Inocencia por amor, acto primero

Expulsar los demonios de la corrupción nacional y purificar el alma de la monarquía española: estos eran los únicos propósitos del show del sábado en Palma de Mallorca mediante un impúdico exorcismo al que había sido convocado el pueblo para asistir a la teatral ceremonia a través de las televisiones de medio mundo, testigos del sortilegio colectivo. La hija del rey hizo su papel de posesa inocente e inmolada accediendo en coche al lugar del conjuro, pero exhibiendo, como mágica concesión a la plebe, el sacrificio de dar diez pasos hasta la puerta trasera de los juzgados sin recorrer la desvencijada cuesta por la que ya descendiera sin dignidad su marido, la encarnación del demonio y sobre quien ha de recaer, sin remisión, toda la carga del pecado.

             Era indispensable que la infanta se presentara con una sonrisa de escaparate, compelida y algo insolente, que es lo primero que aprenden -a enmascararse bajo el rictus de la sonrisa- los que se inician en el disimulo del lenguaje corporal. En este protocolo, medido en catorce segundos, Cristina no paró de sonreír y dar los buenos días, como si acudiese a una fiesta, fingiendo su estado anímico y proclamando con su feliz pose y encantadora figura (embutida en pantalón y chaqueta casual, y sin joyas, de un sábado cualquiera) el mensaje de su inocencia. Si no puedes vencer por la verdad, gana por las emociones, dicen los expertos en persuasión. Y una vez dentro, ante el oficiante Castro y demás sacerdotes togados, el exorcismo se celebró bajo esta misma exaltación emocional: el amor y la fe en el esposo como eximentes del saqueo público. Por semejantes flaquezas humanas el pueblo y sus jueces están dispuestos a perdonar, porque ya sabemos que en nombre del amor, incluso de amor a Dios y la patria, se han cometido los más terribles crímenes, finalmente impunes.

             Y así concluyó el exorcismo de una infanta estúpida, pero mujer enamorada, con la rehabilitación de la corona y el demonio de la corrupción otra vez suelto por las calles de España. La vida sigue mientras la justicia muere.

PP: triste y solo, como Fonseca.

quirogaEl PP está muy solo. Sus líderes exhiben en televisión rostros sombríos y actitudes a la defensiva que sugieren pánico. Los hechos no les proporcionan ningún consuelo. En Euskadi es aún peor. Vapuleados hasta por los suyos e impugnados por la realidad en la que ya no está presente la otrora rentable cuestión terrorista, los voceros de la derecha se sienten acosados por las críticas de inmovilismo e intransigencia. Verlos debatir en ETB frente a las demás voces ideológicas resulta lastimoso. No encuentran sosiego porque nadie entiende la justificación de los recortes de derechos, ni mucho menos su numantinismo en la gestión de la paz. Están incómodos ante las cámaras y sufren un abandono que ellos mismos retroalimentan con su escapismo.

 Desesperadamente aislados, han ido al Consejo de Administración de EITB a pedir amparo con sus lloros y, a la vez, chantajear a la dirección de la radiotelevisión vasca con la retirada de su apoyo (¿qué apoyo?) a Maite Iturbe y Pello Sarasola, todo ello bajo el falso envoltorio argumental de las malas audiencias y el sesgo informativo. Lo cierto es que ETB2 cerró enero con una cuota del 10%, la misma que dejaron los anteriores gestores hace un año, y unos buenos registros en ETB1 y ETB3. Y lo que la parlamentaria popular Nerea Llanos califica de sesgo se llama, sencillamente, pluralismo. Sesgo es que el PP ocupe una silla en los debates de ETB, igual que PNV y EH Bildu, con un respaldo electoral tres veces inferior al de los partidos nacionalistas.    

