Cuanto más inteligente, peor es el duelo

Alguien en alguna universidad americana hizo hace un tiempo un estudio sobre la conducta humana en relación con la muerte, asegurando en sus conclusiones que dos de cada tres asistentes a un funeral hacen el amor después con sus parejas. Así que hay que ir a más entierros, amigos. O en su lugar, como consuelo, ver la soberbia serie alemana La última palabra, que emite Netflix en seis capítulos y trata, entre risas y lágrimas, de lo que inmediatamente sigue a un fallecimiento: la ceremonia del adiós y el duelo.

Es la historia de Karla, cincuenta años, que queda viuda de un dentista, con una hija mayor, un chico adolescente, una madre chiflada y la ruina económica. Para sobrevivir, se hace oradora fúnebre, una profesión inexistente entre nosotros y que todavía cubren los curas con sus viejas homilías y en los tanatorios civiles se sustituyen con poemas épicos y alguna canción rancia. Ni tenemos speechwriter, ni apenas escritores de obituarios. Una película de 2017, del mismo título, con Shirley MacLaine y Amanda Seyfried, ya nos presentaba las vicisitudes de una redactora de panegíricos póstumos. Hasta para los más odiados hay una palabra de recuerdo.

En nuestra cultura persisten muchos complejos sobre el final de la vida, de los que carece Karla para despedir con emoción y naturalidad, exentas de hipocresía, a los difuntos en la Borowski Bestattungen de Berlín, empresa de pompas fúnebres más muerta que sus clientes. Hay humor negro, amor precario, miedos absolutos y situaciones surrealistas que no describen una sátira de la muerte. En realidad, es una teoría del duelo. Y el duelo, con su dolor y vacío, es lo más complicado del mundo. Usted puede ser muy listo y, sin embargo, sufrir un duelo interminable. Pero qué inteligente es el relato de La última palabra. Por sobrados merecimientos habrá una segunda temporada.

Tres fracasos en uno

Como buen italiano, Telecinco tiene muy mal perder. En las últimas semanas ha mordido el polvo de la derrota. Ahí está su serie Madres, en la que había puesto todas sus complacencias, debatiéndose entre la vida y la muerte por falta de oxígeno de la audiencia. En miércoles se vio superada por el culebrón turco Mujer; y cuando huyó al jueves la superó -esta vez por la mínima- la serie distópica La valla. Y en ambos casos frente a Antena 3, que es como cuando el Real Madrid pulveriza al Barça, lo que duele mucho más. ¿Cómo ha podido hacer nuestro Aitor Gabilondo algo tan cutre, con personajes simples e inconsistentes y una descripción tan demencial de la unidad psiquiátrica de un hospital? Ni Belén Rueda se salva. Si su Patria, de inminente estreno, tiene estas mismas hechuras será un waterloo histórico. Un fracaso, amigo.

            Tan mal están las cosas en Mediaset, con su pírrico liderazgo, que han reconvertido a Iker Jiménez, peregrino de Cuatro a Telecinco y de piloto de la nave del misterio a conductor de un espacio sobre el Covid-19. A esto se le llama perder la identidad por un plato de lentejas. No se puede transitar de los ovnis y los secretos de Fátima a la ciencia, de lo paranormal a la realidad. No ha empezado mal en seguimiento del público; pero el precio que pagará el gasteiztarra por este cambio de alma será demasiado alto. Menudo fracaso, amigo.

            Vasile se encomendó a la Pantoja con Idol Kids, concurso de talentos infantiles que no pasa del nivel de función de fin de curso de primaria. Y también ha perdido en su franja con Antena 3. Dicen que el sabor de la derrota tiene su poética y su belleza. Vean a Ayuso, la presidenta de Madrid, mostrando el patetismo del hundimiento en todo su esplendor. Su antecesora, Cifuentes, es ahora profesional de las tertulias, lo que agranda su tragedia. Qué fracaso, amigas.

