Las palabras y los sonidos no se los lleva el viento, ni quedan presos en soportes digitales. Las ondas sonoras siguen vivas y libres. Pensaron en la radiotelevisión vasca que había que hacer algo con su archivo de audio, democratizarlo y quedara al alcance de todos. Tenían dos palabras para darle nombre a la tarea: Gure, nuestro, y Audioa, audio. Las sintetizaron y ¡voilà!, les salió Guau, con su aproximada concurrencia con la sonoridad del wow inglés (expresión de admiración o sorpresa) y con la onomatopeya del ladrido perruno. Como marca y servicio es perfecto, de premio.
Guau se puso en marcha en febrero, vinculado a las plataformas Primeran, de vídeo a demanda, y Makusi, de contenido infantil, milagros para el ocio y la cultura que se extenderán a nuevos soportes, como móviles, televisores y coches. ¿Sabía usted que muchas personas prefieren la radio a la tele, escuchar a ver? Para esta gente Guau es una gozada, pues además de conectarles con las emisoras públicas contiene podcasts, formatos temáticos y esas perlas únicas y experimentales que solo la radio puede ofrecer por su versatilidad y prometen hacerse adictivas en su universo lingüístico euskera-castellano.
Hay otros contenidos que Guau debería darnos. ¿Por qué no escuchar las noticias de Radio Euskadi de un día cualquiera del 95 o regresar con Torrelledó a los 80? Si estos archivos están digitalizados la inteligencia artificial lo resuelve fácilmente. Volver a oír a Aznar glosando el franquismo o a Otegi ponderar las armas humeantes de antaño, así como sinsorgadas paletas sobre el Guggenheim, inspiran vivencias impagables. ¡Explícame el pasado, Arnaldo! Y es que algunos saltos al pasado nos ahorrarían muchos sobresaltos de futuro. Bajar el sonido de las nubes a la realidad es cosa de Guau, oiga.
En el mundo real -e imperfecto- se produce la disputa entre la excelencia y el error y en el que el afán por la mejora continua se topa con la certeza de las necesidades ineludibles que la impiden, retardan o debilitan. Y así nuestra sociedad parece no avanzar, aunque lo haga a pasos lentos o, como la yenka, adelante y atrás. Es en esta situación de contradicción entre lo posible y lo ideal donde toma su asiento la opción del mal menor, en el ámbito del pragmatismo o el realismo, que algunos -puristas y temerarios- consideran cobardía y traición democrática o simple excusa conservadora para que las cosas sigan igual ante la invariable fortaleza del sistema. ¿Qué sistema? Si los seres humanos no hubieran adoptado, por penuria, esas actuaciones ponderadas, aunque únicas en el cálculo moral y efectivo, estaríamos aún en la Edad de Piedra.
Sí, se llama mal menor. O lo mejor dentro de lo posible y en circunstancias concretas. ¿Qué hace un piloto ante una avería grave, aterrizar de emergencia o estrellarse? El mal menor. ¿Cómo responderíamos frente a quien nos ataca con un arma, defenderse o huir? El mal menor. ¿Y cómo actuar ante el chantaje, ceder o arriesgar con la denuncia? El mal menor. Y así es casi todo en la vida, que explica la experiencia de que lo bueno es enemigo de lo mejor y que progresar es, en ocasiones, un cierto retroceso mediante una opción provechosa e inteligente. Nadie busca el mal menor, porque este sale a tu encuentro en la pura racionalidad.
Pactar con Sánchez
El mal menor como praxis define la realidad política del Estado español desde hace por lo menos siete años, pero ya se vio mucho antes, cuando en la fraudulenta transición (que avaló la dictadura, como si nada hubiera ocurrido en ese terrible periodo histórico) y las etapas posteriores no era capaz de conformar gobiernos de coalición, que en Euskadi tienen décadas de experiencia. La expulsión de Mariano Rajoy como presidente por la vía de la moción de censura, en 2018, fue una necesidad ineludible que exigía apoyar, por mucho que sus promotores jugasen con cierto oportunismo. Fue un mal menor, por decencia política. Una época de corrupción se iba con el singular líder gallego, cuya pestilencia y desvergüenza aún no se han disipado del todo.