El PP vasco tiene nostalgia de Miguel Ángel Idígoras, aquel que censuró la presencia de la izquierda abertzale en ETB y proporcionó en las tertulias mayorías de opinión favorables al pacto españolista. No remediará su soledad si deserta de la realidad y elude las causas que motivan su aislamiento social, es decir, sus penurias democráticas e impedir que nuestra televisión pública sea fiel reflejo de la sociedad vasca. Amargado y paranoico, el PP, como Barcina, percibe aún a ETB como el enemigo que “da bola a ETA”. Basagoiti no se ha ido.

Los complejos salen del armario

Cuando, para reducir la verdad, las noticias asumen la retórica subjetiva, se muestran antiestéticas y abochornan por su bajeza. En cambio, la publicidad vive feliz en ese territorio, porque lo suyo es la exposición astuta y el lenguaje envolvente. Las emociones sueltas y la libertad expresiva pertenecen a la publi. Los anuncios son la representación de la síntesis: lo esencial en una frase y treinta segundos. Nada es más audaz que la publi y por eso pretenden controlarla con censuras. En las dictaduras no hay anuncios. Nadie tiene ocurrencias más explícitas.

            El atrevimiento es la clave. Abajo los tabúes. La publi ha rescatado del pudor ocultos complejos humanos. Como las hemorroides, un padecimiento vergonzante indultado por los anuncios y que, entre otros hombres, atormentó a Gustav Mahler más que los extravíos de su esposa Alma. O el estreñimiento, que la publi ha sacado del cuarto oscuro para liberar la defecación en la poética del “tránsito intestinal”. O la flatulencia, un recurso léxico para evitar el vocablo hilarante, pedos. O los tampones y compresas, cuyos primeros anuncios en España tuvieron que esperar a la década de los ochenta. O los preservativos. O la menopausia y sus efectos. Y la disfunción eréctil. O las pérdidas urinarias de los adultos… taras y trastornos que ha popularizado -y redimido- la publi. Sin terror a las palabras.

            Me gusta la osadía retórica de Vagisil, una crema que alivia los picores en la zona vaginal y afronta una molestia que callan las mujeres y ríen los hombres. El anuncio elude la mención del centro del escozor con un “ahí” y una mirada hacia abajo. Es fantástico. Como también el gel Chilly, una marca melodiosa que sugiere su función de higiene de “lo más íntimo” sin tener que pedir disculpas. En un principio fue el marketing y este nos liberó de los miedos del cuerpo y acabó con los rubores culturales. Comunicando certezas y remedios. Con unas pocas palabras elegidas y una imagen en una página, un cartel, una cuña, un banner o treinta segundos sutiles en la tele.

Memoria y olvido en Euskadi: ¿por qué tanta prisa?

cronica_paz_convivenciaLo que hay en medio del recuerdo y el olvido es solo tiempo, por mucho que nos obstinemos en rellenarlo de dolor latente o dignidad forzada. El paso de los años arrasa con todo y no nos hace mejores personas ni más felices convertirnos, individual o colectivamente, en máquinas conmemorativas. La memoria que se aferra al pasado para retenerlo o para redimirlo es un lastre, porque olvidar -olvidar bien- es nuestro único destino. Pero tan necesario como el olvido natural es una memoria sana: juntos forman el punto de equilibrio en el que lo seres humanos y las sociedades pueden vivir en paz entre el pretérito y el futuro. Conseguirlo es un arte cuyo mayor obstáculo son las prisas y la ansiedad por impedir o acelerar el olvido. El mal olvido y el recuerdo patológico nos condenan a vagar sin horizonte y con un porvenir condicionado.

            Mi percepción es que determinados sectores en Euskadi tienen mucha urgencia en que los recuerdos del terror -de ETA y del Estado- permanezcan sangrantes y se prolonguen más allá de lo razonable e incluso contra lo humanamente admisible. Hay un obvio interés en forzar el sostenimiento de una memoria trágica por miedo a que se produzca un veloz olvido de aquellos hechos y sus víctimas, lo mismo que es evidente el propósito de que se precipite el cierre la historia de los años de terror para eludir las responsabilidades éticas y políticas. ¿A qué vienen esas prisas?

