A la familia Monster se refiere el viejo magnate Logan Roy como símil de su propia parentela en la cuarta y última temporada de Succession, relato colosal que nos sirve HBO. Ya no es, como al principio, una historia actualizada del viejo Rey Lear en la que sus tres hijas deben ganarse el derecho a heredar el trono con las luchas internas que esto provoca. Aquí y ahora no hay el mínimo honor, pues impera la degradación y nadie se salva con una pizca de decencia: el hijo mayor es un bobo iluminado, el segundo es inmoral al límite, la tercera es la más inteligente pero frágil y el cuarto es un degenerado. Completan este clan disfuncional un sobrino estúpido y los consortes, a cuál más canalla. ¿Existe una corporación semejante capaz de llegar al despedazamiento entre sus dueños? ¿En cuál se ha inspirado? Quien crea en un capitalismo de perfil humano no encontrará en esta serie argumentos optimistas. Es como un alegato para la autodestrucción de la economía de mercado.
Y como el final (demoledor) está servido, tanto para el tinglado empresarial como para la estirpe, solo queda ver de qué manera sutil se aniquilan y quién alcanza la cota más alta de infamia. Queremos disfrutar del talento narrativo para sostener nuestro interés a lo largo de los diez capítulos de esta debacle familiar y de negocios. Es difícil imaginar que ofrezcan algo aproximado a la ternura o emitan alguna señal de esperanza en la virtud de los grandes negocios.
El patriarca Logan Roy es generoso al llamar familia Monster a la suya, porque hay mucha más humanidad entre la gente de ultratumba. Da miedo pensar que en algún lugar del mundo exista, como en Succession, un grupo mediático dispuesto a construir “el periodismo del siglo XXI” desde los podridos valores de los Roy. Si la democracia va mal es, entre otras causas, porque la información ha perdido libertad y liderazgo ético. Conviene recordar que todas las historias acaban mal: morimos.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