La benevolencia hacia el pasado es proporcional a las dudas que nos inspira el futuro y a la insatisfacción sobre el presente, de manera que las cosas de ayer nos parecen mejores que las de hoy y las que puedan venir mañana. En general, es una evaluación poco veraz e injusta, condicionada por la desesperación. Se necesita mucho olvido para sobrevalorar el pasado. Puede que el enaltecimiento del pretérito -el propio y el colectivo- sea una tendencia natural del ser humano en determinadas circunstancias, pero lo único que procura es frustración. Hay que tener mucho cuidado con la nostalgia, ese padecimiento del alma que nos arrastra hacia atrás y nos empuja a huir de la realidad hasta el punto de ser capaces de afirmar que todo (menos el sexo y la tecnología, eso sí) era mejor antes que ahora: la comida de antes, la educación de antes, el cine de antes, los juegos de antes, el fútbol de antes, la lluvia de antes, los negocios de antes, la vida y la gente de antes… y, por supuesto, los políticos de antes. ¿Qué metodología fiable y qué datos objetivos se han utilizado para llegar a semejante conclusión? Obviamente, es una deducción de viejos cabreados y jóvenes desinformados.
Lo correcto sería aceptar contra toda impresión personal que ni la clase política actual es tan mala, percibida por los ciudadanos como el tercero de sus problemas, según las encuestas del CIS; ni los políticos de hace dos o tres décadas eran tan buenos, como subjetivamente sostiene una parte de la opinión pública y cierta prensa. Estas diferencias de opinión están sustentadas en la limitada información que sobre la actividad política manejábamos tiempo atrás, en comparación con el apabullante conocimiento del que hoy disponemos sobre el quehacer cotidiano de nuestros dirigentes. Este factor informativo es el mismo que induce a la modernidad al pesimismo vital por asistir en tiempo real a todas las desgracias del mundo, que aún así son muchas menos de las que antes sucedían cerca y lejos de nosotros, pero que los seres humanos ignorábamos. Tener o no tener noticias, esa es la cuestión de la opinión.
Cuidado con la memoria
La clase dirigente pasada vivió un tiempo convulso y personalizó la proyección de los miedos y perplejidades de la sociedad de su época tras el final del franquismo. Los políticos de la transición fueron una improvisación, un apaño para salir de una crisis inédita. En general, carecía de capacidad para la gestión de aquel empeño histórico y se apoyó en idearios y métodos de organización obsoletos en el mundo democrático. De ninguna manera puede mitificarse una labor repleta de cobardías y transigencias éticas, que permitió la autotransformación de la dictadura, la consolidación del heredero monárquico designado por el dictador y la impunidad de los crímenes de cuarenta años. Nos regalaron una democracia averiada y tutelada por los cuarteles. ¿Hicieron lo que pudieron? ¿Estuvieron a la altura de las circunstancias? Hay muchas dudas.
No se puede caminar por la historia con la memoria dormida. ¿No fue Adolfo Suárez el modelo del franquista reconvertido, el que por narcisismo y ambiciones personales se transmutó, de la noche a la mañana, en paladín democrático y hacedor de la gran chapuza de la transición de cuyas contradicciones fue finalmente víctima? ¿Cabe considerar al socialista Felipe González como un gran estadista y líder carismático, un hombre que acabó enfangado en una descomunal corrupción y siendo responsable de los crímenes de Estado perpetrados por los GAL? ¿Vamos a olvidar quién fue Fraga Iribarne, ministro de una dictadura criminal, cómplice del terrorismo policial y cabeza de una derecha que negó para Euskadi autonomía, símbolos e instituciones? ¿Cuándo se hizo demócrata Santiago Carrillo en medio de su viejo pensamiento totalitario? ¿Qué tienen de admirables estos y otros políticos de pasados años?
A los políticos de entonces, también a los líderes vascos, les sobraba ilusión, es cierto. Como a toda la sociedad; pero tener sueños no les hacía más competentes ni suponía un mérito o compensación por sus carencias. A aquella clase política le faltó grandeza, no por inexperiencia, sino porque no nos dijo la verdad y nos ocultó asuntos fundamentales. Con los medios y técnicas informativas de hoy la actuación de aquellos dirigentes sería ampliamente reprobada: el buen crédito que se les atribuye es resultado de nuestra inocencia democrática.
