La verdad es urgente: pederastia en la Iglesia

En relación con los abusos de menores, tengo la impresión de que todos hemos llegado tarde, también la Iglesia, y las familias y la sociedad y la opinión pública», dijo hace unos días el arzobispo de Valladolid y ex prelado de Bilbao, Ricardo Blázquez. Y añadió: «Y no es legítimo poner sólo la luz en un determinado grupo humano. Todos estamos implicados». He aquí el nuevo discurso evasivo de la curia en su huida hacia delante. No, la Iglesia española no ha llegado tarde a la justicia de las víctimas de depredación sexual ocurrida en su seno, sencillamente no ha salido de donde estaba: la negación, la ocultación y el encubrimiento y, ahora, el puro teatro de un mea culpa falso, forzado y plañidero.

El otro concepto engañoso al que se refiere el arzobispo es que “no es legítimo poner sólo la luz en un determinado grupo humano. Todos estamos implicados”. ¡Ah, la vieja estratagema de que la culpa es de todos para que no sea de nadie! A eso se llama escurrir el bulto, escapismo moral. Hay que tener poca caridad -y aún menos vergüenza- para poner en marcha el ventilador y diluir la tragedia de miles de niños en un reproche general, innominado.

¿Por qué investigar solo a la Iglesia?

El poder mediático de la derecha y los grupos políticos en los que encuentra cobijo, básicamente PP y Vox, contratacan con un detestable mantra: es una causa general contra la Iglesia, aduciendo que son los enemigos de la fe quienes inspiran, por odio y revanchismo, la creación de una comisión -en todo caso tardía- que esclarezca ese capítulo negro de la historia que se prolonga desde la década de los 50 hasta ahora, setenta años de terror y violencia ignominiosa sobre los niños. 

No, no es una causa general, ni la impulsa el rencor, ni la respalda el diablo, ni es una confabulación judeomasónica. Obedece al impulso más profundo del ser humano en su dignidad: el conocimiento de la verdad y la reclamación de justicia para los inocentes. ¿Y por qué centrarla sobre la Iglesia y no, como dice el purpurado Blázquez, en “la sociedad entera”? La respuesta es muy sencilla. Siendo cierto que la mitad de los casos de abusos a menores ocurre en las familias y que también se han producido en centros escolares laicos y ámbitos dispersos, la Iglesia constituye una entidad concreta, visible y singular en lo jurídico que por su relevancia social e implantación educativa ha acumulado incontables delitos sexuales sobre menores que han permanecido ocultos y sistemáticamente negados durante mucho tiempo. No hay un sujeto familiar al que juzgar, ni profesiones a las que cabría señalar como colectivo específico. La Iglesia católica es una y determinada, así se define ella misma, por lo que cabe someterla al escrutinio de los crímenes cometidos por pastores bajo su jerarquía, con nombres, apellidos, lugares y relato. El escándalo es por cantidad y calidad.

En este punto, quiero referirme al artículo publicado en estas páginas el pasado 11 de febrero y firmado por Sebastián García Trujillo, quien se presenta como “colaborador laico en el Instituto de Pastoral y Teología de la Diócesis de Bilbao”. En su escrito señala: “Bien está que se investiguen los abusos sexuales, pero ¿por qué solo los de la Iglesia”. Más adelante, critica las comisiones de investigación: “Referidas a un solo colectivo implicado, sea o no la Iglesia, me parece una propuesta manifiestamente injusta, por parcial”. Y en su rechazo llega a la caricatura: “Hay veces en las que parece se quisiera volver a los tiempos del capirote y el sambenito públicos medievales para que el pueblo se ensañe hasta la lapidación real o psicológica de los victimarios”. En fin, en este el discurso, a la defensiva, se resumen todas las miserias de la Iglesia en su continuo maltrato a los menores, confiada en que la desmemoria, la vergüenza, el miedo y la complicidad de sus políticos y su aturdida feligresía lleven al olvido sus imperdonables e inconfesadas fechorías. Por estas actitudes escapistas y burlescas dudo de la voluntad católica en el esclarecimiento de la tragedia de la pederastia.     

