Elogio del desacato o incitación a la rebeldía

manifestacion-independentismo-Diada-Cataluna-Barcelona_TINIMA20120912_0067_18La desobediencia cambió el mundo y lo transforma cada día. Derribó tiranías, batió complacencias, descompuso dogmas y hoy se enfrenta a sutiles enemigos mucho más peligrosos que los viejos dictadores y los míticos dioses a los que sirvieron y adoraron los siglos. En su mejor versión verbal se llama rebeldía y es el derecho latente al ensanchamiento de la libertad real, incluyendo la impugnación de la legalidad y la disposición a enfrentarse a las amenazas que se ciernen sobre aquella en forma de normas abusivas y poderes intocables revestidos de legitimidad democrática y hasta de amable apariencia. Jamás en la historia estuvo el ser humano más controlado que ahora y nunca tan condicionado por resortes invisibles; pero también nunca como hoy las personas tuvimos más oportunidades de vencer. Existe el derecho al desacato.

La ley es el problema. No la ley genérica que emana de la representación popular y sirve de marco de convivencia y zona de equilibrio social, sino la ley cruelmente impuesta, creada al servicio de los más fuertes, la ley castrante que consagra la vigencia de las fechorías de la historia, la ley tramposa que juega con cartas marcadas para beneficiar a unos y perjudicar a otros siendo iguales; la ley que sostiene la injusticia… la ley que bloquea la democracia. Como en España. Rebelarse hoy contra esa ley es tan sublime como antes la lucha a muerte contra el déspota.

¿Y qué es hoy la insurrección? Un oficio romántico pero impracticable. Para el sistema, a lo más, es el aplauso y la emoción por una gesta titánica narrada en una película o novela, pero imposible de llevar a la práctica real; un sueño, un acto de entretenimiento. Como en la publicidad: solo es imaginable rebelarse para cambiar de Coca-Cola a Pepsi, de marca de coche o pasar de Windows a Apple. Juegos infantiles y devaneos bobos del espíritu democrático. Y sin embargo, todos los días hay subversiones: el Estado orilla sus propias normas, se paralizan cumplimientos jurídicos, se desobedece a conciencia, se atacan los derechos, se violentan a las personas y se ejerce la injusticia y la desigualdad. ¿Existe algo más absurdo y surrealista que pleitear con la Administración -el contencioso- que usa los recursos públicos como defensa y ataque simultáneamente frente a los ciudadanos ofendidos por la ley?

Pero el derecho al desacato es un método, no un fin. Es el impulso de una necesidad de cambio que el poder se empeña en taponar para subsistir con sus reglas tramposas. Todas las transformaciones históricas, sin excepción, estuvieron precedidas de períodos de rebeldía con mucho sacrificio humano y todas se hicieron contra la invocación de la inmutabilidad del sistema en vigor, del rey o la ley. Los marcos legales se resisten a variar, se autojustifican en su permanencia artificial. Los cambios tienen en el desacato su precursor. No hay necesidad de revertirlo todo, sino lo inservible e injusto. La libertad es un impulso poderoso que, en su lúcida inteligencia, es capaz de percibir lo que la oprime. Y frente a ese agobio, primero es la denuncia y después, la subversión.      

¿Debe rebelarse Cataluña?

            Cataluña es un ejemplo de víctima de la tiranía de la ley frente a la democracia expresada por su parlamento y la voz de la calle. El Tribunal Constitucional (un árbitro parcial y desacreditado) le ha espetado a la mayoría catalana que, frente a sus deseos de libertad, vale más la literalidad de la norma que sus más nobles y justos propósitos. La ley niega a Cataluña su realidad de «sujeto jurídico y político soberano”. ¿Qué deben hacer ahora las autoridades catalanas? ¿Consentir o responder? ¿Humillarse o rebelarse? La encrucijada se resuelve mirando en la historia y viendo que se encuentran en el mismo punto de responsabilidad en el que antes estuvieron los revolucionarios e insurrectos que, traspasando normas injustas, vislumbraron metas superiores y dieron un impulso a la humanidad. 