El buen cartel de los políticos de la transición procede también de que eran más sobrios y “más baratos”. Y puede que hasta fueran más honrados, lo que contrasta con la mala imagen que padecen los responsables públicos actuales por el cúmulo de sus privilegios y el número de profesionales electos o nombrados que trabajan para la Administración. Aquí surge un problema de percepción del valor calidad/precio, porque la eficacia de la gestión pública es hoy muy superior a la desarrollada en décadas precedentes. Lo que antes se podía disculpar a un político hoy sería imperdonable: nuestra ingenuidad se ha transformado en exigencia.
Todo ha cambiado
Nos hallamos en una sociedad radicalmente diferente a la que conocimos tres décadas atrás. Vivimos mejor, pero insatisfechos. La calidad democrática es superior a la que antes conocimos; pero el problema es que permanece estancada y sus niveles de transparencia y competencia son inferiores a los que hubiésemos deseado. Parece que la clase política se ha atrincherado y no está predispuesta a una relación más participativa, abierta e intensa con la comunidad. Se diría que ha perdido el contacto con la calle y está a la defensiva frente a la opinión que la cuestiona. Los partidos hoy son como esas empresas obsoletas cuyo producto ya no se vende y aún así creen poder seguir actuando como si el mercado -los ciudadanos, los electores- fuera el de siempre.
Es verdad que la política se ha profesionalizado, cuando debería considerarse un servicio transitorio; pero no es menos cierto que la democracia tienen poderosos enemigos que concentran sus ataques en su punto más frágil -los partidos- para enajenar las libertades y derivarlas a un severo control tecnocrático, un riesgo real que debería obligarnos a diferenciar la crítica racional a la clase política, en base a hechos concretos, de las estrategias de derrumbe ideológico que buscar arruinar el sistema de libertades aprovechando nuestro desengaño. Desconfío de las entidades y medios que hacen del derribo de la clase política su afán de cada día y se permiten patrocinar la instauración de un nuevo orden que satisfaga sus ambiciones e intereses. Mucho cuidado con los déspotas y cínicos disfrazados de censores de nuestro imperfecto sistema democrático.
Los políticos en España y Euskadi han cambiado de ayer a hoy lo mismo que hemos cambiado todos, no siempre a mejor: de la ilusión hemos pasado al desencanto, del activismo a la apatía, de la ideología a la tecnocracia, del discurso a la retórica, de la autoconfianza al pesimismo, de la sensibilidad a la indiferencia, de la verdad a la apariencia… Por mi parte, con la confianza no perdida en la indispensable sociedad política, hago mías las palabras de Ernst Jünger contra la tiranía del ayer: “Una acción correcta o bella se caracteriza por su capacidad de enmendar el pasado”.
Excelente articulo. Si es cierto que es un error estar mirando siempre al pasado. Hay que pensar en el presente y asi se construye el futuro, aprendiendo de lo que se ha realizado en el pasado. El tiempo y las circunstancias son diferentes, por tanto tambien las diferentes acciones que se realizan. Reitero mis felicitaciones por el articulo
Escelente articulo. Pienso que es mejor estar en el presente y asi seconstruye el futuro. El pasado es bueno para aprender de lo hecho con anterioridad. Hay que mirar hacia adelante.Cada tiempo es distinto y las circunstancias por lo tanto cambian. Mirando al pasado se destruye y mirando al futuro se construye.
He disfrutado mucho con tu artículo, Blazquez Jn.
Me ha parecido lúcido y muy completo.
Nunca me han gustado esas personas que meten en el mismo saco todo lo que encuentran, no sé si por pereza mental o torpeza social, los de «todos los politicos son iguales», frase que normalmente coincide con otra perla de la sabiduría humana: «todas las mujeres son iguales».
Quienes largan esa (y otras) idioteces en público suelen ser, o gente que no confia demasiado en su propio criterio y capacidad de análisis, o fatxillas pasivos candidatos a que se la den sin queso porque hacen dejación del sentido crítico y de la capacidad para separar el grano de la paja.
Hacer tabla rasa de todo es, no sólo tremendamente injusto para todas aquellas personas que no son así, sino un caldo de cultivo excelente para que proliferen los gurús del pensamiento único, ignorando que la categoría «única» es enemiga del pensamiento, a no ser que una sea mononeuronal.
Eskerrik asko, Anlimber. Los comentarios genéricos contra los políticos son una muestra de la calidad democrática que tenemos. Y es contagioso. Los políticos son ahora el chivo expiatorio de todos los males de la sociedad. Clarom siemore e smás fácil echarle la culpa a otros. Me preocupa la campaña antipolítica de El Mundo y de otros medios similares. Un saludo.