Gilead, Afganistán, Italia…

¿Cuándo y por qué una serie se convierte en obra de culto? Cuando, más allá del fondo del relato, provee de iconos y mensajes al imaginario colectivo y porque interviene eficazmente en la batalla cultural. El Cuento de la Criada se ha ganado la categoría de serie de culto, nivel que Margaret Atwood no consiguió con su novela en 1985. Más de treinta años después, la versión televisiva coincidió con el #MeToo y la eclosión de un feminismo renovado, de abajo arriba, por el que las mujeres exigen una igualdad de derechos real y no teórica ni retórica. Tuvo el acierto de configurar una estética singular, de uniformes y tinieblas, para reforzar la imagen de la esclavitud femenina en el país imaginario (o no tanto) de Gilead, la dictadura teocrática que relega a las mujeres a esclavas sexuales y úteros al servicio de familias infértiles donde se producen brutales violaciones, mientras otras señoras (las Tías) ejercen de crueles carceleras para que el sistema funcione.

En Gilead, como en nuestra época, hay mujeres fieles a la tiranía machista, como esposas sumisas y guardianas católicas de la desigualdad. Las Macarena Olona, Rocío Monasterio y votantes de Vox simbolizan la embestida de unas mujeres contra las demás. ¿Hay alguna diferencia entre Afganistán y Gilead, entre Gilead y la ultraderecha? ¿No es similar la pasividad de Canadá con Gilead que la de las democracias occidentales con la nación de los talibanes?

La quinta temporada de El Cuento de la Criada sigue su inercia de odio y violencia. La heroica June, tras matar a su agresor sexual, el comandante Waterford, marcha al rescate de su hija, en manos de la viuda, la hierática Serena, que buscará venganza en la niña. Sí, la maternidad es un valor esencial en esta historia, opuesto al feminismo extremista. Mal en Gilead, mal en Afganistán. ¿Y ahora en Italia?

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ

La bruja era el rey

Interés forzado: así se llama la sobreabundancia informativa de un asunto poco relevante para la mayoría, pero eficaz para ciertos poderes en la creación de la opinión. La desmesura mediática con la muerte de la reina Isabel II es muestra de la distancia que hay entre la realidad y la verdad. La realidad es lo que existe y la verdad, su autenticidad. Los hechos británicos de estos días le importan más bien poco a la gente; pero la tele ha decidido saturar la información de fascinación y solemnidad para vasallos. Y hasta la telebasura, en las tardes de siesta, ha cambiado su habitual escaleta para hablar de la reina fallecida y expandir el estercolero con propaganda monárquica.

Entiendo que el Reino Unido conserve sus costumbres aún en su actual crisis; pero las tradiciones solo tienen años, nada más, y como todo en la vida pierden sentido con el tiempo. Gran parte del país ha colapsado en su histeria colectiva y pretende contagiarnos sus mitos y complejos que quizás interesen a Hollywood, pero repugnan al alma democrática. El mundo tiene hoy otras prioridades que los Windsor.

Y mientras las cadenas invitan unánimemente a la necrofagia, HBO Max nos sirve la serie documental Salvar al rey con tres densos capítulos y una porción de la verdad de Juan Carlos I como comisionista, evasor fiscal y blanqueador. El relato es brillante, la mejor producción vista hasta ahora, con noticias de otra amante, algunos audios con Bárbara Rey y la delictiva labor del CNI como alcahuete y encubridor. Uno de sus ex agentes señala al Borbón como “el motor del golpe” del 23-F. Nada se cuenta de cuánto saqueó el patriota, dónde oculta lo robado y sus complots bancarios. Todos se culpabilizan por haberle consentido, salvo el socialista José Bono al decir, bobamente: “El rey no es divino, es humano”. En resumen, inviolabilidad es corrupción. Cabe imaginar a Madrid honrando a lo grande al emérito en su defunción como hizo con Franco.

