudadanía está indicando los políticos, en primer lugar, que huyan de la ficción y que sus arreglos se aproximen a la realidad: hay una mayoría abertzale y un considerable sector españolista, no nieguen esta evidencia. La gente dice: avancen ustedes sin imposiciones, sean leales con las mayorías y respeten a las minorías. Y añaden: el acuerdo es posible, no lo hagan imposible atrincherándose en sus posturas y acepten mutuas concesiones. La transversalidad es sobre todo esto: una unión elemental para solventar nuestros viejos problemas y no un calculado reparto de poder con apariencia de acuerdo dispar para continuar arrastrando los conflictos por más tiempo. Sean ustedes creativos, claman los ciudadanos.

Transversalidad a la vasca

Centrar la campaña en conjeturas sobre futuras coaliciones me parece una enorme simplicidad y una ofensa a las exigencias comunitarias. En realidad, se pide mucho más que nuevas alianzas: Euskadi quiere un liderazgo inédito, capaz de ir más allá de la mera coyuntura. La clase política vasca se juega el poco crédito que le queda. En todo caso, las fórmulas convencionales de contratos programáticos presentan múltiples contradicciones y no pocas cortedades.

Con arreglo a las previsiones, solo son posibles cuatro tipo de acuerdos parlamentarios con vocación de gobierno: PNV+EH Bildu, PSE+EH Bildu, PNV+PP y PNV+PSE. Pero es que en Euskadi hay no una, sino dos variables transversales: la clásica, entre fuerzas de izquierda y derecha, cuyas diferencias tienden a reducirse sin desaparecer; y la específica, soberanismo-unionismo, que singulariza la política vasca. Por lo tanto, no habría auténtica transversalidad si se descarta este segundo factor. Es forzoso, por honestidad intelectual, preguntarnos si las cuatro fórmulas de cooperación cumplirían el propósito transversal. Hay demasiadas dudas.

Un gobierno o pacto estratégico entre PNV y EH Bildu, aunque mixto en su proyecto socioeconómico, marginaría al sector constitucionalista y podría calificarse de frentista, al margen de sus buenas intenciones. Una alianza entre el PSE y la izquierda abertzale, aunque plasmaría la pluralidad Euskadi-España, sería un frente izquierdista y un peligro para el equilibrio entre bloques sociales. En el otro sentido, una coalición entre jeltzales y PP, mestizo en diferencias patrióticas, sería un riesgo para el deseable contrapeso entre sectores y perceptible como un frente  contra la izquierda. Y finalmente, la unión de PNV y PSE, con precedentes entre 1986 y1998, no tendría contraindicaciones teóricas y cumpliría la doble diversidad, pero legitimaría el agresivo desquite españolista encabezado por López, vigente durante los últimos tres años.

Vistas las limitaciones de los pactos clásicos, creo que el sueño transversal de los vascos se cumpliría si el próximo Gobierno tuviera el respaldo de más de dos partidos, eso sí, descartando el bloque anti Bildu, que sería la más indeseable de las chapuzas posibles, tan querida por el PP y no pocos dirigentes socialistas. Que no cuenten con semejante engendro. En mi opinión y más allá de su ejecución práctica, el nuevo Gobierno debe propiciar un entendimiento total entre las cuatro fuerzas parlamentarias para enfrentarse con pasión, todos a una y sin concesiones, contra la crisis, revitalizando el tejido productivo e industrial, priorizando el empleo, dando oportunidades a los jóvenes y garantizando una sociedad justa. Y sin perjuicio de estos objetivos, plantear a dos o más bandas una progresiva solución jurídico-política que sintetice la mayoría abertzale con la minoría constitucional, a la vez que resuelve sin complejos las secuelas del largo y trágico periplo de las violencias de ETA y el Estado.

Necesitamos una respuesta transversal, pero en su dimensión real, no la mínima y aparente versión de una administración que reparte sus poderes en parcelas estancas. Aprovechen los partidos la larga campaña electoral para escuchar a la gente. Oigan sus anhelos y presten atención a la unión y mixtura programática que exigen, que no es una ensalada tradicional, sino un compromiso estable, de rango superior a la respetabilidad de las distintas ideologías, para la recuperación económica y el audaz encauzamiento de la cuestión soberanista. Los ciudadanos les dicen: somos un pueblo pequeño, seamos una sociedad grande.

¿Y si se creara el Partido Malo?

La experiencia financiera española de crear un banco malo para concentrar en él los productos tóxicos de las entidades bancarias, fundamentalmente bienes inmobiliarios de dudosa liquidez, podría aplicarse a la política y el sistema de partidos, cuya situación de solvencia democrática y prestigio social no es menos ruinosa que la del sector financiero. Políticos, bancos y ladrillo son el trío de la desgracia del Estado, facilitada por una ciudadanía que se pliega al pastoreo y la sumisión cobarde.