              Con la legitimidad democrática en sus manos y la conciencia de que sirve a una causa razonable, deben mantener su desafío a la España castradora. Ahora no pueden ceder. Deben fortalecerse en la unidad catalanista que les sostiene. El president Mas ha anunciado su disposición a continuar y dar salida al mandato popular. Es lo justo y lo correcto. Ni un paso atrás. Mientras haya canales jurídicamente válidos deben evitar la confrontación. Y llegar hasta el extremo en el uso de estos cauces. La subversión necesita proyectar la estética de su grandeza democrática y la ética del respeto con quienes rivaliza. 

            Y como España no quiere escuchar la demanda catalana, la confrontación es una consecuencia obligada, incluso deseable. Más allá de la exigencia democrática, el choque de trenes es una metodología imprescindible: cuando se cierran las demás salidas, el conflicto político y social es el único recurso válido. Hay una libertad que pide paso y una barrera que le impide avanzar. Hay que saltarla, eso sí, con criterio, unión y responsabilidad.

Cataluña está poniendo al Estado frente a sus contradicciones, con la evidencia de que vivimos bajo un régimen de democracia retórica y vacía. ¿Que España cumple su amenaza de suspender la autonomía catalana, apelando al artículo 155 de la Constitución? Muy bien, que lo haga, y así la contienda adquirirá proporciones sociales que en poco tiempo derivarán en solución pactada. ¿Que Rajoy, invocando el artículo 8, moviliza al ejército español contra Cataluña?  Perfecto, el resultado será un escenario creativo y, aunque traumático, llevará a España hacia una segunda transición, esta vez sin trampas, de la que surgirá un estado confederal y asimétrico. Si España no sale de su adolescencia política, la subversión democrática le madurará de golpe.

¿Y Euskadi?

            Cataluña es un ejemplo para Euskadi por mucho que se señale la obviedad de que son dos pueblos y realidades distintas. Claro, pero comparten el mismo problema: las cerriles limitaciones del Estado. También Euskadi tendrá que acometer un proceso que derive en la exigencia del derecho a decidir su soberanía, un punto de partida que resolverá el absurdo político de que una minoría (españolista) impone a una mayoría (nacionalista) sus reglas de juego y marco jurídico. El desafío democrático catalán, es verdad, se parece bastante al que planteó hace una década la mayoría absoluta del Parlamento vasco y el lehendakari Ibarretxe con su Gobierno. De aquella experiencia, muy adelantada y de profunda nobleza, ha aprendido la clase política catalana. Y ahora toca a los vascos extraer lecciones de este impactante proyecto.

            Entiendo que Euskadi pide a gritos unos acuerdos básicos y un intenso, abierto y sincero debate público. Es imprescindible que el PNV y EH Bildu alcancen un pacto sobre el soberano derecho a decidir, sin que por ello deba deducirse ningún frente: pueden mantener sus discrepancias en otras políticas, pero estar lealmente unidos en un acuerdo nacional. Y a partir de este ejercicio de responsabilidad, proyectar a la ciudadanía un liderazgo y unas ilusiones de futuro que conciten el máximo apoyo popular. Llegará el momento en que haya que lanzar el reto al Estado y utilizar con inteligencia, proporción y categoría el instrumento del desacato democrático. Empezando por lo simbólico. ¿Por qué no 200 ayuntamientos vascos negándose, todos a la vez, a exhibir la enseña rojigualda? ¿Por qué no ignorar leyes vejatorias?

            Es hermosa la rebeldía cuando se tiene la razón, el entusiasmo de la libertad y el respaldo de la mayoría. Cuando la ley se convierte en yugo y la libertad está sometida a la perversión normativa, está justificado el desacato. Prácticamente, no hay más alternativa.

Te necesitamos, Pello

Pello sarasola

Decir tu nombre, Pello Sarasola, es decir Euskal Telebista. Nadie en Euskadi sabe de televisión tanto como tú. Nadie la comprende, valora y ama más que tú, después de dejarte 25 años detrás de cada programa, cada etapa y cada plan estratégico que situase la radiotelevisión vasca en el centro de las preferencias de nuestra sociedad. Nadie entre nosotros ha estudiado con más ahínco los gustos de la gente y las razones objetivas y emocionales por las cuales una cadena audiovisual se convierte en la compañía inseparable de la familia o pierde su sentido. Nadie entiende mejor que tú la necesidad de encontrar el punto de equilibrio entre servicio público y rentabilidad y nadie ha sufrido el compromiso con el euskera e impulsado el pluralismo social, cultural y político de nuestro país. Nadie ha ido más lejos y prestado tanto apoyo como tú a proyectos innovadores que enriquecieran la identidad de ETB y la prestigiaran -a pesar de los políticos y el juego sucio de los poderosos grupos mediáticos rivales- dentro y fuera de Euskadi. Nadie ha luchado como tú por la singularidad de nuestra televisión, ese factor sin el cual sería como cualquier otra, una vulgar pantalla.

