
El slogan, o lema, es una bandera verbal, simbólica y sugerente, detrás de la que a veces marcha la gente sintiéndola como verdad, confortados por su sentido trágico. Normalmente, el eslogan se desgasta con rapidez (en publicidad lo sabemos de sobra) y su corta vida se funda en la ingenuidad y el oportunismo. Busque usted cualquier ejemplo que no encontrará ningún lema resistente al paso del tiempo o que venza el correctivo de la razón y la historia. Da un poco risa -en su versión de disfraz de la pena- que alguna vez creyéramos en tan infantiles mensajes como “el pueblo unido jamás será vencido” o “sé realista, pide lo imposible”, marcas ideológicas de épocas de adolescencia social e inocencia política.
En Valencia, dolidos en cuerpo y alma y en medio del caos provocado por un desastre climático más que previsible, tras saber que el primer político de la Comunidad estuvo holgando y comiendo en un restaurante de lujo mientras morían 230 personas, con esta angustia y rabia, miles de personas, casi todos jóvenes, se lanzaron a las calles de los pueblos inundados y, armados de escobones, fregonas, cubos y víveres de primera necesidad, con más entusiasmo que orden, dispuestos a hacer lo que no percibían en la responsabilidad de sus instituciones, entregando su ayuda y solidaridad a la población afectada, todo al grito arrebatado de “solo el pueblo salva al pueblo” en un acto tribal donde el individuo se diluyó en el gentío instintivo.
El lema, con su tufo de heroísmo de masas y poseído de cierto mesianismo, hizo fortuna entre propios y extraños y así lo reflejaron los medios, tan dados al medallero emotivo, y lo alabaron por su supuesta espontaneidad y su romanticismo en respuesta a la dejación de las autoridades y contra el indigno y negligente Carlos Mazón. A lo más fue una ficción consoladora.
¿Quién es el pueblo?
Pueblo. ¿Qué y quiénes son el pueblo? ¿Qué define pueblo, vieja palabra, equívoca? De entre todas las abstracciones que podamos imaginar, pueblo es la más compleja, contradictoriamente la menos democrática y la más corroída en su semántica. Si hiciéramos un esfuerzo de entendimiento, diríamos que el pueblo lo constituye el vecindario de un país o lugar determinado, descontando a sus líderes y a los que sirven a estos, enemigos de la gente rasa. Pueblo es, en este sentido, lo que está más allá del poder, los que obedecen. Si al sustantivo pueblo le añadimos un adjetivo (pueblo vasco, pueblo valenciano…), determinamos a la población que reside en una espacio geográfico o político determinado, sin más.
El concepto pueblo, en la innoble tarea de propagandizar, tiene el propósito totalizar y unificar a las personas en una entidad que, por la innegable diversidad humana, la identidad y las grandes diferencias con las que nacemos, es imposible reducir. Pueblo niega la pluralidad, pues ninguna comunidad se limita a una lista de nombres o una relación de objetos de propiedad ajena. Visto así, pueblo es una mentira antigua que, por tradición, los conservadores y las religiones usan para el dominio. Escarmentado, cuando oigo decir pueblo me echo la mano a la cartera.
Seguramente, los que gritaban entre la ira y la futilidad “solo el pueblo salva al pueblo” no querían apelar a ninguna dictadura (quizás todo lo contrario); pero su expresión se mostraba como representación de revolucionarios de salón, pues hablaban en nombre de todos, como si todos los vecinos fueran con ellos o tuvieran la obligación de unirse a su lema (y al ejército del barro) de unificación de una movilización chusca de escoba y tetrabrik. La estampa es tan comprensible (seamos generosos) como absurda y embustera, y sin ánimo de ofender y a su pesar, de jóvenes rojos o airados camisas negras, salidos de una estampa sepia del siglo XX. La marcha valenciana fue caducando en el esperpento y quien quiso ayudar ayudó (ya lo creo que lo hicieron muchos) sin rezarle al pueblo ninguna plegaria de feria. ¿Quién la inventó? No busquemos entre quienes respetan la libertad; pero alguien tuvo un mal día. Y el pueblo, así de cervantino, “incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada”.