Formato para una comisión de la verdad

            En mi opinión, la comisión debería sumar los estudios sobre la pederastia que se llevan realizando en instancias universitarias desde hace años bajo esquemas serios y metodologías rigurosas. Cabe destacar el que lidera Gema Varona, Doctora Investigadora permanente en el Instituto Vasco de Criminología de la Universidad del País Vasco. Todo el saber que han acumulado a pesar de la escasa comprensión y colaboración de la Iglesia oficial, tendría que ser el núcleo de las conclusiones de la futura comisión. Personalmente he participado en algunas de las sesiones con víctimas, muy diversas, cada una con su historia y la demanda común de la verdad. 

            Los testimonios relevantes, como el del escritor catalán Alejandro Palomas, son muy importantes por cuanto ayudan a otras víctimas, de menos renombre, a mostrar su caso y dar a la pederastia de la Iglesia dimensión de genocidio moral. Yo hice lo propio hace siete años ante las cámaras de ETB y estoy convencido de que otros muchos, aún en silencio bajo el peso del mal recuerdo y la vergüenza, harán lo mismo a nada que se facilite un cauce amable. El diario El País, al que tanto tenemos que agradecer en este asunto, ha tenido la inteligencia de hacer suya esta causa justa y canalizar los episodios de las víctimas, con cara, ojos y nombre.

Tantas víctimas

Y si no me fío de la política para una comisión de la verdad, mucho menos confío en los equipos de investigación promovidos por las diócesis. ¿Cómo no dudar de quienes son juez y parte? ¿Desde cuándo los culpables se ponderan a sí mismos? Es cierto que algunas cosas han cambiado en Euskadi tras la salida de Iceta y Munilla. En Bizkaia hay una comisión diocesana con buenos propósitos, pero se percibe más aparente que real, tramposa en sus métodos. Me fío de Teo Santos, uno de sus componentes, ex ertzaina, de buen carácter. Serviría de algo que el nuevo obispo abriera los archivos diocesanos y forzara con rigor canónico a las órdenes religiosas, que van por libre, a entregar sus papeles y documentos ocultos, los que aún no han ardido. Porque esa gente lo ha quemado casi todo para escapar del peso de la verdad. Desgraciadamente, la memoria siempre llega tarde.

            Y como no fío de los mal arrepentidos, no acudiré a denunciar mi caso a la comisión antiabusos de la Iglesia vizcaina, lo que no significa que vaya a callar lo que ocurrió hace más de 50 años en un centro benéfico de Bilbao, cuyo nombre omitiré por ahora, donde su director, en la década de los sesenta, un canónigo de la Catedral, un ser monstruoso, causó a cientos de niños daños vitales, irreparables con violaciones, masturbaciones y vejaciones. ¿Considera la Iglesia un agravante que las agresiones sexuales fueran acompañadas de violencia física y humillaciones? Parece que no. Hay víctimas de aquella época y aquel abominable sacerdote y sus encubridores que han revelado su martirio con todo lujo de detalles. Y ya les aviso que en cuanto se den las condiciones de seriedad en las investigaciones, serán cientos de chicos, antiguos asilados en aquel lugar de espanto, los que emerjan de su pesada carga de vergüenza, miedo y olvido para reclamar su derecho a la verdad y castigo para los autores, pastores de la Iglesia. Será el centro católico con mayor número de denuncias por abusos sexuales a menores de todo el Estado. En Bilbao hubo un Auschwitz de pederastia y crueldad.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de comunicación+

Goyas 2022: el cine sin emoción

En la semana que HBO estrenaba la tercera temporada de La amiga estupenda, auténtica delicatessen, el cine del Estado español viajaba a Valencia a festejarse y lanzar el pretencioso mensaje de la normalidad; pero el miedo tardará muchas, muchas películas en desaparecer. Durante dos años el sector audiovisual ha suplicado el regreso del espectador al grito de “el cine es un lugar seguro”, con poco éxito: las salas recaudaron el pasado año la mitad que en 2019, contando los bodrios de Santiago Segura. El sábado fue una historia previsible: un espectáculo aburrido, tres horas eternas, tres películas triunfadoras y una derrota cruel.

