Algunos alimentos, como el calamar, no se deben recalentar a riesgo de indigestión; pero en Netflix, tras servirnos el Juego del Calamar hace tres años y obtener su mayor éxito histórico en series, han puesto sobre la mesa el mismo plato de txipis, pero recalentados, en la creencia de que idéntica receta producirá igual resultado. Si el motivo por el que vimos la primera temporada fue la curiosidad ante un exótico fenómeno audiovisual, ¿cuál es ahora la razón para meterle el diente? Vistos los siete capítulos entre bostezos y fastidio, es un viaje rutinario a la isla de los juegos asesinos, un entorno disney de colores pastel y cancioncillas infantiles. No podía faltar el icono de la gigante muñeca articulada que mata a todo el que se mueve. En suma, una parodia de reality repulsivo y bobo, cuyo menú vuelve a ser txipirones en su sangre.
La historia se centra en Gi-Hun, quien invierte la fortuna ganada en buscar por tierra y mar al creador del engendro para vengarse. Tras encontrarlo se ve abocado a participar de nuevo junto a personas desesperadas por las deudas, entre las que hay una anciana, una chica embarazada, exmilitares e incluso un rapero famoso, tipos abyectos y simples, hasta 456 jugadores, de los que ya en la primera tacada mueren casi cien. Todo lo demás es cómica gestualidad, simbolismo barato, actores infames y diálogos basura para una orgía final de violencia, con la única salvedad de la rebelión de los gladiadores y la identidad de la guardiana número 11. Este potaje quiere ser un drama de ínfulas morales en una sociedad competitiva donde no existe empatía, apenas amor y mucha traición. Y eso sí, nada de sexo.
Con un final abierto, se atisba una tercera temporada de calamar recalentado. Ni la comida valenciana de Mazón salió tan indigesta.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