             Y pudiendo haber sido más ambicioso y logrado mayores metas personales, te has mantenido siempre en un segundo plano, discretamente, quizás motivado por esa perspectiva que te proporciona tu vocación sociológica y el estudio de los comportamientos colectivos. Es imposible agradecerte tu empeño por la fortaleza informativa de ETB2 hasta el punto de llevarla al liderazgo absoluto y por dotar a ETB1 de una programación integral, anticipando lo que en un par de décadas ha de ser nuestra radiotelevisión pública, una realidad euskaldun. Te has tragado injusticias increíbles entre quienes todo era demasiado y los que todo les parecía poco. Tú eres artífice del modelo ETB.

 Dejas temporalmente la tele para centrarte en la recuperación de tu salud. Esa es tu programación de ahora. Y la que más nos importa. Cúrate pronto, por favor. Más que nunca, te necesitamos.  

Más excesos, por favor; muchos más.

Pasado el impacto por la muerte de Iñaki Azkuna, que la televisión y los demás medios han gestionado con intensidad y extraordinaria dedicación en horas, páginas y emociones, se escucharán voces críticas sobre el tratamiento -supuestamente excesivo- que se ha dispensado al suceso, la persona y el personaje. Si la actitud ante la vida debiera estar marcada por la contención del ánimo y la minimización de los sentimientos, no existiría la música, la literatura, el cine ni ninguna de las expresiones artísticas, excesivas por definición y multiplicadoras de las pasiones del alma. Si se decretara la obligación de un perfil emocional bajo, habría que suprimir las lágrimas y la risa, y las manifestaciones de amor, humor, dolor, ira, entusiasmo, burla y aclamación quedarían prohibidas en público y restringidas a lo privado. ¿Qué sería del mundo sin demasías? ¿Y qué es el exceso? ¿Virtud o defecto? ¿Quién fija su medida, su oportunidad y su cadencia?

             Hay una tiranía intelectual contra la pertinencia del exceso, según la cual toda exaltación es irracional y nos aleja de un vivir ilustrado y consciente o nos envilece. Aplicada a la televisión esa dictadura desembocaría en la eliminación del medio, salvo para el adoctrinamiento moral y la autolimitación humana. De ese mundo aburrido e hiperracional, constreñido por fronteras de hielo y tedio, proceden las protestas contra el impetuoso seguimiento mediático del fallecimiento de “el mejor alcalde del mundo”. ¿No habrá también entre los quejosos algo de mezquindad politiquera motivada por la pertenencia de Azkuna al PNV y mucho de envidia? Hay quien ha querido compensar el fervor popular hacia el alcalde de Bilbao rememorando desavenencias de menor cuantía y otras zarandajas.

 La televisión es un medio emocional. En ella la gente busca aventurar sus sentidos. Se ha proyectado así con Azkuna y hará lo mismo con Adolfo Suárez. Hace falta desparramarse llegada la ocasión. Ya vendrá el relato de la historia y los análisis eruditos. Hasta entonces, tanto vives, tanto te excedes.

Once upon a prime-time…

127840-tele-insomnioErase un país que vivía con atraso. Se levantaba tarde, almorzaba tarde, trabajaba hasta muy tarde, cenaba tarde y se acostaba tardísimo. Vivía mal, insomne y perezoso. Y aunque eso ya ocurría antes de que la televisión invadiera sus hogares y los convirtiera en zombis, aquel retraso condenaba a la gente a un déficit de sueño y a otros desajustes personales y familiares. Intentaron modificar sus irracionales horarios, pero se impuso la Spanish way of life, un sentimiento castizo, justificativo de sus complejos de inferioridad. Hoy algunos creen que tan absurda costumbre de hacerlo todo tarde -y mal- cambiaría si se adelantara el prime-time de la tele, el horario principal que va de las 20:30 a las 24:00 horas, con puntas de audiencia de hasta 24 millones de espectadores un día cualquiera.

