
En el mundo real -e imperfecto- se produce la disputa entre la excelencia y el error y en el que el afán por la mejora continua se topa con la certeza de las necesidades ineludibles que la impiden, retardan o debilitan. Y así nuestra sociedad parece no avanzar, aunque lo haga a pasos lentos o, como la yenka, adelante y atrás. Es en esta situación de contradicción entre lo posible y lo ideal donde toma su asiento la opción del mal menor, en el ámbito del pragmatismo o el realismo, que algunos -puristas y temerarios- consideran cobardía y traición democrática o simple excusa conservadora para que las cosas sigan igual ante la invariable fortaleza del sistema. ¿Qué sistema? Si los seres humanos no hubieran adoptado, por penuria, esas actuaciones ponderadas, aunque únicas en el cálculo moral y efectivo, estaríamos aún en la Edad de Piedra.
Sí, se llama mal menor. O lo mejor dentro de lo posible y en circunstancias concretas. ¿Qué hace un piloto ante una avería grave, aterrizar de emergencia o estrellarse? El mal menor. ¿Cómo responderíamos frente a quien nos ataca con un arma, defenderse o huir? El mal menor. ¿Y cómo actuar ante el chantaje, ceder o arriesgar con la denuncia? El mal menor. Y así es casi todo en la vida, que explica la experiencia de que lo bueno es enemigo de lo mejor y que progresar es, en ocasiones, un cierto retroceso mediante una opción provechosa e inteligente. Nadie busca el mal menor, porque este sale a tu encuentro en la pura racionalidad.
Pactar con Sánchez
El mal menor como praxis define la realidad política del Estado español desde hace por lo menos siete años, pero ya se vio mucho antes, cuando en la fraudulenta transición (que avaló la dictadura, como si nada hubiera ocurrido en ese terrible periodo histórico) y las etapas posteriores no era capaz de conformar gobiernos de coalición, que en Euskadi tienen décadas de experiencia. La expulsión de Mariano Rajoy como presidente por la vía de la moción de censura, en 2018, fue una necesidad ineludible que exigía apoyar, por mucho que sus promotores jugasen con cierto oportunismo. Fue un mal menor, por decencia política. Una época de corrupción se iba con el singular líder gallego, cuya pestilencia y desvergüenza aún no se han disipado del todo.
Lo que ha venido después -y hasta hoy- es un imparable carrusel de cambios bajo la estrategia numantina de Pedro Sánchez, junto a acontecimientos sobrevenidos (pandemia, la abrupta llegada de Feijóo, amnistía, guerra de Ucrania y ahora las amenazas antieuropeas del trumpismo) que en parte le han favorecido para mantener su inseguro gobierno. El problema no era el prestidigitador jefe del PSOE, sino su indeseable alternativa: la alianza PP con el neofranquista Vox, una declaración de guerra contra la democracia y los derechos humanos. Esa frontera era infranqueable, pues traía consigo el fin de las libertades, la abolición del autogobierno y hasta la ilegalización de las fuerzas nacionalistas vascas y catalanas; en esencia, el regreso al régimen fascista bajo otras formas. Es innegable que en el PP -con Isabel Díaz Ayuso y seguidores- hay sombras de la España cainita y autoritaria, la misma de la dictadura, y cuenta con potentes apoyos en sectores de la judicatura, el empresariado y en serviles poderes mediáticos.
Frente a esa amenaza real -ahí está la asociación de la derecha con la ultraderecha en instituciones locales y autonómicas- no había otro remedio que sostener a Sánchez, aunque su mediocridad y vaivenes no le hicieran acreedor de un pacto deseable. Y de nuevo, el mal menor: el apoyo al Gobierno central, sobre bases acordadas, era la única salida a pesar de sus contradicciones. El gran error de los socialistas es su coalición con la extrema izquierda, una alianza infame, pues difícilmente puede gobernarse una sociedad democrática cuando una parte de su administración política (y el Gobierno es un órgano colegiado) proviene de una cultura totalitaria y de la que, más allá de la retórica, no pueden desprenderse en su aspiración de supervivencia. Muchos de los males de la España actual están en la raíz de este contrato, sostenido por conveniencias de PSOE y Podemos-Sumar. ¿Cómo pudo un país con una pizca de autoestima tener como vicepresidente a un líder de extrema izquierda como Pablo Iglesias, finalmente amortizado, y ahora Yolanda Díaz, dinamiteros de un sistema (¿qué sistema?) de complejos contrapesos? Pero el mal menor obliga a las fuerzas democráticas a taponar, al borde de la emergencia, el desafío del demoledor convenio PP-Vox, aunque sea con semejante aventurismo.
