Perdonen que no me levante

Islandia, el pequeño y valeroso país que tuvo la osadía de procesar a su primer ministro por la gestión negligente de la crisis y que a nuestros ojos se convirtió en el referente del escarnio público al que debería someterse a la clase política por su incompetencia y complicidades financieras, acaba de reubicar en el poder -y por amplísima mayoría- a la misma coalición de derechas que le había llevado a la bancarrota. El suceso tiene sus matices; pero simboliza un poco grotescamente las contradicciones del pueblo sobre sus delirios revolucionarios y podría ser el precedente de lo que ocurriría en el Estado español (véase el CIS de abril) si hoy se celebraran elecciones generales. También Italia ha conformado un gobierno en el que está presente el partido de Berlusconi, mientras en Francia el presidente socialista Hollande sufre el mayor desprestigio que se recuerda de un inquilino del Eliseo. Si, como es obvio, no hay una salida de izquierdas ni una solución de derechas a la quiebra económica, y conservadores y progresistas son equitativamente responsables de la misma, hay que hacerse la gran pregunta: ¿Por qué nos obstinamos en derribar un modelo sociopolítico para el que, en esencia, no existe alternativa?

Cinco años de indignación con retroceso, esta es la lección islandesa. ¿Nos sirve de algo? Entiendo que la dura experiencia nórdica, concentrada en menos tiempo que la nuestra, nos aporta unas cuantas reflexiones. La principal es que la cólera, aún siendo un sentimiento pertinente, como todo dolor que proviene de la injusticia, no constituye razón bastante para poner patas arriba el actual canon democrático sin antes haber definido y acordado un sistema mejor que lo sustituya con garantía de viabilidad. De alguna manera, en la mentalidad de la gente se ha establecido esta prevención contra el impulso de sublevación y las llamadas incendiarias a terminar con todo lo que hasta ahora nos ha servido de imperfecto marco de relación. Quiero decir que la intuición social de no dejarse llevar hasta el abismo por la marea rupturista es más fuerte -e inteligente- que la furia totalitaria que la acompaña. Y así, frente a la virulencia de cuantos líderes de baratillo nos incitan compulsivamente a que nos levantemos, la mayoría ciudadana, no menos cabreada pero con criterio, responde como el apócrifo epitafio de Groucho: “Perdonen que no me levante”.

Histeria culpable

Las valoraciones públicas y privadas sobre la crisis y el decadente marco político y económico están contaminadas por la histeria, en medio de un estado de ánimo en el que prima la hipérbole sobre el argumento y de cuyo confuso debate no es posible extraer algo positivo. Podemos proferir contra las autoridades, pasadas y presentes, toda clase de improperios y compadecerles como los gestores más ineptos de la historia. Podemos incluso condenarles con nuestro desprecio y aún sería poco. Pero quedaría pendiente el diagnóstico correcto que nos atañe a todos, dirigentes y ciudadanos: las urgencias en desarmar el sistema de arriba abajo proviene del defecto contrario, el no haber querido o sabido cambiar casi nada durante muchos años, tanto en los ámbitos privados y empresariales, como en las instituciones y estructuras públicas.

La petrificación conservadora es la causa de que el sistema aún vigente merezca la calificación de obsoleto. Todo modelo debe estar abierto a revisiones continuas y reparar sus averías de inmediato, porque si estas se aplazan o ignoran algún día fallará estrepitosamente. Se ha perseguido a los críticos que señalaban los errores, nos hemos autocomplacido en la suficiencia institucional y se han perdido todas las oportunidades  para revitalizar y ampliar la democracia y la economía de mercado, casi siempre por temor a equilibrar el progreso con la justicia y a situar el poder de las personas por encima de los poderes económicos. Estas antiguas renuncias nos han traído hasta aquí. Y ahora se pretende que hagamos tarde y mal -histéricamente- lo que no hicimos bien durante demasiado tiempo.  

La vivencia irracional del fracaso -que es nuestro sentimiento actual- nos empuja a una reacción autodestructiva, quizás porque en esta vorágine de demolición y vilipendio hallamos cierta compensación. Más productivo que acabar con todo lo vigente es sostener lo poco o mucho que de válido atesoramos. ¿Qué nivel de conflicto soportaría hoy nuestra sociedad sin el sostén protector de la familia o sin el concurso de otras estructuras eficientes como la beneficencia de la Iglesia? Más nos valdría en el futuro vivir bajo una insatisfacción inteligente para no resignarnos nunca con lo equivocado e injusto y estar siempre abiertos a la renovación continua.