             El propósito, entre utópico y colosal, es adelantar el cierre de los programas estrella a las 23:00, comenzando esta franja horaria a las 20:00. Pero las cadenas privadas y públicas no están por  la labor. Y no por un sentido conservador, sino porque creen que es inútil si no se modifican todos los horarios al mismo tiempo. ¿De qué serviría, dicen, el adelanto televisivo si gran parte de las jornadas de trabajo se extienden hasta las 19:00? ¿No tendrían que alterarse también las horas de comer y cenar? Hay que reformarlo todo y todos a la vez. Como el fútbol en abierto, que no debería programarse a las 22:00 sino seguir la estela de las competiciones europeas que arrancan a las 20:45.

             Ingenuamente, piden a la tele que haga de tractor del cambio. Los grupos mediáticos temen que esta transformación unilateral provoque una fuga de espectadores y merme sus ingresos. Y sin embargo, tienen entre ellos a alguien que puede remediar el caos: la publicidad. Sí, la publi, que es la que manda y financia el tinglado. Bastaría con la difusión de una gran campaña de mentalización pública y arrastrar al negocio audiovisual y la sociedad a vivir una hora antes. Es decir, a ganar una hora más de vida. Se desconoce si se aplicarán el cuento.  

 

La Derrota y la Dentera: critica del falso triunfo

VICTIMAS TERRORISMOEspaña lleva muy mal el fin de ETA, como esas amarguras que dejan los fracasos vitales o como los recuerdos insuperables de los viejos errores. España gestiona pésimamente su memoria, lo que es un mal crónico, en parte por su tendencia a exagerar sus hitos y también porque no contextualiza los sucesos en un justo equilibrio entre aciertos y miserias. Son muchos siglos autoengañándose, siempre fallida. Y aún no ha aprendido a olvidar bien, todo un arte. O vence o pierde. Se aferra a una visión trágica del destino. O a la redención de su complejo de inferioridad.  Supongo que en esta desnivelada ponderación de su historia interviene el sentimiento de culpa que procede del alma rudamente católica de los españoles, con su eterna mala conciencia.

            Por si no fueran suficientes sus clásicas paranoias, los dirigentes políticos, los grupos de comunicación y probablemente una gran mayoría de la ciudadanía del Estado se han adherido a un lema mágico para sentir una emoción que no sienten: la derrota de ETA. Obviamente, es una idea bélica, al menos en sus términos, y en buena medida contradictoria, porque si no ha existido una guerra (aunque en otros tiempos se referían a ella como la “guerra del Norte”), si no han existido dos bandos enfrentados al modo tradicional de una conflagración abierta, y si en realidad se trataba de una sistemática estrategia terrorista contra la vida y la libertad de los ciudadanos, ¿por qué hablar entonces de derrota? ¿No es un concepto que favorece la percepción de conflicto (asimilable a guerra) según sostienen ETA y el sector social que la ha apoyado?

            El gabinete de sociología y propaganda del Estado (una entidad difusa pero existente) se ha empeñado en promover este santo y seña balsámico con la esperanza de obtener dos provechos: la euforia del pueblo español por una victoria total y la humillación política de la izquierda abertzale. Dado que la propaganda es una invención originalmente militar, doy por hecho que la cantinela de la derrota del terrorismo es una cortina propagandística que encubre la tristeza del Estado por el modo en que han terminado las cosas.

            No sé si la gente comprende la orientación estratégica que se pretende dar a la derrota de ETA como diagnóstico de su final; pero de lo que estoy seguro es que ya está un poco harta de la matraca y su repetición cansina. De tanto pronunciar la palabra y de tanto ir de boca en boca estamos transitando de la derrota a la dentera.

¿Qué derrota?

Hagamos una pregunta retórica: ¿Qué vencedor auténtico e indiscutido necesita una insistente reafirmación verbal de su triunfo? Todo parece indicar que el Estado pone en duda su propio resultado tras el armisticio y que siente que la suya es una victoria pírrica, con un balance desfavorable. Y a pesar de que ETA ha perdido en todos los frentes -militar, político, social y ético-, y no ahora sino hace muchos años, España y sus dirigentes se obstinan en proclamar esta patente obviedad con un discurso patológico, reflejo de su mala conciencia. Frente a esa melancolía castrense,  la sociedad vasca no afronta la situación presente en términos de victoria y derrota, porque ya era consciente de su absoluta superioridad moral sobre el terrorismo y todas las violencias, razón por la cual no se ocupa de alardear su éxito, sino de resolver su convivencia y construir un futuro digno sin dejar a nadie al margen de este empeño. Su prioridad es ganar la paz y no el pasado.