La TV se premia a sí misma

El espectáculo de los premios lleva trampa: es frívola estrategia de autobsequio. Los Premios Príncipe (ahora Princesa) de Asturias se pensaron para mayor gloria del heredero (ahora heredera) de la Corona española, burda propaganda monárquica. Solo se requiere un montón de dinero y el ego de unas cuantas personalidades de aquí y de allá para organizar un festejo de pompa y circunstancia en el que todo el sistema se confabula en su farsa. Igual ocurre con las empresas que incluyen sus galardones de cultura o ciencia en su marketing de reputación. El FesTVal de Vitoria-Gasteiz es más honrado, concebido como feria de muestras del sector a la que acuden cadenas y productoras con sus nuevos formatos y series. No tiene el glamour de los certámenes de cine, pero por su alfombra naranja desfilan famosos que se hacen selfies con alumnas de institutos. De la gran pantalla a la pequeña hay más que una diferencia de tamaño.

El error del FesTVal es su obsequioso palmarés. Le dan un trofeo a todo el que se mueve. Este año han galardonado a Xabier Sardá, autor de la telebasura cañí Crónicas Marcianas (1997 a 2005), tragedia antisocial que aún se mantiene bajo otros perfiles. La distinción lleva el nombre del malogrado Joan Ramón Mainat, que fue productor de aquel engendro. Ya te digo, autopremios. Y no ha llegado a tiempo para el reconocimiento a la bilbaína Ana Blanco, la noticiera resistente a incontables vaivenes políticos y a las ambiciones de una tal Letizia, quien prefirió ser reina de España que soberana del telediario estatal.

Muy bien dado el premio a Iñaki Gabilondo por sobrados méritos y su cordura intelectual en medio de las miserias hispanas. Le echamos de menos entre tanto Ferreras y Quintana, gente de trinchera. Por no hacer reproches a la tele, el FesTVal opta por repartir premios, demasiados premios.

Mucho que contar

Foto de Angel Ruiz Azua. DEIA, 1983

¿Qué tiene pensado Euskadi para 2023, cuando se cumplan 40 años de las inundaciones que la arrasaron? Porque algo habrá que hacer, digo yo, para que la memoria haga honor al sufrimiento y la épica de nuestros pueblos y ciudades y dignifique a la gente que resistió los efectos devastadores de las lluvias torrenciales del 83. ¿Creará ETB una serie que rememore la noche del 26 de agosto y siguientes días, con sus muchos relatos heroicos y reales, de las 34 personas fallecidas, de la ruina que nos cayó encima? ¿Cómo no recodar a las brigadas de voluntarios con palas y botas contra el barro? ¿Y el ejemplo del alcalde Robles al frente de la reconstrucción de Bilbao y del lehendakari Garaikoetxea liderando la reacción vasca frente al miserable Gobernador Civil de Bizkaia, Julián San Cristóbal, implicado tiempo después en la trama criminal de los GAL?

Las historias hay que contarlas bien. Aquello no fue solo una tragedia; fue, además, el punto de partida de una gran transformación que hoy disfrutamos. Superando la mera información, los hechos -para que sean más sentidos- tendrían que narrarse en género de cine. Como lo ha hecho Apple TV+ con la catástrofe del ciclón Katrina que destruyó Nueva Orleans en 2005 y mató a miles de personas. Se llama Después del huracán y describe el desastre durante los cinco primeros días desde un hospital y su drama humanitario, cuando había que gestionar lo peor en las peores circunstancias y no contra la enfermedad, sino por el agua y la tardanza de la ayuda.

Los americanos han construido con cine y series su eficaz libro de historia, a menudo falsificándola. Aprendamos de ellos con más verdad y emoción. La libertad de una nación es que nadie cuente su historia antes que ella misma. Es la tarea encomendada a EiTB. ¡Qué paradoja, tener que invertir en ficción para crear nuestra memoria!