Lo que ha venido después -y hasta hoy- es un imparable carrusel de cambios bajo la estrategia numantina de Pedro Sánchez, junto a acontecimientos sobrevenidos (pandemia, la abrupta llegada de Feijóo, amnistía, guerra de Ucrania y ahora las amenazas antieuropeas del trumpismo) que en parte le han favorecido para mantener su inseguro gobierno. El problema no era el prestidigitador jefe del PSOE, sino su indeseable alternativa: la alianza PP con el neofranquista Vox, una declaración de guerra contra la democracia y los derechos humanos. Esa frontera era infranqueable, pues traía consigo el fin de las libertades, la abolición del autogobierno y hasta la ilegalización de las fuerzas nacionalistas vascas y catalanas; en esencia, el regreso al régimen fascista bajo otras formas. Es innegable que en el PP -con Isabel Díaz Ayuso y seguidores- hay sombras de la España cainita y autoritaria, la misma de la dictadura, y cuenta con potentes apoyos en sectores de la judicatura, el empresariado y en serviles poderes mediáticos.
Frente a esa amenaza real -ahí está la asociación de la derecha con la ultraderecha en instituciones locales y autonómicas- no había otro remedio que sostener a Sánchez, aunque su mediocridad y vaivenes no le hicieran acreedor de un pacto deseable. Y de nuevo, el mal menor: el apoyo al Gobierno central, sobre bases acordadas, era la única salida a pesar de sus contradicciones. El gran error de los socialistas es su coalición con la extrema izquierda, una alianza infame, pues difícilmente puede gobernarse una sociedad democrática cuando una parte de su administración política (y el Gobierno es un órgano colegiado) proviene de una cultura totalitaria y de la que, más allá de la retórica, no pueden desprenderse en su aspiración de supervivencia. Muchos de los males de la España actual están en la raíz de este contrato, sostenido por conveniencias de PSOE y Podemos-Sumar. ¿Cómo pudo un país con una pizca de autoestima tener como vicepresidente a un líder de extrema izquierda como Pablo Iglesias, finalmente amortizado, y ahora Yolanda Díaz, dinamiteros de un sistema (¿qué sistema?) de complejos contrapesos? Pero el mal menor obliga a las fuerzas democráticas a taponar, al borde de la emergencia, el desafío del demoledor convenio PP-Vox, aunque sea con semejante aventurismo.
Es como imaginar la locura de un gobierno en Euskadi con la participación directa de EH Bildu y su proyecto revolucionario. No, la izquierda abertzale no ha cambiado, como creen los ingenuos y acomodados de pensamiento. Solo se ha travestido al amparo del olvido de lo que fue la destrucción moral, política y económica del país y la práctica sistemática del asesinato y el crimen político bajo el liderazgo de ETA y el apoyo de una parte de la sociedad. Gobernar con ese sector social sería lo más parecido a una traición ética y anudarse al cuello la soga de la extinción democrática. Impedirlo no entra en la categoría del mal menor, sino del bien máximo. Ni en la teoría puede intercambiarse la libertad de un país por emociones nacionales y por comunidad cultural, lo que no impide alcanzar consensos en materias concretas de importancia comunitaria.