Salvadores de la patria
La movilización seudopopular de Valencia aparentó al principio un poco vasca y eocó a la izquierda abertzale, revolucionaria y adherida al terrorismo, que alguna vez se llamó Herri Batasuna (unidad del pueblo), pues consideraba al pueblo, Euskadi, como un mamotreto, de una pieza, directamente suyo y a su sectaria tutela. Fue un espejismo. La democracia echó a andar a medida que los partidos y sus líderes dejaron, unos más que otros, de hablar del pueblo como realidad y no ya como su demencial figuración.
A la entelequia de pueblo necesitaba de un compañero de fango, la salvación, ese bastardo de raíz religiosa, por el que la gente, temerosa y frágil por naturaleza, se aviene a que alguien le recate de la desesperación y la oscuridad, un caudillo que le guíe y señale el camino a seguir y los dogmas y emociones que abrazar. ¿De qué había que salvar a Valencia? De la muerte no, porque a las horas que empezaron a sonar esas seis palabras extravagantes, los muertos yacían bajo el barro y devorados por ríos, presas y pantanos. Estaba claro: a Valencia había que salvarla de la política, los partidos y su pecado, la democracia, y sustituirla por un monstruo liberticida.
El ansia popular en aquellos días que siguieron al desastre climático fue un reclamo de la dictadura, de la fuerza y el golpe autoritario, pues entendía que la libertad era incapaz, inútil y un estorbo para remediar aquel desastre. Una inesperada oportunidad para la trifulca y la desmesura reaccionaria. ¿Cómo extrañarnos de que Mazón, el más obtuso de los valencianos al mando, nombrara después a un general para diseñar la epopeya de la reconstrucción?
El fraude mental de “solo el pueblo salva al pueblo” es la negación institucional, la repulsa de la organización comunitaria, la sinrazón por la que la democracia es solo un deseo, la enmienda a la totalidad para una reconstrucción épica, lenta y compleja, con el impulso de una convivencia social imprescindible. El eslogan valenciano define en toda crudeza la antipolítica, el impulso de menoscabar los resultados de un equilibrio entre ideas contrarias y hasta antagónicas, pero necesarias en la meta de vivir armoniosamente y su proyecto humanista. El lema salvífico es tan simple que no le importa mostrar su faz totalitaria, manifiestamente fascista, y aturdir hasta el paroxismo a las masas en su frustración. ¿Salvar al pueblo con escobas y fregonas? Claro que no, salvarle como a siervo en la destrucción de las instituciones que aquellos días fallaron en su respuesta bajo el peor liderazgo imaginable, la ausencia y la huida.
La desesperación fue el caldo de cultivo para la siembra del desengaño autoritario, entre militar y confesional, cuando se sintió el abandono y la soledad. Todavía algunos repiten la frase con engolamiento y orgullo para dar importancia a la espontaneidad y el heroísmo de la gente. El pueblo no falla porque no existe, es una boba abstracción: solo hay personas diversas, de identidad y cultura. El pueblo no salva nada con su entidad fantasmal: es la gente, la pluralidad, la información (mucha y veraz información), sus instituciones propias, sus asociaciones, sus partidos, sus individuos y sus dudas, su autoestima, su sacrificio, sus ambiciones, sus utopías y no milagros, sus recursos, sus derechos, sus familias, su identidad irrenunciable, sus grandes y pequeñas conquistas de cada día, su sufrimiento, sus sueños, la poderosa y compleja verdad que nace del corazón y la nobleza personales, su superación del desánimo, su respeto a los valores comunes, sus ganas de vivir, su afán de supervivencia y continuidad transformada en sociedad.
A la gente no la salvan los salvadores de la patria, ni la ponzoña de los falsos mensajes y el lirismo demagógico. No la rescata una entidad palurda, inmadura e imaginaria llamada pueblo al dictado de líderes de cuartel y sacristía, sino siendo comunidad real, crítica, abierta y densa, la sociedad democrática y su dinámica. Pero también se salva, como ahora, equivocándose.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de comunicación