Reconozco que las imágenes me han impactado y no por su crudeza, de la que carecen, sino por su arbitrariedad o contradicción conceptual: en la explanada de Loiola, en Azpeitia, uno nutrido grupo manifestantes, supuestamente compuesto por familiares de presos de ETA, o contrarios a la dispersión de los reclusos de la organización terrorista, que portan pancartas alusivas a su (justa) reivindicación, aclaman y aplauden a las autoridades que, en su camino hacia la Basílica, pasan delante de los concentrados. ¿Es una broma? ¿Forma parte de alguna escenificación o performance teatral? ¿Es carnaval? No, es una imagen auténtica, más inverosímil aún si está localizada en Euskadi, paraíso de la agitación y laboratorio del disturbio.
La primera consideración que, tras el aturdimiento provocado por la imagen, uno puede hacerse es que algo está cambiando en Euskadi; pero es solo un espejismo inmediato, un razonamiento falso, de esos que elaboran y propagan ciertos comentaristas (José Luis Zubizarreta, de El Correo Español, por decir uno de sus cínicos) de la prensa servidora del Estado. La manifestación, cuyo ejercicio es un básico derecho democrático, tiene por objeto, en la mayoría de los casos, mostrar una repulsa colectiva a los poderes públicos acompañada de un requerimiento de solución. La manifestación es, en sí misma, una acción sediciosa que deriva en una canalización ordenada de la cólera de un grupo social más o menos numeroso contra las instituciones.
Las manifestaciones democráticas no pueden ser actos para la autoridad, sino acciones contra el autoritarismo. Su perversión se convierte, como recordamos, en ceremonias de adhesión inquebrantable, como los que Franco y sus secuaces llevaban a cabo en la Plaza de Oriente de Madrid para lanzar loas al caudillo y su régimen totalitario. La protesta que ensalza a la autoridad es un oxímoron, una contradicción absoluta, pues su esencia es oponerse a alguna medida de la autoridad. La manifestación se sale del cauce político reglamentario y pone su escenario en la calle. Es un síntoma de alguna enfermedad o mal colectivo, de alguna injusticia. Es una emoción que trasciende de algún sentimiento de pesar o amenaza. De manifestaciones Euskadi sabe más que ningún otro pueblo. Hemos vivido décadas en estado de permanente movilización.
Durante décadas nos acostumbramos a las protestas que la izquierda abertzale organizaba contra las autoridades que acudían a Azpeitia al acto conmemorativo de San Inazio de Loiola. Era un clásico del periplo de protestas estivales. Y aceptábamos como normal (subrayo lo de normal) que el lehendakari, el alcalde y el presidente de las Juntas, generalmente del PNV o, en todo caso, de partidos no pertenecientes a la izquierda nacionalista, tuvieran que soportar estoicamente la increpaciones de los manifestantes abertzales, casi siempre protegidos por los escudos de numerosos efectivos de la Ertzaintza. Era lo normal, porque existía en Euskadi un problema político no resuelto. Y las autoridades, no precisamente las directamente competentes para dar solución al conflicto, aguantaban el chaparrón de las protestas, porque eso formaba parte de la ceremonia política y de los inconvenientes de su cargo y su salario. Y no pasaba nada.
Ahora, no. Ahora, los mismos que insultaban y maldecían a los anteriores mandatarios, porque no eran de su cuerda ideológica, arrojan flores y entonan cantos a las nuevas autoridades, con lo que la manifestación se pervierte en un acto de adhesión inquebrantable. Como Franco y la Falange; pero con Martín Garitano y Bildu en su lugar, no en la Plaza de oriente, sino en la explanada de Loiola. No, las cosas no han cambiado a mejor: se han pervertido. Una de dos. O no celebras esa manifestación laudatoria porque ya están los tuyos en el poder para cumplimentar tus deseos, o si la organizas cargas a las autoridades actuales con similares insultos y desprecios a los que antes dedicabas a los representantes que no pertenecían a tu cuerda. ¿Por qué? Porque las autoridades de ahora tienen exactamente la misma responsabilidad que las anteriores en que los presos de ETA vuelvan a Euskadi. O sea, ninguna.
A estas perversiones o chanzas democráticas nos lleva la contradictoria situación política actual y la posición acomodada de la izquierda abertzale. A que la responsabilidad política se valore por el colectivo de sus votantes con un sesgo mentiroso y manipulador. Como si lo normal fuera esto, que los manifestantes aplaudan a las autoridades en vez de increparlas, pues para eso se hizo el derecho de protesta. No se organiza una revuelta para cantar con los tiranos.
Vean en la imagen cómo Garitano corresponde a las loas saludando, agradecido. Y vean a los manifestantes rendir pleitesía a las autoridades. Vamos a ver muchas cosas como estas en Euskadi próximamente. Los mismos que insultan a las autoridades en un sitio y por unas razones, cien kilómetros más allá increparán a las autoridades con los mismos argumentos. De la alabanza a la protesta hay solo unos kilómetros. La esquizofrenia al poder. La democracia solicita un respiro.
No, eso no es normalidad. Es la expresión de las carencias democráticas de la izquierda abertzale. Mientras los demás hemos transitado -y nos ha costado muchos años y gran esfuerzo- por la universidad de la tolerancia, el respeto a las ideas ajenas y la convivencia plena, ellos todavía no han superado la primaria y, con dos nociones de libertad mal aprendidas, pretenden darnos lecciones políticas y gobernarnos. De momento, lo único que han hecho ha sido revivir las manifestaciones del régimen franquista, que sustituían el derecho a la protesta por la obligación de la adhesión inquebrantable. Qué espectáculo, Dios mío.