Desde que Quevedo nos advirtiera sobre el artificio humano (“no olvides que es comedia nuestra vida/y teatro de farsa el mundo todo”), la impostura se ha diversificado en infinitos escenarios. Vemos en el fútbol televisado los simulacros de lesiones y penaltis y la celebración de los goles con bobos rituales que después imitan los niños en la escuela. Es arte corrupto, pues la esencia del teatro es la sátira y no el engaño. Las tertulias son monólogos del ego personal, con su estética forzada y bajo apariencia de juicios eruditos. Después de un tiempo ante las cámaras los tertulianos se transforman en histriones, es un hecho constatado que obliga a una continua rotación. Para esta gente fingir la petite mort debe ser normal.
En la telebasura, hoy en declive, la simulación se usa para alimentar polémicas a base de historias convenidas que fascinan a espectadores simples. De hecho, J. J. Vázquez, monarca de las cloacas, después de ensayar durante 25 años su perfil de mal actor, se dedica ahora al teatro profesional. Hay sainete en los sindicatos cuando celebran sus huelgas secundadas por apenas el 10%, como la última en Osakidetza. Llámase sobreactuación a ciertas interpretaciones hiperbólicas en el ámbito político, con una Ayuso insuperable. Hay comedia en las entidades que acuden a los juzgados con querellas que decaen por inconsistentes. Hay circo en las comisiones de la Iglesia para el blanqueamiento de su pederastia.
Y mientras esto ocurre, el teatro de verdad, que modestamente representa los claroscuros de la condición humana, está hecho unos zorros y malvive. De lo poco decente que hizo la tele franquista por el teatro clásico y moderno fue Estudio 1, en blanco y negro. Hoy, con una sociedad mejor formada pero no menos crédula, sería un fracaso de audiencia. Entonces había hambre y ahora hay hartazgo.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