¿Y se creara un “partido malo” en el que depositar a los políticos insolventes, corruptos, incompetentes, manirrotos, chaqueteros y farsantes? Desde el punto de vista democrático, la ubicación en un único partido, bajo control público, de cuantos han llevado a la ruina económica y política a España ayudaría a mejorar la percepción de la clase política y contribuiría a la catarsis del sistema, creando una línea de separación radical entre la política con mayúsculas y su peor versión fulera.

En el PM podría depositar el PP a Mayor Oreja, Esperanza Aguirre, Carlos Iturgaiz, Vidal Cuadras, así como a los Camps, Matas y los forrados con la trama Gürtel y demás operaciones corruptas, como Rodrigo Rato y gestores de las Cajas de Ahorros. El partido de Rajoy tiene muchos productos tóxicos de los que debe desprenderse para estar libre de las ataduras de la extrema derecha y las ideas cavernícolas. Por su parte, el PSOE podría ubicar en el partido malo a Felipe González y los responsables de la corrupción, la beatiful people y los GAL. Y por supuesto, esconder en él a Rodríguez Zapatero y su equipo, Pepiño Blanco, Pajín y compañía.

También el PNV podría traspasar al partido malo a sus michelines y numerosos chaqueteros, como Guevara, Joseba Arregui y otros oportunistas que después de hacer carrera en el partido se dieron de baja por ventajismo o venta al por mayor, por amor a España. La izquierda abertzale también podría colocar en el PM a la plana mayor de sus viejos dirigentes, tan identificados con ETA, Erkizia, Ziluaga, etc., a fin de que la gestión del tránsito democrático de la coalición independentista no se vea lastrada por esta gente y su rupestre ideario.

El partido malo debería acoger lo peor de la política española, a Mario Conde, que después de desvalijar Banesto pretende reivindicarse saltando a la arena electoral desde Galicia. Y a Rosa Díez, que representa la imagen perfecta de la vileza democrática y la putrefacción del sistema. En este contexto de limpieza pública, creo que habría que adjudicar a Intereconomía el papel de medio-portavoz del PM, para que su mensaje neofranquista o pseudorevolucionario fuera fiel expresión del pensamiento atroz de esta reunión de corruptos, fachas y canallas.

Toda acción regenerativa comienza por una distinción clara entre lo bueno y lo malo. Para que España pueda ser rescatada de su propia degradación, debería, primero, darse de bruces contra su triste realidad: hoy, en unas elecciones el PM sería el ganador.

 

 

¿Cuántas televisiones sobrevivirán?

De repente nos sobran muchas cosas. Hay exceso de bancos, políticos, funcionarios, aeropuertos, universidades, trenes, emigrantes… y también televisiones. ¿Y quién decide cuántas y cuáles deben desaparecer? Ni siquiera tenemos un inventario fiable. En mi recuento aparecen 12 cadenas de ámbito estatal, institucionales o privadas, que poseen unos 35 canales específicos. Contamos con 13 emisoras autonómicas de titularidad pública que se despliegan en más de 40 canales temáticos. Además, existen otras 200 estaciones locales, que funcionan por cable o señal terrestre, sin incluir las privadas de pago y las numerosísimas que operan solo a través de internet. ¿Demasiadas? No es cuestión de cantidad, sino de saber cuántas están sostenidas artificialmente y cuáles responden a una demanda social o cultural objetiva al margen de que haya o no crisis, porque si la rentabilidad económica fuese la única condición para su continuidad no se salvaría ni una. La tele es un negocio de largo plazo y corto beneficio al que se accede por objetivos estratégicos o control de la opinión.

La nueva temporada comienza en unos días. ¿Cuántas televisiones quedarán cuando concluya? El futuro es incierto para las públicas, acosadas por las deudas y la demagogia. Algunas serán liquidadas sin remedio; otras se externalizarán o serán vendidas malamente, en tanto que TVE reducirá su oferta mediante la fusión de sus canales. Va a ser una escabechina para gozo de los neoliberales y UTECA, su lobby feroz. También morirán algunas privadas. En EITB el próximo Gobierno vasco deberá redimensionar su proyecto sin prescindir de la financiación mixta. Sobrevivirá.

Tal vez la ciudadanía, con problemas más severos, asista indiferente al exterminio audiovisual. Mucho cuidado. Un hampa de poderes insaciables pretende  desequilibrar el estratégico sector de la comunicación y controlar el espectro radioeléctrico, hoy de dominio público. El modelo que viene es italiano (Antena 3 y Telecinco son mayoritariamente italianas) y derivará en una entretenida tiranía.