Que iba a ganar El buen patrón se sabía antes de empezar, con seis trofeos y Bardem y Aranoa de triunfadores. Tan claro estaba que se habló más de los próximos Oscar que del presente. Sabíamos que Maixabel reluciría por su intenso relato de dolor y reconciliación, lo opuesto en honradez a la tunante Patria. Y era de esperar otra noche triste para Almodóvar, tan cruel que se fue de vacío. Con cinco galardones, la sorpresa la dio Las leyes de la frontera y su historia nacida de la pluma de Javier Cercas. ¿Y por qué no sonó el lema No a la guerra en vísperas de que Putin, emulando a Hitler en Polonia, rompa Ucrania a sangre y fuego? No dijo nada Joaquín Sabina en su actuación al límite. Sacristán también calló, pero hizo un discurso para enmarcar. Y no era misión de la australiana Cate Blanchett reivindicar la paz en Europa.

El cine vasco obtuvo premio, aunque por debajo de lo justo, con María Cerezuela y Urko Olazabal como nuevas estrellas. Sí, el cine sobrevive heroicamente, pero las salas morirán ante Netflix y su ejército invasor de nuestros hogares. Se salvaría si los tres millones de espectadores de los Goya se levantaran del sofá y pasaran por taquilla con sus palomitas y refrescos.

Tecnocracia es dictadura

Llamamos tecnocracia al gobierno de los expertos en sustitución de los líderes elegidos por la gente. Estamos a un paso de caer en esta aristocracia darwinista en la creencia de su superioridad. La televisión ha encumbrado a expertos en inmunología y virología y a algunos se les ha subido la fama a la cabeza a pesar de sus burdas contradicciones, falsos vaticinios y obsesiones dramáticas. César Carballo, el más locuaz, ya tiene su libro y con él se pasea exultante por los platós. Alfredo Corell, todo un catedrático, ha optado por lo friki explicando la vacuna con piezas de playmobil. A Fernando Simón, imagen oficial de la amargura, le nominaron para hijo predilecto de Zaragoza y en mala hora aceptó. Ya lo dice Lucifer, encarnado por Al Pacino en el film Pactar con el diablo: “Vanidad, definitivamente, mi pecado favorito”.

Estalló el volcán de La Palma y las pantallas se llenaron de vulcanólogos y geólogos, menos presuntuosos que los doctores, y durante tres meses pronosticaron lo impredecible de la montaña de fuego. Y ahora, con la amenaza de una guerra en Europa, han llegado los expertos en estrategia militar, entre ellos el coronel del ejército español en la reserva Pedro Baños, habitual de los programas de Iker Jiménez que van de los fantasmas y ovnis en Cuarto Milenio a la realidad menor en Horizonte, ambos en Cuatro. El coronel ya tiene quien le escuche y va por todas las cadenas con aires de estado mayor. ¡Ríndete, Putin!

En Ámsterdam otros expertos aseguran en un libro haber descubierto al delator de la familia de Ana Frank a los nazis y lo único que tienen como prueba es ¡una nota anónima enviada al padre de la niña! Líbrenos el cielo de este vendaval de erudita pedantería y el advenimiento de la tecnocracia, más hoy que nuestra Adela, abandonada por ETB, se va al estercolero de Sálvame. Estamos perdidos. 

Culpa no, vergüenza sí

Quién ha sido?, preguntaba el profesor o el cura a los aterrados alumnos de la clase ante la evidencia de alguna falta sin autor conocido. Y como se hacía un silencio solidario en el aula, el adulto a cargo sentenciaba: “¿Nadie? ¡Pues estáis todos castigados!”. Con esta siniestra pedagogía crecimos millones de niños en la España franquista y creo que todavía sigue en ejercicio, aunque en menor medida, este código demoledor de la culpa colectiva. También era una práctica cuartelera que seguramente se mantiene entre militares y ámbitos autoritarios, dando así carta de naturaleza a la totalización del reproche que hoy atraviesa de parte a parte la sociedad democrática hasta el punto de infantilizarla.

