El Hospicio de los libros

 

Cuando a finales de los Noventa apareciera por aquí la moda del malsonante Bookcrossing importada del mundo bárbaro anglosajón, consistente en dejar abandonados los libros sobre el asiento de un banco del parque por ejemplo, con la esperanza de que algún desaprensivo se hiciera cargo de su cuidado, como antaño era costumbre hacer con los hijos no deseados o que uno ya no podía mantener por falta de recursos como se narra en los cuentos infantiles, pese a la mala pinta que tuviera la iniciativa por cuanto hacía añicos el prestigio que todo libro comportaba desde antiguo, nunca sospeché lo lejos que la lógica de los hechos llevaría semejante patochada, a saber: la creación de Hospicios para libros.
Aquella iniciativa me ha supuesto personalmente más de un trauma, porque hasta entonces, por experiencia yo sabía que si me dejaba olvidado un paraguas en día de lluvia, este desaparecía, si me bajaba del autobús sin la bolsa de la compra del supermercado, difícil era recuperarla en la taquilla del autobús, si por las prisas no recogía el móvil de la mesa del bar, ni me molestaba en regresar a recuperarlo, incluso los mismos periódicos si te despistabas por la mañana, eran capaces de desaparecer a tu lado sigilosamente. Pero los libros, ¡Los libros eran imperdibles! Cada vez que me despistaba olvidándome por ejemplo “El Ente y la Esencia” de Tomás de Aquino o “La vida es sueño” de Calderón, siempre tuve la certeza de que el ejemplar permanecería tal y como lo había dejado en el mismo sitio aunque tardara horas en regresar a rescatarlo. A veces incluso, cuando a punto estaba de no recogerlos, personas del todo desconocidas tenían la amabilidad de alertarme como me sucediera con mi queridísima Biblia de Jerusalén.

Pero desde que dejar las obras completas de Galdós diseminadas por la ciudad se ha coinvertido en toda una Performance literaria, debo poner los cinco sentidos en no soltarlos de la mano, porque ya han sido varios los ejemplares que no he recuperado por esta causa, dado que ahora quien los ve, por hacer la gracia se los queda creyendo participar de la cadena intelectualoide comunitaria de papanatas. Con todo, la pérdida de mis queridos libros a los que nunca más volveré a ver en la vida porque me han sido arrebatados en un ¡abrir y cerrar de ojos! al menos, me ha valido para descubrir que los medios de transporte públicos y sus inmediaciones son auténticos Agujeros Negros que alimentan a la Industria Editorial, que no por casualidad allí instalan puestos ambulantes para su venta inmediata, como si un libro leído pudiera reemplazarse con una copia.

Y de aquellos polvos, estos lodos. Durante la pasada Semana Santa visité la “Feria del Libro Antiguo de Valladolid” que pasa por ser una de las mejores. Pues bien, además de arruinarme por padecer bibliofilia compulsiva, me llevé el disgusto de mi vida. Yo ¡Gracias a Dios! No tengo hijos. Pero tengo siete libros reconocidos – publicados con su Depósito Legal e ISBN -, otros tanto secretos – no han visto la luz y están aún en manuscritos -, varios ilegítimos – publicados con pseudónimo para niños -, una veintena raptados – libros que me dejaron y no han vuelto a su dueño – y más de diez mil adoptados previo desembolso – aquellos que he comprado y han tenido el privilegio de vivir en mi Biblioteca -…y a todos ellos les quiero con todo el alma: Los busco, los pido, voy a recogerlos, los miro, los abro, los hojeo, los ojeo, los leo, los subrayo, les hago anotaciones al margen, los saco de paseo, les presento a mis amigos, los ordeno en la balda, los clasifico por autores, temas o según van entrando a mi casa, los limpio, los reparo, me siento orgulloso de ellos, o como ahora hablo de ellos…por eso me sentó como un tiro en la entrepierna ver como toda una “Feria del Libro Antiguo” que se supone pretende dignificar el estatus de los ejemplares que por haber venido al mundo en otra época y estar algo achacosos por el uso de sus dueños, parecen obsoletos y no merecedores de ser vendidos en una gran librería, ni si quiera en la infernal cadena en serie del Corte Inglés, no tuvo mejor idea que dejar un espacio baldío, desnudo, frio, sin la menor atención de nadie para que la gente dejase y cogiese libros a su antojo sin pedir permiso a nadie, ni solicitar más referencia que estuviera al alcance de su mano en este país de analfabetos confesos que por no tener, ya no tienen ni la guía telefónica y para mayor vergüenza bautizaron el lugar con el horrible nombre de “El hospicio de los libros”. ¡Y se dicen libreros!
¡Traficantes de libros! Eso es lo que son toda esa chusma. De haber tenido buenas intenciones, aunque la medida fuera contraria a mi particular sensibilidad para con los libros pareja a la de los protectores de animales para con las bestias de cuatro patas o los vegetarianos para con su dieta, seguramente se les hubieran ocurrido nombres más bellos como “El banco de los libros” “El Tiovivo de los libros! “Bibliópolis” “El Arca de Gutenberg” por citar los primeros que me vienen a la cabeza sin pensar mucho. ¿A qué perversa mente se le ha ocurrido la idea de llamarle así?
Para empezar, observese que tratándose de la “Feria del Libro Antiguo”, lo apropiado hubiera sido llamarle “El asilo de los libros” que suena igual de mal, pero parece más coherente. En cualquier caso suena mal. Porque, aunque no sea cuestión de utilizar eufemismos, y empezar a sustituir Hospicio por Casa de Acogida, Asilo por Residencia de la Tercera Edad, Frenopático por Centro de Salud Mental, etc, bien parece lo que bien suena y acaso suene con el tiempo igual de mal, porque mal es lo que albergan dichas instituciones, por mucho que se les disfrace el nombre. En consecuencia, así como no debería haber niño sin familia que lo amase, anciano sin hijos que lo cuidasen, loco sin amigos que le aceptasen y demás, tampoco debería fomentarse estas nefastas prácticas de Abandono literal de libros, porque en una sociedad que al despilfarrar materias primas le llama reciclar, a dar lo que le sobre le dice ser solidario y un sinfín de costumbres más, en verdad lo que se transmite es que el libro no merece nuestro aprecio, que no tiene valor. ¡Más todavía! Ahora que ha llegado la tecnología con prisas desterrando para siempre aquel entrañable Proverbio chino documentado durante la Dinastía Ming “ Hay dos clases de gilipollas: los que prestan libros y los que los devuelven”.

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