30-M, huelga particular

Lo más chocante en este embarullado ambiente es que algunos de los que pretenden revolucionarlo todo no se sientan concernidos en la refundación de su propio paradigma. Es el caso de los sindicatos y específicamente las centrales vascas, intocables en sus reinos de Taifas y chiringuitos privilegiados. A pesar de que la comunidad manifiesta hacia estas organizaciones una desconfianza generalizada (volvemos a la encuesta del CIS), ELA y LAB siguen igual que siempre y para el 30 de mayo nos brindan la octava huelga general desde 2007. Aparte del dudoso resultado de estas acciones (¿han creado algún puesto de trabajo?), el hiperactivismo sindical solo es el disfraz de su miedo a aceptar una realidad en la que el sindicalismo tradicional no encuentra acomodo, como también es la expresión de la enorme distancia existente entre sus viejos métodos reivindicativos y las necesidades objetivas de los trabajadores.

“Nuestra única esperanza está en la movilización y la lucha. Porque la movilización es la esperanza de los perdedores”, dijo el líder de ELA, Txki Muñoz, el pasado 1º de mayo, con ese tono de épica caduca que define los mensajes sobrepasados por la historia. No, el 30-M no es una huelga general, sino la huelga particular que un modelo sindical arcaico plantea contra la sociedad vasca para que con su amenaza y radicalidad, a modo de extorsión periódica, empresarios y trabajadores le permitamos seguir ocupando un espacio en el que su acción es tan inútil como contraproducente. Resistentes al cambio, su proceso de supervivencia es lento y agresivo.

Degeneración populista

Planteada la transformación del estándar socioeconómico de modo tan irracional y precipitado, ya empezamos a percibir una de sus consecuencias más indeseables: el populismo. Es el modo de gobernar de Maduro, Kirchner, Morales y otros líderes bolivarianos, la opción de los pobres, que adhiriéndose a los sentimientos primarios del pueblo terminan por esclavizarlo. A esta degeneración democrática se aprestan Rosa Díez, Mario Conde y algunas organizaciones extremistas de izquierda y derecha que ven en la desesperación de la gente una oportunidad de poder que en circunstancias normales jamás dispondrían.

Probablemente, el caos actual derivado del apremiante deseo de catarsis debe conducir a la extinción de la partitocracia y los liderazgos paternalistas que hemos conocido hasta ahora. En este recorrido es inevitable que aparezca la tentación del populismo, intelectualmente superficial y burdo en sus métodos y objetivos. Surgirán berlusconis, neorevolucionarios y hasta payasos con mensajes devastadores y falsas esperanzas. Sea lo que sea, no hay la menor posibilidad de regeneración si la primera referencia de la nueva política no es la corresponsabilidad efectiva de los ciudadanos en todos los asuntos públicos. Resulta que, por fin, lo queremos todo.

Ahora que te has ido, Basagoiti

 En tu despedida, amigo Basagoiti, tenemos que hablar un rato de ETB, no vayas a pensar que podemos pasar por alto lo mucho y cruelmente que atacaste a la radiotelevisión pública vasca y tu obsesión por menoscabarla. Tu profundo resentimiento se resume en una desdichada y grosera frase, pronunciada ante sus cámaras y el periodista Aitzol Zubizarreta el 5 de marzo de 2009: “ETB ha dado bola a ETA”. No, Antonio, aquel exabrupto no fue un exceso verbal consecuencia de una mala mañana de resaca, ni siquiera una simpleza de tantas que nos regalaste en casi veinte años de militancia conservadora. Fue toda una declaración de principios y la excreción purulenta, dolorosa y fétida, de los rencores acumulados por la derecha heredera del franquismo contra las instituciones de Euskadi y los sentimientos abertzales de una mayoría social de la que, al parecer, ETB era su emblema. Fuiste, con aquella pestilente deyección, portavoz de la frustración histórica del PP en la hora de la ira española y la revancha antinacionalista.