Es como imaginar la locura de un gobierno en Euskadi con la participación directa de EH Bildu y su proyecto revolucionario. No, la izquierda abertzale no ha cambiado, como creen los ingenuos y acomodados de pensamiento. Solo se ha travestido al amparo del olvido de lo que fue la destrucción moral, política y económica del país y la práctica sistemática del asesinato y el crimen político bajo el liderazgo de ETA y el apoyo de una parte de la sociedad. Gobernar con ese sector social sería lo más parecido a una traición ética y anudarse al cuello la soga de la extinción democrática. Impedirlo no entra en la categoría del mal menor, sino del bien máximo. Ni en la teoría puede intercambiarse la libertad de un país por emociones nacionales y por comunidad cultural, lo que no impide alcanzar consensos en materias concretas de importancia comunitaria.
Más gasto militar
La defensa militar en un mundo desquiciado es un mal menor en sí mismo, de lo peor, como todos los sectores de la seguridad privada y pública. Nadie las quiere, excepto los uniformados; pero es una diabólica necesidad que, además, nos cuesta un ojo de la cara y la mitad del alma. Las demencias coincidentes de Putin, con su invasión criminal de la mártir Ucrania, y Trump, que desprecia la OTAN, han dejado a Europa ante el riesgo de la indefensión frente a Rusia y su política imperial. Todos los líderes de la UE están de acuerdo en la necesidad de incrementar el gasto europeo de defensa militar, proponiendo un techo de 800.000 millones de euros, algo así como el 3% del PIB de cada país. Y a la vista de las amenazas, nos topamos de nuevo con el mal menor y tener que afrontar este disparate, simplemente porque no hay alternativa en la cruda realidad. O Europa se defiende por sí sola o estaremos bajo la incertidumbre y el miedo permanentes. Quizás así tengamos una Europa más unida y fuerte, lejos de la tutela americana. Paz es vida y libertad aseguradas.
No hay más remedio, maldita sea. Así que, salvo que los versos de Rubén Darío y las soflamas del candor pacifista pudieran parapetarnos contra el zar Putin, Europa habrá de desviar parte de su esfuerzo colectivo a la trágica tarea de hacernos más fuertes en lo primario y de paso, enriquecer a la mortal industria norteamericana y la local, que también la tenemos. ¡A saber cómo se lleva a cabo esta barbaridad, el peor de los males menores!
Hay tantas cosas que cambiar y mejorar, tanto, pero solo es posible hacerlo con solvencia. Como la flexibilización de las políticas medioambientalistas, las nuestras y la que nos obligan desde Bruselas, de manera que los procesos sean menos exigentes en el corto plazo y permitan a nuestra industria llevarlo al cabo con más tiempo. Y es desagradable vernos obligados a alargar la estrategia de energía nuclear como mal menor. ¡No vamos a ser los campeones quijotescos del cambio climático, démonos un respiro! ¿O acaso en otras crisis, como la reconversión industrial, en los 80 y siguientes, cuando ETA mataba personas y esperanzas y nuestra economía acusaba su obsolescencia, no acomodamos las propias políticas fiscales a las exigencias de una época que requería fortaleza e inteligencia? Escarmentados por la frustración de la utopía, y sin que esto nos prive de soñar e imaginar sin límites, nos vamos a encontrar demasiadas veces, aquí y allí, con la necesidad del mal menor y a hacer lo posible en el ámbito de nuestro sistema (¿qué sistema?), incluso para mí, el último romántico de Euskadi.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de Comunicación