Los símbolos los carga el diablo. No debería haber nada de particular en el hecho de que por un país de gran tradición y afición txirrindulari se disputen un par de etapas de una de las tres vueltas ciclistas más importantes del mundo. Pero no nos engañemos: lo hay, y eso es algo que saben con idéntica certeza tanto los que se oponen al paso de la ronda hispana por nuestras carreteras como quienes han procurado su retorno. Y ahí, precisamente, está el pecado original.
Somos muy mayorcitos para que nos vendan según qué burras. Cuando la santa alianza que tomó Lakua al asalto aritmético decidió reclamar de nuevo la presencia de la Vuelta a España, en lo último que pensó fue en que se trataba de una competición deportiva. Es más: sin rubor y con esa cara de “ahora mando yo” que aún no se les ha quitado a los recambiadores acelerados, se presentó la determinación como una herramienta -¿o era arma?- para la normalización. En eso tampoco nos timan, porque todos sabemos que no hay anormalidad mayor que la normalidad impuesta.
La cosa es que no fue suficiente con eso. Si hacemos memoria, recordaremos que el anuncio traía en el mismo pack la solicitud de que las selecciones españolas de lo que fuera (el gran sueño era traer la llamada Roja a San Mamés o Anoeta) vinieran a hacer bolos pedagógicos a estas tierras mayoritariamente refractarias a lo rojigualdo. No había nada inocente en esa medida que fue, qué casualidad, de las primeras que nos calzó un gobierno que, a falta de capacidad de acuerdo para otras cosas más urgentes, usó como argamasa lo patriotero.
Y como prueba del nueve por si quedaban dudas, la Guardia Civil volviendo como Terminator al lugar de autos por capricho de su excelencia Rodolfo Ares Taboada. Hace falta rostro para pedir, con esos antecedentes, que no se politice la presencia de una competición que no regresa a estos parajes por ser “Vuelta”, sino por ser “a España”.