Pan para Punset

http://www.youtube.com/watch?v=Swdze3ubw7I

Eduard Punset es un tipo listo y no porque llegara a ministro de Cultura: con su aburrida figura y hablar cansino ha rescatado en la tele un oficio que en el mundo anglosajón goza de gran prestigio, divulgador científico. Hacer popular el conocimiento más allá de la inmensa minoría tiene mucho mérito. Antes lo intentó Manuel Toharia, un buen hombre del tiempo, pero de bajo perfil comunicador. ¿Hay que ser científico para cultivar su pedagogía? No, basta con asumir su espíritu sin traicionarlo. Así lo hicieron Carl Sagan, Desmond Morris, Martin Gardner, Richard Dawkins e Isaac Asimov; incluso algunos sabios, como Stephen Hawking (toda una marca comercial), publican libros y vídeos para no iniciados. Es difícil compatibilizar el rigor exigible a la ciencia con el lenguaje de masas. La televisión y las editoriales sueñan con realizar esa síntesis y a la espera de un Félix Rodríguez de la Fuente visionario, que exhorte al pueblo llano a amar el tesoro del saber, se conforman con el apaño de Punset, con su pelo a lo Einstein y cierto aire desaliñado.

Pero Punset, tributario de Damasio en la teoría de las emociones, ha roto los moldes de la profesión anunciando pan de molde. ¿Qué tiene que ver la ciencia con la miga? Nada, como tampoco Danacol con el ciclístico Induráin, los coches baratos con el tenístico Nadal o el bingo virtual con la rústica Esteban. Los anuncios con famosos se dividen en dos categorías. Los malos, hechos con celebridades del deporte y la farándula para publicitar cualquier artículo de consumo; y los excelentes, protagonizados por  personalidades ilustres que prestan gratis su imagen para causas solidarias. Lo irracional no es que Punset acepte ridiculizarse para sumar fondos a su Fundación, sino que Bimbo crea que el ex ministro estimulará sus ventas. Es una doble perversión: Punset encaja en el anuncio como Drácula en una campaña de donantes de sangre, mientras que la marca alimenticia contradice su marketing con una frivolidad sin precedentes. ¿Tan mal pagado está al divulgador científico?

La comunicación, qué problema (cuatro casos)

EL cine y la literatura han percibido las estructuras de comunicación asociadas a los gobiernos y partidos como centros de inteligencia para el control de la opinión pública y nidos de operaciones de las luchas de poder. En esta visión crítica los equipos y técnicas de comunicación son presentados como amenazas para la democracia. En realidad, se trata de exageraciones provocadas por el desconocimiento o temores atávicos a la información de masas. Es una cuestión de escala: si las personas tienen acceso a publicar una carta al director, hablar por radio y televisión o emitir sus mensajes en las redes sociales con su opinión particular, las instituciones y organizaciones hacen lo mismo, pero con mayor intensidad y frecuencia, sistemáticamente. Que nadie busque la igualdad comunicativa, porque ni internet permite igualar lo que es, por concepto, desigual.

La comunicación es solo un instrumento y, como cualquier otro ingenio humano, puede ser utilizado con rigor democrático o con vileza. En todo caso, del uso de la comunicación se deriva una actitud concreta hacia el entorno y escenifica la calidad de la relación con la ciudadanía, que puede ser alguna de estas cuatro: abierta, huidiza, sobria y propagandística. Pongámosle nombre: Obama, Rajoy, Urrutia y López.

Obama, el equilibrio

La ventaja del presidente americano es que cree en la comunicación como valor y como riesgo. Como valor le sirve para propagar su gestión y abrir canales de interrelación con los electores. Y como riesgo asume su disposición a aceptar la reprobación y la crítica, a costa incluso de comprometer su reelección. El binomio clásico en la dirección comunicativa era difundir las bondades de la acción de gobierno y minimizar los efectos de los errores; pero hay un nuevo paradigma: el eje de comunicación lo constituye el factor emocional, por la eficacia de su conexión. El desafecto de los ciudadanos hacia el poder no se resuelve cartesianamente. Los sentimientos son un río navegable y a través de este torrente se puede desembocar en la convicción. Se acabó el comunicador-actor que dice y hace lo que determina el guión elaborado por los asesores. Lo que importa es que el líder crea y sienta cuanto dice y hace y para eso no hay portavoz más persuasivo que el corazón.