            Era obvio, Antonio, que el modelo y éxito colectivo de ETB, más que su significado, te crispaban y no por el adoctrinamiento ideológico del que la acusabas, sino porque los ciudadanos vascos disponíamos por fin de una alternativa singular al monopolio de los medios de Vocento y otros grupos estatales. ETB democratizó la información y el debate en perjuicio de intereses partidistas, no muy honestos. Fíjate que en las últimas elecciones, cuyos resultados a la postre han sido tu tumba política, reclamaste, en pintoresca coincidencia con Laura Mintegi, el cierre de ETB2 y Radio Euskadi, y no por amor al euskera: pretendías devolver a tus aliados mediáticos la primacía perdida. 

            Por lo demás no tienes motivos de queja, porque ETB te ha tratado divinamente, tal vez mejor de lo que te merecías por tus desprecios y porque compensó tu mediocridad y frivolidad con una difusión personal que te ha proporcionado una buena percepción pública. Consuélate, Basagoiti: lo que queda después de ti es mucho peor.

Alfredo Landa, las dos caras de la verdad

 

A los que odiamos la nostalgia, esa enfermedad del alma que transforma los errores y horrores del pasado en recuerdos ingenuos, nos hace sangrar cuanto representó Alfredo Landa durante décadas, un estereotipo insultante. Que fuera un formidable actor no le exculpa de haber aceptado ser en el cine el símbolo del español cateto, sumiso a la dictadura, beato, vago y sexualmente reprimido, con el que se identificó gran parte de la sociedad de entonces y con cuya proyección la dictadura distraía sus crímenes. Los efectos de aquella devastadora españolización idiotizante, de la que Landa fue cómplice, todavía son visibles, especialmente en televisión. Alfredo no se arrepintió jamás de su ignominia cinematográfica y se limitó a esperar que las cosas evolucionasen y le llegara la oportunidad de reivindicarse en historias dramáticas. Y vaya si la aprovechó, hasta el punto de que hoy es más admirado por un solo papel, el de Paco en Los santos inocentes, que por hacer de bobo superlativo en mil películas.

            En la tele Landa no se encontraba a gusto. Antena 3 se obstinó en actualizar su estereotipo con tres series en la década de los noventa. Casi lo consiguió en Lleno, por favor, donde encarnaba a un facha, dueño de una estación de servicio y padre carca. En las otras dos, ¡Por fin solos! y En plena forma, el público le dio la espalda: no tuvieron ciencia ni audiencia. Unos años antes había triunfado con Tristeza de Amor, un retrato del mundo de la radio, sus ambiciones, traiciones y personajes autodestruidos por el alcohol y la soledad. Donde el actor navarro alcanzó la gloria absoluta fue en El Quijote que Manuel Gutiérrez Aragón realizó para TVE y en el que interpretó un Sancho sublime. Pasarán siglos antes de que alguien pueda rozar el nivel de grandeza de aquel Panza inolvidable.

            El recuerdo tiene que ser entero para que no se pervierta en engaño. Landa tuvo dos caras contradictorias, como todos los seres humanos. Y su acierto estuvo en elegir la secuencia correcta: primero hizo de tonto y finalmente fue grandioso.

 

Mente subliminal y otros mitos

 

Supongo que el temor a los mensajes subliminales, esos que se registran por debajo del nivel de percepción consciente, forma parte del amplio catálogo de los miedos actuales. Como la mayoría de ellos, la publicidad subliminal constituye una amenaza infundada y una fantasía fruto de las paranoias de la sociedad individualista. Todavía hay quien sigue atribuyendo veracidad al experimento realizado en 1957 en un cine de Nueva Jersey, donde en el transcurso de la emisión de la película Picnic se proyectaron los mensajes “Bebe Coca-Cola” y “Come palomitas de maíz” a la velocidad de tres milésimas de segundo cada cinco segundos, lo que, según se dijo entonces, provocó un incremento del 18% en las ventas de refresco y un 57,8% en las de popcorn. Como se supo años después, aquel ensayo fue una invención y lo único auténtico que hubo en la sala fue el ardor erótico de Kim Novac.