            ¿Acaso esta práctica no está presente en la gestión de la pandemia al culpabilizar genéricamente a grandes colectivos (la juventud, por ejemplo) para explicar y excusar la mala situación de los contagios por Covid? ¿No es observable en fallos judiciales la proyección de la culpa colectiva a grupos e ideologías por delitos nominales? Igualmente, es un método de análisis histórico y una regla moral en las religiones, que no en vano idearon el pecado original como mancha arbitraria desde el nacimiento, todo un simbolismo de sus propósitos de control de las conciencias. El historiador jesuita Fernando García de Cortázar dijo hace unos días en El Mundo: “Al nacionalismo no se le ha pasado por el tribunal de la historia”, con lo que, además de convertir la historia (¿qué historia, amigo mío?) en instancia suprema de justicia, situaría al autor, con todo su sesgo españolista, en supremo magistrado para la condena de todos los nacionalistas (¿qué nacionalistas, señor cura?) al fuego eterno y la hoguera terrenal. No, nunca existieron culpas colectivas. Jamás la culpa fue de todos, precisamente para evitar que la responsabilidad, finalmente, sea de nadie.

Las culpas del pasado

Otra militante del gremio de la historia, Carmen Iglesias, declaró hace poco y en el mismo medio, en el contexto de las críticas al genocidio de la conquista española de América, que “no hay que pedir perdón por el pasado”. Esta exculpación general (el otro lado de la culpa colectiva) me ha llenado de zozobra, no solo por su enfoque errático, sino también porque se aleja de la opinión de sus colegas -que podríamos nominar- empeñados en el señalamiento de culpables sobre hechos lejanos y próximos y autoconstituirse en la conciencia moral del Estado. Pues verá, señora, si el perdón proviene de la culpa reconocida, hay en el mundo muchas personas vivas que deberían manifestar su arrepentimiento y pagar por ello, en tanto que la conciencia de cada país habría de dejar testimonio de su vergüenza por los actos sangrientos realizados en su nombre en otras épocas.

Quizás es tarea de la historia enseñada en las escuelas y universidades, la cultura general, para dejar patente el rubor por los hechos pasados y antepasados. Pero la historia, como ciencia social, también está en la trinchera de las ideologías, ahora como antes, y es poco confiable. Me contaban que en una clase de primaria y dentro en la asignatura de Sociales, la profesora relataba a los niños de un colegio público de una ciudad española que el Cid Campeador (lo más parecido a un mercenario) ganó post mortem una batalla a los árabes con su cadáver montado sobre el caballo al frente de las tropas castellanas, haciendo huir con su presencia al enemigo. Si en el siglo XXI el sistema educativo estatal instala en la cabeza de la infancia estas patrañas, narradas como certezas históricas y no como leyendas, es imposible confiar que España y sus voceros eleven a sentimiento de bochorno sus crímenes y tiranías. Para esta gente la historia sería algo así como una narrativa heroica y no la irregular sucesión de hechos abominables y de obras dignas. Así se escribe la historia por sus okupas y así se difunde en la educación reglada. 

¿Debe España pedir perdón por el franquismo? No, porque, además de que es una abstracción de individuos concretos, no existe una culpa colectiva, sino personas e ideologías concretas responsables de aquello, como el fascismo y la monarquía, con sus dirigentes del 36 al 75 del siglo pasado. Apenas hay supervivientes. Pedimos, eso sí, un juicio histórico, ético y democrático de 40 años de tiranía y que la narrativa veraz lleve a los ciudadanos a sentir y expresar el horror por ese pasado. Lo terrible es que a la muerte de Franco se nos forzó a una transición salpicada de fechorías de Estado, que dejó impunes a los criminales y que, además, se pusieron al frente del desfile de la libertad. Se legitimó la dictadura, cuyos efectos son las cunetas aún llenas de fusilados y los residuos del franquismo sin ser extirpados. Una parte de España carga con esa mala conciencia por sus antepasados, mientras otra, muy amplia, se siente orgullosa.

No creo que el Estado deba culparse de la barbarie de la conquista americana; pero si su relato nacional engrandece a los aventuremos que esquilmaron la riqueza de aquellas tierras y mataron por decenas de miles a quienes no abrazaban la fe de Cristo y el poder absoluto del rey, si no se sonroja por todo lo que de mal se hizo y, peor aún, se siente orgulloso de un pasado despótico e invasor, está moralmente podrido al justificarlo. Las ciudades españolas están a rebosar de monumentos que glorifican a Cortés, Pizarro, Valdivia, nuestros Lope de Aguirre y Blas de Lezo y otros de semejante ralea, lo que contradice el sentido ético de una comunidad crítica y democrática. Sí, sí, estos ensalzamientos criminales se ven en todo el mundo, lo que no es pretexto para sostener la inmoralidad propia.