La fortaleza de Obama es el equilibrio entre su labor presidencial y la estrategia de comunicación que le acompaña. Es ponderado en forma y fondo y se esfuerza en conectar con la esperanza colectiva. De hecho, esta es su principal baza emocional. Se muestra veraz en la sencillez y evita ser un títere cuyos hilos se mueven desde el ala oeste de la Casa Blanca. No se esconde, es proactivo en su presencia pública, procura ser cordial y no le teme a la comunicación. Es un modelo a seguir.

Rajoy, a la defensiva

La virtud de Mariano Rajoy -actuar tal como es, sin artificios- tiene la desventaja de su vacío, solo es una buena actitud de partida. No es un líder para una crisis, contra la que, además de franqueza, se requiere capacidad de arrastre para que la sociedad le siga en un proyecto épico de resistencia y salvación. Rajoy es débil para esta empresa. Y así lo demuestra con su política de comunicación, insegura, trémula y a la defensiva.

El más difícil y contradictorio de los problemas públicos es gestionar la mentira. Rajoy ha engañado a sus electores: su política es opuesta a los compromisos programáticos. Y ante el fraude responde sin convicción con la insuficiente honra del mensaje «no hay otro remedio» o apelando al tópico de la herencia recibida. Se ha atrincherado en el fatalismo, una resignación que transmite a los españoles con la inexcusable obligación del sacrificio. Y además, es plano emocionalmente, lo que puede interpretarse como frialdad hierática y despiadada ante la pobreza causada. Rajoy ha decidido inmolarse en su infortunio y cumplir su ingrato papel. Por eso, calla y recorta. Y cuanto menos dice, más deshace. Es difícil hacerlo peor, porque también ha renunciado a administrar con dignidad su fracaso.

Urrutia, poquedad

Josu Urrutia es una persona sobria y poco dada al escaparate, todo muy vizcaino. Y es así, por carácter, en lo bueno y lo malo. Pero resulta que desde hace más de un año es presidente del Athletic, cargo que le obliga a modificar su disposición pública para adaptarse a las responsabilidades institucionales en materia informativa. No dudo de su buena voluntad y valía directiva ni cuestiono a su equipo de prensa; sin embargo, creo que no ha hecho el esfuerzo preciso para establecer un criterio comunicativo acorde con una entidad tan relevante. Su escasez explicativa, enredada de prudencia, es clamorosa y no encuentro justificación a su reiterada omisión de liderazgo. Es imposible un líder silencioso.

Es verdad que, al contrario de los presidentes gárrulos a los que estábamos habituados, Urrutia es austero e incluso optó por quedarse en segundo plano en la celebración de los éxitos de la pasada temporada. Siendo plausible esta discreción, no es útil para los instantes de crisis. Y el Athletic tiene graves males, ante cuya percepción la masa social y los seguidores reclaman respuestas con cierta antelación a los desastres. En esa parquedad presidencial se adivina una imperdonable negligencia de gestión. Eludir la sobreexposición pública no es igual que ausentarse o prorrogar las comparecencias. La poquedad comunicativa de Urrutia es un problema añadido que se resuelve anticipándose a lo inevitable, fijando los mensajes, estableciendo su cadencia y manteniendo abiertos los canales informativos, con los riesgos de desgaste que toda estrategia honesta conlleva frente a la ansiedad mediática. Tanto como a la prensa, hay que respetar a la gente.

López, acomplejado

Mucho peor que un perfil comunicativo bajo es dotarse de una imagen irreal como remedio del mal gobierno o la incompetencia. El resultado suele ser la caricatura. Este ha sido el recurso de López; pero su equipo de asesores ignora que una personalidad pública artificial se desenmascara enseguida. La propaganda tiene sus limitaciones, nadie hace milagros. Y no es solo que López fuera un líder sin formación básica y carente de experiencia gestora: esto podría tener algún remedio. Lo insalvable era la tara social y psicológica con la que llegó a la Lehendakaritza, impulsado por partidos y poderes contrarios a la mayoría social contra la que se alzó un agresivo frente antinacionalista. Consecuentemente, López ha sido un lehendakari acomplejado por el peso de su ilegitimidad y toda su comunicación ha consistido en un intento desesperado de autentificarse como regidor de los vascos, propósito fallido.

El resto es una costosa historia de propaganda y un dejarse patrocinar por la radiotelevisión pública y los grupos mediáticos Vocento, Prisa y El Mundo. En la prórroga de su mandato, López se ha investido de oportunista defensor del autogobierno y valedor del modelo Euskadi, concepto incoherente con la trayectoria del socialismo y de un lehendakari vergonzantemente elegido con los votos del PP. En esencia, el problema de comunicación de la clase dirigente tiene dos caras: una, de nula autenticidad y la otra, de paranoia.