  Todo esto lo cuenta Martin Lindstrom en su libro Buyology, la biblia del neuromarketing, quien, a pesar de su afán desmitificador, nos advierte de que la publicidad subliminal es una prioridad en las estrategias mercadotécnicas de las grandes compañías. Pero los mensajes ocultos o indirectos que nos incitan a comprar no existen en el modo en que los ciudadanos creen estar manipulados. Lo que Lindstrom llama subliminal no es otra cosa que un juego asociativo por el que se induce a nuestra mente a vincular los momentos de satisfacción, alegría, bienestar o placer con un determinado producto o marca. El cerebro es un desván de recuerdos, imágenes y ansias latentes que debidamente activados y orientados se convierten en persuasivos agentes comerciales que condicionan nuestra capacidad de elección. Sí, también en lo político.

  No le tengas miedo a los anuncios de la tele, tan ingenuos. Témele más bien a tu propio subconsciente en el que habitan los resortes que van a impulsarte, más allá de lo racional, a consumir lo que no necesitas pero secretamente deseas. Ante el riesgo de monitorización nada te fortalece más que el socrático “conócete a ti mismo”.

 

 

Gestión emocional de la crisis, ¿por qué no?

 

Según Martin Lindstrom, gurú del neuromarketing y autor del célebre libro Buyology, el 90% de nuestro comportamiento de consumo es inconsciente. Siendo esto creíble, cabe preguntarse en qué medida los vínculos entre política y ciudadanía son emocionales. La respuesta nos llevaría a  reconocer que los sentimientos están mucho más presentes en los actos que relacionan al gobierno con los individuos que en cualquier otro ámbito de conexión interpersonal. Y sin embargo, no hay constancia de que en  algún país exista o haya existido una autoridad o ministerio de asuntos emocionales, cuyo propósito fuese orientar las decisiones democráticas contando con el modo en que la gente siente y se ve condicionada en cada circunstancia más allá de lo racional. En definitiva, las instituciones se equivocan continua y trágicamente porque desconocen la naturaleza de sus ciudadanos.

             Hay una enorme diferencia entre gobernar en función de los sentimientos de las personas y dirigir los destinos de una comunidad conociendo la singularidad de sus emociones. Lo primero sería populismo o demagogia y lo segundo, inteligencia democrática. Solo desde el desconocimiento y las ataduras del ultrarracionalismo se comprende la resistencia a gestionar en coherencia con las emociones. Y no basta la intuición como hasta ahora: hay que cambiar el paradigma de la administración para que los sentimientos no se vean despreciados. ¿Vamos a continuar en la falsa contradicción entre emoción y razón, esa bella dualidad humana? Curiosamente, el rechazo de la gestión emocional es producto de otro poderoso sentimiento, el miedo. Miedo a enfrentarse a la honda y compleja sustancia de los seres humanos.

 Negación emocional

             Partiendo del hecho de que un gobierno no administra solo recursos tangibles, sino sobre todo sentimientos, la diferencia en la gestión de una crisis como la actual es que con muchos menos recursos económicos se tienen que activar muchas más respuestas emocionales. Si este factor es siempre útil, resulta imprescindible en época de conflicto y penuria. Quiero decir que ahora se echa en falta la inteligencia política que asuma la realidad emocional y hable el mismo idioma de los sentimientos (sufrimientos y anhelos) que entienden las personas a las que sirve.

             La escasez, la pobreza, el desempleo, los desahucios y las deudas generan potentes emociones: miedo, amargura, incertidumbre, ira y desesperación. Ante este torrente de aflicciones las autoridades tienen que trabajar en tres áreas: el hacer, el decir y las actitudes; o lo que es lo mismo, decisiones concretas, declaraciones públicas y conducta externa. El primer paso es tener conciencia de aquello que hay que evitar para no agregar más padecimiento. En ese contexto los líderes están obligados a ser más cercanos y hacerse más visibles. Los silencios y ausencias de Rajoy deprimen y aumentan el sentimiento de fragilidad y soledad de los ciudadanos. Por su hermetismo, el presidente español representa como nadie la negación emocional de la política. Algunos creen, como el editor Luis Haranburu Altuna, que para salir de la crisis se «requiere de auténticosprofesionales de la política” (El Correo Español, 20-4-2013); pero esta época es precisamente la menos indicada para la tecnocracia u otras ideologías deshumanizas que convierten a las personas en meras cifras y estadísticas. Los mejores políticos, profesionales o no, son aquellos que adoptan la empatía como eje de actuación.