El miedo hace su trabajo

Jaime Hernani, director general de Agex, grupo de asociaciones de empresas exportadoras, se quejaba hace días en un periódico bilbaíno que “los rebrotes y su difusión han hundido la imagen internacional de España”. Y añadía que “lo que tendríamos que hacer es hablar menos. Rebrotes hay en todos los países, pero nosotros nos pasamos todos los días señalando, casi en directo, todos los casos, pueblo a pueblo. Los aireamos y dañamos nuestra imagen. Otros países se callan”. Creo que Hernani tiene mucha razón, porque lejos de preconizar el ocultamiento de la realidad, lo que censura el ejecutivo es el modo en que emocional e intelectualmente nos estamos enfrentando a ella hasta el punto de agotarnos y castigarnos. Nuestra torpeza se llama sobreinformación o también infoxicación. ¿Y por qué nos hemos empeñado en el recurso de la extenuación de las noticias? No, el problema no es de los medios y su gestión de la verdad percibida y analizada, sino que es un asunto social, de todos, cuyo núcleo es el miedo. Sí, el miedo, el viejo y canalla camarada de la humanidad que toma el mando de nuestras decisiones cuando algo amenaza nuestra seguridad y supervivencia.  

            Con la pandemia del Covid-19 hemos descendido hasta el fondo de nuestras debilidades y carencias. No habíamos aprendido a gestionar el miedo, solo lo habíamos arrinconado dentro de la falsa fortaleza personal y comunitaria basada en el bienestar y la tecnología. El miedo sí que ha venido para quedarse, no solo el maldito virus. Toda nuestra existencia, de lo más elemental a lo más complejo está hoy condicionada por un temor irracional que va más allá de su función protectora primaria. Un miedo que se ha fomentado desde las instancias de poder, quizás porque no se han querido activar otras respuestas más comprometidas. Porque el miedo es una herramienta sencilla en su puesta en marcha y suele ser muy eficaz para el control del individuo y la colectividad. El desastre tiene su relato. 

El miedo culpable

            Nos costó asumir el impacto de la pandemia sobre nuestras vidas, después de un período de negaciones. Y llegado lo inevitable, reaccionamos sin el temple requerido. Sobrepasamos el nivel de pánico. Y precisamente por un sentimiento culpable (incrementado por aquellos oportunistas sin moral que pescan en río revuelto) tomamos el camino más cruel y prolongado: un confinamiento brutal que en sus distintas fases se prolongó durante tres angustiosos meses, cien días de cuyos efectos perversos tardaremos mucho tiempo en recuperarnos, mental, social, cultural y económicamente. Demasiados daños. 

            El confinamiento decretado por el presidente Sánchez tuvo el impulso de la responsabilidad tardía, que hace que las decisiones sean más duras y duraderas de lo necesario. Sánchez quiso ser el campeón de la prevención después de demorar su contraataque frente al virus. Y ese complejo de culpabilidad lo quiso compartir con todos del modo más cruel y con consecuencias calamitosas. Se podría hacer una tesis doctoral de los mensajes presidenciales de marzo a junio (“salvar vidas”, “sin salud no hay economía”, “es por el bien de todos”) para determinar en qué medida estaban contaminados de su culpabilidad política y su complejo de retraso. Y le dio al botón del miedo. No al de la responsabilidad de las personas y el esfuerzo de no paralizar el país y evitar su ruina. Pulsó el botón rojo del miedo que paraliza y liquida la responsabilidad de la gente.

            La estrategia del miedo necesitaba añadidos de componentes de castigo. Y a la par que se obligó a la sociedad a quedarse en casa y abandonar sus tareas, se puso en marcha una inmensa campaña de sanciones. Se han catalogado en más de 1,2 millones las multas en el Estado español que los diferentes cuerpos de policía han tramitado contra los ciudadanos por supuestas infracciones del tiempo de alarma y sus posteriores medidas limitadoras de las libertades básicas. Más allá de su dudosa legalidad, la política salvaje de sanciones situaba como mensaje principal el de palo y tente tieso, tan franquista, en lugar de optar por la épica de la responsabilidad en las medidas de autoprotección. El miedo y la amenaza hacen una formidable pareja, como la de la Guardia Civil, para doblegar los derechos y la dignidad humana. Es más fácil y rápido amedrentar que confiar. Es poco maduro castigar a todos por la irresponsabilidad de unos pocos. Es, en todo caso, muy injusto. 

