Según Martin Lindstrom, gurú del neuromarketing y autor del célebre libro Buyology, el 90% de nuestro comportamiento de consumo es inconsciente. Siendo esto creíble, cabe preguntarse en qué medida los vínculos entre política y ciudadanía son emocionales. La respuesta nos llevaría a reconocer que los sentimientos están mucho más presentes en los actos que relacionan al gobierno con los individuos que en cualquier otro ámbito de conexión interpersonal. Y sin embargo, no hay constancia de que en algún país exista o haya existido una autoridad o ministerio de asuntos emocionales, cuyo propósito fuese orientar las decisiones democráticas contando con el modo en que la gente siente y se ve condicionada en cada circunstancia más allá de lo racional. En definitiva, las instituciones se equivocan continua y trágicamente porque desconocen la naturaleza de sus ciudadanos.
Hay una enorme diferencia entre gobernar en función de los sentimientos de las personas y dirigir los destinos de una comunidad conociendo la singularidad de sus emociones. Lo primero sería populismo o demagogia y lo segundo, inteligencia democrática. Solo desde el desconocimiento y las ataduras del ultrarracionalismo se comprende la resistencia a gestionar en coherencia con las emociones. Y no basta la intuición como hasta ahora: hay que cambiar el paradigma de la administración para que los sentimientos no se vean despreciados. ¿Vamos a continuar en la falsa contradicción entre emoción y razón, esa bella dualidad humana? Curiosamente, el rechazo de la gestión emocional es producto de otro poderoso sentimiento, el miedo. Miedo a enfrentarse a la honda y compleja sustancia de los seres humanos.
Negación emocional
Partiendo del hecho de que un gobierno no administra solo recursos tangibles, sino sobre todo sentimientos, la diferencia en la gestión de una crisis como la actual es que con muchos menos recursos económicos se tienen que activar muchas más respuestas emocionales. Si este factor es siempre útil, resulta imprescindible en época de conflicto y penuria. Quiero decir que ahora se echa en falta la inteligencia política que asuma la realidad emocional y hable el mismo idioma de los sentimientos (sufrimientos y anhelos) que entienden las personas a las que sirve.
La escasez, la pobreza, el desempleo, los desahucios y las deudas generan potentes emociones: miedo, amargura, incertidumbre, ira y desesperación. Ante este torrente de aflicciones las autoridades tienen que trabajar en tres áreas: el hacer, el decir y las actitudes; o lo que es lo mismo, decisiones concretas, declaraciones públicas y conducta externa. El primer paso es tener conciencia de aquello que hay que evitar para no agregar más padecimiento. En ese contexto los líderes están obligados a ser más cercanos y hacerse más visibles. Los silencios y ausencias de Rajoy deprimen y aumentan el sentimiento de fragilidad y soledad de los ciudadanos. Por su hermetismo, el presidente español representa como nadie la negación emocional de la política. Algunos creen, como el editor Luis Haranburu Altuna, que para salir de la crisis se «requiere de auténticosprofesionales de la política” (El Correo Español, 20-4-2013); pero esta época es precisamente la menos indicada para la tecnocracia u otras ideologías deshumanizas que convierten a las personas en meras cifras y estadísticas. Los mejores políticos, profesionales o no, son aquellos que adoptan la empatía como eje de actuación.
Y si los gobernantes deben cuidar sus silencios, más aún tienen que vigilar sus pronunciamientos. Pocas cosas entristecen más a la sociedad castigada por la escasez que asistir a la inútil batalla de los políticos echándose la culpa unos a otros. El tiempo de los reproches ha caducado. Para acompañar con dignidad el sufrimiento popular las autoridades deben dejar de referirse a la herencia recibida de sus antecesores como causa de los males y excusa de sus recortes. Y también tienen que abandonar ese juego cruel de las falsas esperanzas sobre la inminente salida de la crisis y el inicio de la recuperación. La esperanza es la más frágil de las emociones humanas y desaparece a la segunda o tercera decepción. Un pueblo desengañado merece ser tratado con respeto. La política tomada como una religión de fe en sus líderes y promesas de salvación es profundamente destructiva.