            Tenemos un precedente que nos concierne. La llamada transición española fue un trágico ejercicio de olvido sumarísimo sobre la base de una gran falacia, la reconciliación, y de un innoble objetivo, la impunidad de la dictadura y sus autores. Se hizo a toda velocidad. Y para que aquella acción de desmemoria general resultase eficaz bastó con añadir el miedo y la ignorancia. Los daños democráticos de aquel destrozo aún los estamos pagando: monarquía corrupta, injusticia para las víctimas, proliferación de símbolos franquistas, poderes intocables, libertades recortadas, soberanía limitada, etc. La historia pasó corriendo por España: se escamoteó el conocimiento de la verdad por medio de un súbito olvido. Es muy llamativo que los que ensalzan aquella oportuna amnesia pretendan ahora que la memoria se atasque en Euskadi e interrumpir la honrosa prescripción del pasado. Sobra tanta ansiedad como impaciencia.

¿Hay obligación de recordar?

            Recordar no es una obligación: es una consecuencia natural de la vida personal y colectiva. Es una necesidad práctica, un balance de pérdidas y ganancias. Pero el recuerdo no se forma con voluntad de sufrimiento, sino para todo lo contrario, como  garantía de nuevas y más satisfactorias experiencias futuras. Y como España no ha aprendido a recordar, está implantando la memoria artificial, que consiste en momificar determinados sucesos con mala conciencia y como tributo a quienes se sienten maltratados por el pasado. La memoria artificial es la que se construye solo desde el poder y se distribuye de arriba abajo con la obligación de ser tenida como certeza absoluta y sentida como emoción inexcusable. La memoria de las víctimas del terrorismo está hecha, lamento tener que decirlo, con el material artificial del recuerdo uniformado y el sentimiento fingido, el mismo con que muchos historiadores redactaron el relato oficial al dictado de tiranos y vencedores. La memoria artificial es la que están diseñando las instituciones para salvar la vergüenza de cuanto no supieron evitar y de cuantas injusticias y olvido desplegaron durante décadas hacia las víctimas (y no siempre todas) de la violencia. Es algo así como la declaración de culpabilidad de la sociedad y aflicción pública hacia los damnificados del terrorismo para que la condena moral e histórica no recaiga sobre la clase política, su punto exacto de responsabilidad.

            Al diseño de la memoria sobre la víctimas, efectuado en el interior de los despachos y narrado por los medios de comunicación, le falta el alma de las personas reales. No es que la sociedad quiera olvidar: es que preferiría recordar de forma menos alambicada y más noble, sin dejar a nadie fuera y sin establecer categorías de dolor. La sociedad vasca preferiría un recuerdo despolitizado, honroso, sincero y no tantos monolitos, aniversarios, ofrendas florales, placas, ponencias, foros e institutos memoriales donde los protagonistas son siempre los políticos y algunas asociaciones de víctimas airadas bajo la bandera del rencor y las heridas sangrantes. La memoria de las víctimas no se sustancia con muchos valles de los caídos. La memoria no se debate en el parlamento: se siente en la calle o es ficción.

            El recuerdo oficial de las víctimas, tal y como está concebido, impide la fluidez del tiempo: se resiste a la erosión natural de los años. De ahí que precisamente uno de los instrumentos de esa memoria sean los presos de ETA. Produce tristeza decirlo, pero el símbolo más importante de la memoria de las víctimas lo constituyen los presos, entre ellos, Arnaldo Otegi, líder de la izquierda abertzale, y por tanto su permanencia en la cárcel, permitida por leyes arbitrarias, sostiene este recuerdo adulterado. La política penitenciaria está al servicio de esta zafia construcción de la memoria, moral y democráticamente indecente.   