            El coste humano de la pandemia, en vidas y sufrimiento, solo es comparable con el coste moral y democrático, que estamos pagando muy caro. Y no creo que la culpa sea de unos gobiernos u otros. Entiendo que todos han hecho lo que han podido, incluso más; y no les arriendo la ganancia a sus fuerzas opositoras en que lo hubieran gestionado mejor. ¡Cuánta mezquindad hay en la política cuando los problemas se vuelven tragedias! Pero todos los gobiernos han hecho mal en inducir el miedo como receta general para tratar de sujetar el drama de una pandemia desconocida, múltiple y cambiante. Es un reproche justificado. 

Diario indeseable 

             “La gente ha perdido el miedo”, dijo una autoridad sanitaria para señalar el motivo por el que se multiplicaban los rebotes. Dio en el clavo con freudiana exactitud. ¿Es que había que perder el miedo y por tanto era bueno que las personas tuvieran miedo para resguardar su vida? No, el miedo jamás fue necesario y es nuestro principal enemigo existencial. Ya viene con nosotros al nacer y lo que nos conviene por inteligencia es controlarlo y no promoverlo. No hay miedo útil. Después de un confinamiento de tres meses, tan largo como inútil en la administración de nuestras vidas, y tras un verano de rebrotes que se explica en parte por la dureza del período de arresto domiciliario, es el momento de revisar los errores en los mensajes del miedo y la culpabilidad social.

            Porque todo el mundo está muerto de miedo: los profesores, los padres y madres, los policías y ertzainas, el personal sanitario, los funcionarios públicos, los trabajadores de hostelería y de cuidados a mayores… Y no puede ser. Que las administraciones y medios de comunicación se hayan obligado a emitir, al modo de un briefingde guerra, el diario de contagiados, hospitalizados y fallecidos por el Covid-19, es un error monumental, por muy buena voluntad que anime su revenida política de transparencia. Demasiada claridad después de la oscuridad lo único que hace es cegar la visión de las cosas. Entiendo que procede reducir la sobreinformación y volcarse en los servicios presenciales de asistencia a la ciudadanía. Más hacer y menos hablar. Menos miedo y más fortaleza. Cuanto mayor sea el temor como discurso preventivo, más fuerte será la respuesta temeraria entre aquellos (jóvenes y no jóvenes) que sienten constreñidas sus libertades individuales. Y, por favor, no se trate de replicar esa rebeldía discutible -respetable en sus argumentos, pero no en sus actos temerarios- homologándola con los sectores fascistas, negacionistas y antivacuna. 

            El miedo se equilibra con la esperanza, y no sé cuál es peor. A la persistencia de vivir atemorizados como necesidad para el respeto general de las reglas de la autoprevención se le ha añadido, como compensación, iluminar los corazones de la gente con la esperanza, prácticamente mesiánica, de una vacuna redentora. Y eso explica que el mensaje predominante de la industria farmacéutica y de las autoridades sea la inminencia de una vacuna salvadora. Es otra burla a la inteligencia de la sociedad. Hacen como los curas, sacrificar el gozo del pecado a cambio de la promesa del firmamento. Es un mensaje inmaduro para nuestra compleja sociedad del conocimiento. ¿O del desconocimiento programado? Los medios no deberían entrar en este juego de expectativas infantiles. Deberían ser, creo yo, más críticos y denunciarlos. A seis meses de miedo inducido no le pueden seguir otros tantos de esperanza estúpida. Maldita sea, ¿cuántos siglos de inteligencia ha retrocedido el mundo? O quizás es que no éramos tan cultos e invencibles.