Lo que hace que la percepción del final de ETA no sea satisfactoria para España es que sus líderes tienen mucho de qué avergonzarse y que su trayectoria en el conflicto está llena de episodios vergonzantes, hasta el punto de que llegaron a situarse a la altura de los terroristas, y aún peor. Los GAL, las torturas, los crímenes policiales, las leyes de excepción, los tribunales especiales, la hiperpresencia agresiva de los cuerpos de seguridad en Euskadi, las sucesivas ilegalizaciones de partidos, el cierre de periódicos y otros medios, la inquisición antinacionalista, la infame gestión penitenciaria, la generalización de la culpa a la sociedad vasca y el uso electoral del dolor de las víctimas restan, objetivamente, derecho a España al sentimiento de triunfo sobre ETA. Y aunque no participemos de la competición de quién ha ganado al terrorismo, ni nos interesen las medallas y los desfiles de la victoria, solo los inocentes -ajenos a toda violencia, odio y deseo de venganza- tenemos derecho al íntimo orgullo de haber vencido.

Tan mal lleva España su aparente éxito contra ETA que se ve forzada a sostener como único símbolo de su triunfo la humillación de los prisioneros, a quienes niega derechos legalmente reconocidos y los dispersa en cárceles lejanas como castigo añadido y extensible a sus familias. ¡Qué miserable ejemplo de superioridad! Cada día que Otegi, su cautivo estrella, sigue en la cárcel el Estado ratifica el carácter político de los presos y determina hasta qué punto el Estado pierde sus escasos méritos. No hay grandeza de ganador, sino bajeza para compensar el odio que aspira a perpetuarse. 

Ganar la paz

            Lo que descompone al Estado es que si a duras penas, y muy discutiblemente, ha derrotado a ETA, la izquierda abertzale -por su adhesión al juego democrático y repulsa de la violencia- está ganando la paz y que España va camino de perderla en su amplio sentido, como proyecto y como emoción. Este sentimiento de pérdida proviene del hecho de que durante años se ha tildado a Sortu y marcas antecesoras de ser el brazo político de ETA, razón por la cual ahora una amplia mayoría social, que ve a los dirigentes de EH Bildu ocupando escaños y poltronas, tiene la impresión de que España finalmente ha perdido la paz. “ETA está en las instituciones”, repiten los siervos del Estado, y este soniquete acentúa su dolor por una consecuencia inesperada. Tanto tiempo de confusión y engaños conduce a la tristeza y el desconsuelo. En la gestión de la memoria, los españoles tendrán que aprender a descubrir la verdad y, a la vez, reprochar con dureza las mentiras de quienes les gobernaron.

            La victoria moral es una experiencia muy satisfactoria. Ha merecido la pena tanta paciencia y aferrarse a la fortaleza democrática contra al totalitarismo del proyecto de la vieja izquierda abertzale, incluso prescindiendo de la ironía que nos produce ver a quienes antes criticaban la actividad institucional y los sucesivos logros pragmáticos, reproducir ahora en sus actuaciones lo que otros hicieron con nobleza durante 35 años. Costará mucho tiempo y esfuerzo que reconozcan pública y sinceramente que ninguno de sus 829 víctimas y los múltiples estragos económicos, éticos, familiares y sociales causados han dado resultado y que su proyecto de entonces ha quedado impugnado a un elevadísimo precio humano. Ni territorialidad, ni amnistía, ni derecho de autodeterminación, ni independencia, ni socialismo, ni nada. Urnas, pluralismo y respeto, democracia pura y dura, igual para todos, con sus fallos y bondades. Esta es su derrota real y su fracaso absoluto. 

La derrota de ETA es una certeza en Euskadi, no un lema impuesto por el Estado para ocultar los crímenes de oposición y sus vergüenzas de antes y ahora. No queremos los despojos de la guerra, ni siquiera tenemos prisa en escribir el relato de cuanto ocurrió. Nos basta con liberar al presente de la falsedad de las grandes palabras y sustituirlas por la sencillez de la verdad honrosamente expresada.