Euskadi en la memoria

¿Y Euskadi? Exactamente lo mismo. En nuestro nombre se cometieron asesinatos y se negaron los derechos básicos de mucha gente. Y la culpa tiene sus destinatarios concretos: ETA y el sector social que dio cobertura al terrorismo y su proyecto totalitario. Creo que estamos haciendo las cosas correctas dejando patentes el dolor por las víctimas y la vergüenza social de que esta tragedia ocurriera entre nosotros durante interminables años. Pero Euskadi no es culpable como se afana en acusar aquella parte de España que precisamente menos ha hecho por condenar el franquismo y hacer justicia contra los damnificados de la dictadura. 

El empeño en culpar del terrorismo, por pasiva, a la sociedad vasca en general y al nacionalismo democrático en particular es, además de un error partidista de la derecha y sus colectivos mediáticos y de víctimas, la vía más segura hacia el fracaso en la redacción de un relato veraz, ético y común para el fin del sufrimiento por el pasado. Nuestra sociedad percibe la culpabilización colectiva como un exorcismo sectario del Estado y lo rechaza, con lo que así las cuentas seguirán pendientes, más por el odio mal llevado de esos sectores ideológicos que por indiferencia social en la valoración del trágico período terrorista. 

No hay nación que no tenga motivos sobrados para sentir vergüenza de su pretérito. En Historias de una generación, documental reciente de Netflix, se narra el encuentro entre una mujer negra y otra blanca, ambas de Virginia. La familia de la negra había sido esclavizada por los antepasados de la blanca, quien le transmite las justas palabras: “Soy yo la que debería sentir vergüenza, a pesar de que yo no lo hice. Quiero expresar mi tristeza por todo eso”. Algo parecido dicen los alemanes sobre la experiencia nazi. No se culpa colectivamente a los rusos de la barbarie soviética. Ni a los españoles por el franquismo y la rapiña americana. Ni a los irlandeses del norte por sus 3.500 asesinatos. Tampoco se vuelque sobre los vascos la carga por la violencia de algunos. Esa tendencia católica y moralista a la totalización de las culpas, como el maestro de escuela, o el chusquero, que nos castigaban a todos por la acción de uno, es la que todavía reina en los poderes del Estado y sus acólitos mediáticos e intelectuales. Cuidado con sus trampas contra la inocencia de la gente. Igual para lo malo que lo bueno, que nadie me incluya en la palabra todos.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de comunicación

Robar ideas es matar

Los creadores son el 10% y los imitadores, el 90%. En su libro El plagio como una de las bellas artes, Manuel Francisco Reina se extiende en episodios de copia literaria y musical, pero no entra en los robos de programas de televisión. Y existen, ya lo creo. El más patético es el de Juan Jiménez, saxofonista de Los Pekenikes, grupo adelantado a Electric Light Orchestra y que llegó a telonear a The Beatles en su concierto de Madrid del 65. Este hombre tuvo en los noventa una idea brillante para un espacio infantil en TVE y se la trincaron para reconvertirla en El gran juego de la Oca en las cadenas privadas. Furioso por la usurpación, el artista gastó salud y ahorros en pleitos y todos los perdió por la dificultad de demostrar el sutil atraco. Hoy es un anciano que malvive con una pensión mínima.

Para hacerle justicia, su hijo David ha publicado El Plagio, una historia de película con unos directivos del ente estatal que se fugaron a Antena3 con la fórmula que les había presentado Jiménez, a quien destruyeron sin piedad previo intento de soborno. Yo le creo, porque los perdedores siempre tienen razón. La que no tiene ningún crédito es Telecinco en su pleito con Antena3 por los derechos del rosco de Pasapalabra. Como ocurre en política, la tele judicializa sus conflictos.

José Luis Balbín, icono del debate de etiqueta con La Clave, ha acusado de plagio a Javier Ruiz por su nuevo informativo de los viernes, Las Claves del siglo XXI; pero solo tienen en común una palabra y el dar tribuna a eruditos en los temas a discusión. El espionaje existe entre productoras y de ahí el sigilo extremo con el que trabajan. Desde siempre el plagio fue un recurso tramposo ante la crisis de inspiración. Haendel copió profusamente a sus contemporáneos, Shakespeare también, Haydn a Mozart… y la tele sigue la tradición y la leyenda.