Necesidad de olvidar

            Si no olvidáramos la vida sería insoportable; pero vaciar la memoria nos condenaría a una infancia perpetua. Creo que todos necesitamos el olvido más o menos lento. “Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”, escribió Borges. Algo así piensa, según creo, la mayoría de la sociedad vasca, un deseo de pasar página, pero dejando huella del reproche a quienes hicieron de la violencia (ETA y el Estado) su método de poder. La gente quiere olvidar, pero no tiene ninguna prisa. Quien la tiene es la izquierda abertzale y su error está en descuidar alguna de las condiciones del buen olvido: hacer las paces con el pasado mediante el conocimiento y reconocimiento sinceros de lo ocurrido. Su olvido es artificial.

            Quizás los dirigentes de Sortu tienen demasiada confianza en que el transcurso del tiempo coopere con su pretendido olvido artificial. Se equivocan, porque con esa oportunista complicidad lo único que conseguirán será retrasar el olvido y darán argumentos a quienes preconizan la momificación de una determinada crónica de la violencia. Es verdad que la izquierda abertzale necesitaría que la contabilidad del terrorismo fuese más equilibrada, por cuanto en el relato oficial del terrorismo los muertos y damnificados causados por el Estado ocupan un papel secundario, a pesar de que sus acciones son cualitativa y éticamente mucho peores que los de la banda asesina. Por así decirlo, los patrocinadores de ETA no quieren ser los únicos malos de esta película y mientras tengan esa sensación de soledad no facilitarán el olvido.

            Seamos realistas en esto como en todo: la memoria y el olvido tienen sus límites. Que nadie pretenda un final feliz, ni siquiera una paz completamente justa, y mucho menos que el olvido sea inmediato y sin secuelas. Admitamos que las víctimas no tendrán compensación suficiente. Reconozcamos que vamos a tener que tragar cierto grado de impunidad de los actos terroristas de unos y otros. Valen más estas tremendas concesiones que cualquier prolongación de los efectos del pasado sobre la vida pública. El final de todos los conflictos es siempre el mismo: una memoria precaria y un olvido demasiado rápido. No sé si será lo más justo, pero sí lo más humano.

Televisión, fábrica de héroes

castro_abc--644x362¿Necesitamos héroes? Sí, porque el mundo y nuestra sociedad son aún pueriles y siguen negando su propia grandeza. Pero la creación de ídolos no es tan sencilla: hace falta una historia singular, unas circunstancias propicias y unos medios de difusión perspicaces. En el juez Castro se dan las condiciones del nuevo héroe: un funcionario sencillo enfrentado a los privilegios de la Corte y decidido a llevar hasta su tribunal, como a cualquier plebeyo, a una hija del rey de España a la que imputa graves delitos económicos. Y esta gesta se produce en un contexto de empobrecimiento e indignación, idóneo para la sublevación. Gusta a la gente la tozudez de José Castro, con sus andares torpes y su desastrada figura: es el favorito del pueblo, a quien se admira y a la vez se compadece, porque sabemos que terminará doblegado por las intrigas de un sistema podrido. Le permitirán un retiro con honores y que escriba un libro de sus hazañas; pero por ahora es el héroe que desafía al monstruo de la justicia.

 Gamonal es otro de nuestros héroes, un barrio humilde de Burgos que ha vencido a un ayuntamiento cacique con sus insistentes protestas y algo de rabia y fuego. La política, agazapada en sus complejos, ha cedido para no convertir a este núcleo en la chispa que pudiera prender la cólera colectiva en muchos otros lugares. Los héroes del barrio han dado una clase magistral de sociología y comunicación al percibir la oportunidad de su desafío y atraer hacia sí la complicidad de la televisión. Pronto serán olvidados. Como lo fueron los héroes de los desahucios que paralizaron los desalojos alentados por la brutalidad del sistema contra los más pobres. ¿Dónde está Ada Colau, la heroína de aquella historia? ¿Dónde quedan los héroes del 15-M? Todos asimilados, ídolos de tránsito.

 También hay héroes de pacotilla. Miguel Ángel Revilla, adicto a la tele, es el ídolo de los indocumentados. Y Cake Minuesa, el reportero de Intereconomía que interpeló a los ex presos de ETA en Durango, el héroe de la ultraderecha. Urge un poco de iconoclastia.