Aún más descorazonador es el lenguaje de las actitudes y los gestos. ¿Por qué resulta tan odiosa la secretaria general del PP, Dolores de Cospedal? Porque a su natural hieratismo y agresividad añade un talante despectivo e insensible con el que ni vence ni convence. ¿Qué necesidad tiene Montoro de ser más desalmado, De Guindos de proyectarse tan desmañadamente frío, Báñez de despreciar a jóvenes y parados y Wert de sobreactuar y ser tan jactancioso? ¿Por qué reducir la sociedad de personas a conceptos de marketing como “marca Euskadi” o “marca España”?
La batalla emocional se libra en la calle y en los medios de comunicación, lo que implica que los gobiernos deben ser sensibles y no responder al clamor de la indignación con la fuerza y la policía. Si la acción que prima es el apaleamiento y la criminalización de las protestas, la gestión de la crisis se hundirá y las dificultades serán mayores. Hay que facilitar que la ciudadanía exprese su dolor y sus urgencias; pero no como mero desahogo, sino como la formulación del auténtico diagnóstico social. Frente a él los dirigentes públicos están obligados a comportarse con coraje y soportar con gallardía toda clase de inconvenientes derivados de la ira popular. Con sus lloriqueos, la privilegiada clase política queda muy por debajo del nivel de contención y madurez demostrado por la gente.
Afirmación emocional
Los ciudadanos perciben las crisis y sus efectos no como circunstancias sobrevenidas, sino como agresión y engaño de sus gobernantes y alta clase empresarial y financiera. En una gestión emocional positiva hay que comenzar con el reconocimiento de los errores. ¿Alguien de la cúpula bancaria ha emitido un verosímil mensaje de culpabilidad? ¿Han interiorizado de verdad las autoridades que el vigente modelo político ha quebrado? A unos y otros responsables les ha faltado humildad y adherirse con mayores renuncias al sacrificio general. Lo que descompone emocionalmente es la desigualdad de las privaciones y que mientras millones de personas lo han perdido todo -trabajo, casa y ahorros-, la clase dirigente no haya hecho muchos más esfuerzos y concesiones para equilibrar la austeridad.
Los sociólogos del gobierno no se percatan de que la prioridad emocional es levantar de la postración la autoestima. La autoestima no tiene nada que ver con el estado de ánimo, que es cosa de psicólogos. Sin la potencia de la autoestima la sociedad carece de energía suficiente para enfrentarse a las dificultades y emprender una salida. Y no hay amor propio posible si los ciudadanos no creen en sus instituciones, empresas, líderes y marco legal. Hay que reformar de arriba abajo la falsa calidad de nuestro sistema y liberar la creatividad secuestrada por la codicia durante décadas. Ha llegado la hora de la osadía y el atrevimiento a cambiar la vieja maquinaría que nos gobernaba y decirnos la verdad sobre lo que creemos y afirmar sin complejos la renovación de los valores clásicos de la honestidad, el trabajo, el respeto, la voluntad y la responsabilidad. Nunca existieron todos a la vez, ciertamente, pero la gente los demanda como un pack irrenunciable para viajar al futuro y sentirse ilusionados.
Si las emociones mueven el mundo y la vida cotidiana de las personas, ¿por qué no la política y la economía? Mucho cuidado, el odio empieza ser el sentimiento predominante.
Excelente árticulo. Las emociones son el resultado de los sentimientos. Y ahora que hay una profund crisis económica, amparada por el poder político y la ambicion del poder de los políticos que están hundiendo el pueblo. Estimo que deben tener cuidado estos dirigentes con las emociones dl pueblo, van a ser imparables , como consecuencia de tanta injusticia democrática.
Muchas felicidades por el articulo y su valentía en la exposición de sus ideas.