Más gasto militar
La defensa militar en un mundo desquiciado es un mal menor en sí mismo, de lo peor, como todos los sectores de la seguridad privada y pública. Nadie las quiere, excepto los uniformados; pero es una diabólica necesidad que, además, nos cuesta un ojo de la cara y la mitad del alma. Las demencias coincidentes de Putin, con su invasión criminal de la mártir Ucrania, y Trump, que desprecia la OTAN, han dejado a Europa ante el riesgo de la indefensión frente a Rusia y su política imperial. Todos los líderes de la UE están de acuerdo en la necesidad de incrementar el gasto europeo de defensa militar, proponiendo un techo de 800.000 millones de euros, algo así como el 3% del PIB de cada país. Y a la vista de las amenazas, nos topamos de nuevo con el mal menor y tener que afrontar este disparate, simplemente porque no hay alternativa en la cruda realidad. O Europa se defiende por sí sola o estaremos bajo la incertidumbre y el miedo permanentes. Quizás así tengamos una Europa más unida y fuerte, lejos de la tutela americana. Paz es vida y libertad aseguradas.
No hay más remedio, maldita sea. Así que, salvo que los versos de Rubén Darío y las soflamas del candor pacifista pudieran parapetarnos contra el zar Putin, Europa habrá de desviar parte de su esfuerzo colectivo a la trágica tarea de hacernos más fuertes en lo primario y de paso, enriquecer a la mortal industria norteamericana y la local, que también la tenemos. ¡A saber cómo se lleva a cabo esta barbaridad, el peor de los males menores!
Hay tantas cosas que cambiar y mejorar, tanto, pero solo es posible hacerlo con solvencia. Como la flexibilización de las políticas medioambientalistas, las nuestras y la que nos obligan desde Bruselas, de manera que los procesos sean menos exigentes en el corto plazo y permitan a nuestra industria llevarlo al cabo con más tiempo. Y es desagradable vernos obligados a alargar la estrategia de energía nuclear como mal menor. ¡No vamos a ser los campeones quijotescos del cambio climático, démonos un respiro! ¿O acaso en otras crisis, como la reconversión industrial, en los 80 y siguientes, cuando ETA mataba personas y esperanzas y nuestra economía acusaba su obsolescencia, no acomodamos las propias políticas fiscales a las exigencias de una época que requería fortaleza e inteligencia? Escarmentados por la frustración de la utopía, y sin que esto nos prive de soñar e imaginar sin límites, nos vamos a encontrar demasiadas veces, aquí y allí, con la necesidad del mal menor y a hacer lo posible en el ámbito de nuestro sistema (¿qué sistema?), incluso para mí, el último romántico de Euskadi.
El presidente norteamericano no comunica: golpea con mensajes imperativos, rudos pero eficaces. La humillante bronca a Zelenski en el despacho oval, junto a su vice y predicador Vance, televisada a millones de personas, explica lo que Trump ambiciona: venta masiva de armas a Europa, proteccionismo comercial y reparto del mundo. Los malos productos ya no tienen complejo y se disfrazan de transparentes; pero transparencia es información objetiva y democrática y no arbitrariedades u ocurrencias. La perversión política, como la telebasura, es temeraria y cínica, más que ver con la cultura anglosajona, tendente al cinismo, que con la latina, muy simple.
El presidente de Colombia, Gustavo Petro, ha ordenado televisar sus consejos de ministros; un absurdo, pues todo gobierno es heterogéneo. Sus discusiones internas no pueden ser expuestas, al igual que las cuitas de una pareja en la alcoba. El rasgo principal de la comunicación es el equilibrio honesto entre decir y callar, entre nitidez y discreción. En el Estado español las deliberaciones de los ministros son secretas y así lo juran al tomar posesión. ¿Y qué hacen los jefes de imagen que no detienen esta ridícula verbena? ¿Optan por el modelo MAR y suben al escenario cuando lo suyo es ser invisibles?
De joven, anteayer, quise ser escritor de discursos, speechwriter. Algunos hice para buenos candidatos y no me salieron mal. La tarea no consistía en inventar la disertación y crear un personaje, sino en hacerles un traje verbal e ilustrar sus programas y promesas con mensajes solventes y emotivos. Ellos ponían las ideas y yo las palabras, perfectamente compatibles. Esto lo hace ahora sin criterio la inteligencia artificial. Por favor, imiten a José Mújica: callen un poco y comuniquen con sustancia, sin golpear.