             Y si los gobernantes deben cuidar sus silencios, más aún tienen que vigilar sus pronunciamientos. Pocas cosas entristecen más a la sociedad castigada por la escasez que asistir a la inútil batalla de los políticos echándose la culpa unos a otros. El tiempo de los reproches ha caducado. Para acompañar con dignidad el sufrimiento popular las autoridades deben dejar de referirse a la herencia recibida de sus antecesores como causa de los males y excusa de sus recortes. Y también tienen que abandonar ese juego cruel de las falsas esperanzas sobre la inminente salida de la crisis y el inicio de la recuperación. La esperanza es la más frágil de las emociones humanas y desaparece a la segunda o tercera decepción. Un pueblo desengañado merece ser tratado con respeto. La política tomada como una religión de fe en sus líderes y promesas de salvación es profundamente destructiva.

             Aún más descorazonador es el lenguaje de las actitudes y los gestos. ¿Por qué resulta tan odiosa la secretaria general del PP, Dolores de Cospedal? Porque a su natural hieratismo y agresividad añade un talante despectivo e insensible con el que ni vence ni convence. ¿Qué necesidad tiene Montoro de ser más desalmado, De Guindos de proyectarse tan desmañadamente frío, Báñez de despreciar a jóvenes y parados y Wert de sobreactuar y ser tan jactancioso? ¿Por qué reducir la sociedad de personas a conceptos de marketing como “marca Euskadi” o “marca España”?

             La batalla emocional se libra en la calle y en los medios de comunicación, lo que implica que los gobiernos deben ser sensibles y no responder al clamor de la indignación con la fuerza y la policía. Si la acción que prima es el apaleamiento y la criminalización de las protestas, la gestión de la crisis se hundirá y las dificultades serán mayores. Hay que facilitar que la ciudadanía exprese su dolor y sus urgencias; pero no como mero desahogo, sino como la formulación del auténtico diagnóstico social. Frente a él los dirigentes públicos están obligados a comportarse con coraje y soportar con gallardía toda clase de inconvenientes derivados de la ira popular. Con sus lloriqueos, la privilegiada clase política queda muy por debajo del nivel de contención y madurez demostrado por la gente.   

 Afirmación emocional

             Los ciudadanos perciben las crisis y sus efectos no como circunstancias sobrevenidas, sino como agresión y engaño de sus gobernantes y alta clase empresarial y financiera. En una gestión emocional positiva hay que comenzar con el reconocimiento de los errores. ¿Alguien de la cúpula bancaria ha emitido un verosímil mensaje de culpabilidad? ¿Han interiorizado de verdad las autoridades que el vigente modelo político ha quebrado? A unos y otros responsables les ha faltado humildad y adherirse con mayores renuncias al sacrificio general. Lo que descompone emocionalmente es la desigualdad de las privaciones y que mientras millones de personas lo han perdido todo -trabajo, casa y ahorros-, la clase dirigente no haya hecho muchos más esfuerzos y concesiones para equilibrar la austeridad.

            Los sociólogos del gobierno no se percatan de que la prioridad emocional es levantar de la postración la autoestima. La autoestima no tiene nada que ver con el estado de ánimo, que es cosa de psicólogos. Sin la potencia de la autoestima la sociedad carece de energía suficiente para enfrentarse a las dificultades y emprender una salida. Y no hay amor propio posible si los ciudadanos no creen en sus instituciones, empresas, líderes y marco legal. Hay que reformar de arriba abajo la falsa calidad de nuestro sistema y liberar la creatividad secuestrada por la codicia durante décadas. Ha llegado la hora de la osadía y el atrevimiento a cambiar la vieja maquinaría que nos gobernaba y decirnos la verdad sobre lo que creemos y afirmar sin complejos la renovación de los valores clásicos de la honestidad, el trabajo, el respeto, la voluntad y la responsabilidad. Nunca existieron todos a la vez, ciertamente, pero la gente los demanda como un pack irrenunciable  para viajar al futuro y sentirse ilusionados.

 Si las emociones mueven el mundo y la vida cotidiana de las personas, ¿por qué no la política y la economía? Mucho cuidado, el odio empieza ser el sentimiento predominante.