Hormigas perezosas

En su libro La vida de las hormigas, Maurice Maeterlinck, premio Nobel en 1911, dice que “las hormigas son, indiscutiblemente, los seres más nobles, más animosos, más caritativos, más abnegados, más generosos, más altruistas que existen en el mundo”. Sin embargo, en la tele las hormigas son perezosas. Está El Hormiguero, en Antena 3, espacio promocional para el marketing de los famosos. Y está Hormigas blancas, uno de telebasura en Telecinco, que hace unos días dedicó al rey emérito un largo monográfico. Lo peor que le podía ocurrir a los Borbones es convertirse en pasto del cotilleo y quedar a la misma altura de la existencia banal de Belén Esteban, Matamoros y demás aristocracia popular. Casi mejor la guillotina.

Fueron cuatro horas, con poco más del millón de espectadores, que apenas dieron para quince minutos sustanciales. Lo demás fue la repetición de lo archisabido: principitos, infantitas, fidelidad a Franco y cuernos a Sofía, muerte accidental del hermano y nimiedades de Juanito, de afligida infancia y vida disipada a nuestra costa. Y el peinado paleolítico de Villacastín. ¿Y qué pintaba Iñaki Anasagasti en la mesa de las hormigas holgazanas? Fue un reconocimiento al único político que se atrevió con el rey comisionista. Los medios que antes vapuleaban al exdirigente del PNV, ahora le solicitan. Y soltó lo más enjundioso de la noche, hasta el punto de revelar que Berlusconi, dueño de Telecinco, ordenó censurar tertulias sobre los trapos sucios del monarca.

No es esta la tele que necesitamos, crítica y democrática. Las hormigas persiguen el bien colectivo, lo opuesto a los canales estatales en su insignificancia. A falta de un referéndum para decidir el modelo de estado, podrían impugnar a Bertrand du Guesclin, aquel felón que ni quitaba ni ponía rey. Motivos sobran para quitar rey y poner república. 

Mitad realidad, mitad ficción

Si la primavera fue trágica, este verano ha sido negro. Seis meses sin vida, o con una existencia condicionada por el miedo, es demasiado. Y porque la realidad está sobrevalorada, conviene compensarla con imaginación y sueños suficientes. Mitad de realidad y mitad de ficción al menos. El cine, la música y los libros son más necesarios que nunca para sobrevivir. También la televisión, en la medida que vale la pena. La radiotelevisión pública vasca, aun pudiendo hacer las cosas mejor y más de lo que hace, llena a veces de emoción y afectos nuestras horas de ocio.

            Muerto el fútbol por la ausencia de espectadores, nos queda el deporte que mejor se adapta a las pantallas, las regatas de traineras. ¡Qué gran espectáculo para un país marinero! Esta temporada ha sido extraordinaria. ¿Ganará Santurtzi o Hondarribia? La Concha es el escenario infinito y allí se vive la auténtica rivalidad entre Bizkaia y Gipuzkoa. Solo desde un barco cercano o el aire se ven con detalle la marcha de las embarcaciones; y eso es lo que nos ofrecen los realizadores de ETB, junto con grafismos claros y los comentarios de Mikel Olazabal, Ibon Gaztañazpi y Sara Gandara. Así como la pelota no sería nada sin las retransmisiones de Kantxa, menos serían las regatas sin las cámaras. Crean pasión y afición.

            Pero la sorpresa del verano ha sido un programa gastronómico, uno de los siete millones que emite ETB a la semana. El club de Tupper ha triunfado en audiencia, entre el 11% y el 15% de media. La idea es simple y se basa en la glorificación de la comida que llevamos al trabajo o al monte. Antes los envases se llamaban tartera y eran metálicos; y ahora se llaman tupper y son de plástico y del chino. Un horror. Vuelve hoy Juego de Cartas, por si no habíamos hecho la digestión. En Euskadi somos fieles al primum vivere. Y con pandemia, más que nunca.