Nos viene bien de vez en cuando pasar por una crisis existencial, algo así como una implosión que lo ponga todo patas arriba. ¿Crisis de ser o crisis de hacer? Un poco las dos cosas, entre riesgo de identidad y catarsis necesaria. En Hollywood sufren ahora esta situación crítica de cambio bajo la depresión por el triunfo del trumpismo; pero ya venía de antes. Hollywood es progresista a su manera, con Jane Fonda como icono, por mucho que tenga furibundos conservadores como Clint Eastwood y Mel Gibson. El cine es una realidad alternativa y se vio en No other land, sobre el drama palestino, y en el homenaje a la emigración por Zoe Saldaña, dominicana de origen, en medio de las redadas contra esta gente.
La crisis existencial de Hollywood es de hace mucho tiempo, cuando renunció al arte por la industria. La televisión y la era digital han vaciado las salas, el paraíso perdido donde hoy apesta a pepinillo. El Oscar a Anora es la expresión de que cualquier peliculita sale con su premio. Merecía más respeto el relato sobre los inicios de Bob Dylan. The Brutalist, pues va de arquitectura, es un ladrillo insoportable con Brody haciendo lo de siempre, de hombre angustias. ¡Qué lejos queda de la mítica El manantial! La gran derrotada, Cónclave, con formidables actores, es una versión retardada de Las sandalias del pescador, cambiando Papa ruso por Papa hermafrodita. Y mientras, Bergoglio se muere.
¿Y qué quería Karla Sofía, el perdón de la Academia y llevarse una indigna estatuilla? Hay que tener cara para sentarse junto a colegas a cuya raza vilipendió, como si la persona y su obra pudieran separarse. Sí, hay crisis existenciales, como las de Europa y Hollywood, pero hay peligros aún peores, con Putin, Netanyahu y Trump dirigiendo una historia de terror, muy real.
La diferencia entre historia (ciencia social) y documental (producto audiovisual) es su propósito: la historia quiere fijar -casi siempre dogmáticamente- la verdad, en tanto que el documental desvela certezas en relato abierto y plural. Hay una industria del recuerdo para nostálgicos y conspiranoicos. ETB2 ha regresado al Oiz, donde se estrelló el avión Madrid-Bilbao en 1985, con 148 víctimas, que dejó pocas dudas y muchas miserias. Culparon a EITB por su antena instalada en la cumbre y a las nubes en el país de la niebla. En conclusión: fallo humano y problemas con el altímetro. Lo ha evocado La Noche de, algo mejor que su reportaje de hace una década.
Si no fuera tan simple, la tele debería saber que a los cinco años del Covid nadie quiere recordar. Demasiado cercano y doloroso. Fueron tantos los abusos que sufrimos que no vale la pena contarlos, como la jactancia institucional con la que se informaba del alto número de denuncias contra quienes se saltaban el confinamiento. ¡Y decían que era por nuestro bien, maldita sea! Jordi Evole nos devolvió al presente, como resurrección, a Fernando Simón, el afónico guía de la pandemia, justificándose. Símbolo de aquel horror son Ayuso y su abandono criminal de las residencias de mayores.
A los 50 años de la muerte del tirano, TVE ha creado la serie documental La conquista de la libertad, idea de Nicolás Sartorius en seis episodios, dirigidos entre otros por Imanol Uribe. Bien está que se sepa que la democracia, contra el rijoso e inviolable Juan Carlos I, tuvo un alto precio; pero para que la celebración sea perfecta el próximo 20-N tendría que ser festivo, que los estudiantes de todos los grados no vayan a clase, como los de entonces, y que “españoles, Franco ha muerto” resuene a lo que fue, feliz liberación.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ
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