El bombo suena más fuerte que el violín

3196737(artículo publicado en DEIA el 2 de julio de 2003. Plenamente vigente)

Si yo fuera vecino de Pamplona en estos días o viviera durante la primera, segunda y tercera semana de agosto en Vitoria-Gasteiz, Donostia y Bilbao, respectivamente, me apresuraría a hacer las maletas y buscar refugio en algún lugar de Euskadi –si tal paraíso existiese o pudiera ser imaginado- a salvo del infortunio de las fiestas patronales, entendidas éstas en la forma y extensión en que hoy se representan. No soy el único sufriente ciudadano que no cree en este modelo degradado de festejos populares, ni estoy por negar la necesidad del jolgorio social y hasta el desmadre; pero la libertad que tienen unos para organizar, incluso imponer por gusto de la mayoría, un tipo de celebración colectiva no vale más que la libertad de otros de sentirse al margen del ruido, la suciedad, la agresividad y los estúpidos excesos de este género de diversión pública, tan poco imaginativa como cutre, que se prodiga en nuestro país cada verano.

Reconozco que los programas de diversión estival de nuestros pueblos y ciudades son muy variados y tienen contenidos mucho más sugestivos y tranquilos que los inevitables escenarios de las txoznas y los espectáculos donde la tortura del decibelio y el abuso del alcohol imponen su ley de degradación y mal gusto y terminan por eliminar todo respeto a las personas y a los bienes públicos durante días enteros y noches eternas. A pesar de esta diversidad, la identidad festiva y el eje del divertimento son el consumo desmesurado de alcohol en torno de las txoznas y el poderoso ruido de la música que éstas producen contra toda norma y control municipal, un estruendo incompatible con el descanso vecinal. Algo funciona mal en nuestra sociedad si el jolgorio de unos se produce a costa de la intranquilidad de otros. Algunos concejales me reconocen en privado que una parte de la organización festiva, incluso el modelo mismo de la celebración popular, hace tiempo que se les fue de las manos a nuestros ayuntamientos y con este sentimiento de fatalidad tratan de compensar, con mucha voluntad y paciencia, la dureza de los escenarios de alcohol, ruido y toros con entornos más amables, tiernos y creativos. Pero el bombo suena más fuerte que el violín.

Modelo festivo agotado, se resiste a morir

Creo que la rudeza de nuestros festejos populares y el dominio que determinados grupos ejercen sobre los espacios y contenidos festivos es otra de las derivadas reactivas de la dictadura franquista. A la salida del franquismo las fiestas, como otras referencias sociales, se consideraron parte de las libertades que había que reivindicar y a las que se debían dotar de características populares como contrapunto del patrón aristocrático y restringido de celebración hasta entonces conocido. Bilbao es el caso paradigmático de esta forma artificial de construir unas fiestas, hasta el punto de que le fue encomendada, por concurso, hace justamente 25 años, la organización de la Aste Nagusia a una entidad política de la extrema izquierda. Mientras algunos se jactan de los éxitos de semejante empresa, otros pensamos que del fulgor de aquella demagogia tardará Bilbao en librarse y lo conseguirá, inevitablemente, a medida que la madurez ciudadana y la corrupción final de un modelo festivo, falsamente popular, dejen paso a una diversión colectiva que no obligue a nadie a ponerse a salvo en la lejanía desde el mismo día del txupinazo.

La cuestión no estriba en una disputa inacabable sobre gustos o formas de divertirse, sino en el debate que sugieren preguntas como éstas: ¿Está agotado el modelo festivo vigente en nuestros pueblos y ciudades? ¿Ha llegado el momento de revisar en profundidad las celebraciones populares en razón a los derechos individuales y normas de convivencia que objetivamente se vulneran? ¿No es hora de ponerse serios con unas fiestas en las que vale todo? ¿No habrá ya que renovar el concepto de lo popular por otro de mayor entidad y solvencia? Estamos hablando de un cambio cultural, en definitiva, de una transformación cualitativa que empieza por un proceso de autocrítica. La comunidad se tiene que reunir con urgencia y determinar si es tolerable que las estrepitosas ganas de marcha de los chicos del tercero izquierda son compatibles con el derecho a la tranquilidad y el descanso del resto de los vecinos. El conflicto está en que algunos creen que las cosas no tienen límites y que hay excepciones y privilegios; es decir, que hay una aristocracia subyacente en nuestra sociedad que emerge ruidosamente los fines de semana y en fiestas y que decreta la ocupación caprichosa de entornos completos de la ciudad que abandonan después arrasados de suciedad y detritus.

¿Fiestas de marca o de mercadillo?

El cambio cultural al que estamos abocados tiene que resolver mucho más que la anécdota de la orientación de los bafles de la txozna o el horario de cierre del concierto verbenero. Llevamos décadas pasando por alto, o dando por irremediable, el creciente abuso en el consumo del alcohol entre jóvenes y mayores. Otro tanto digo del consumo de drogas más severas. Y se acepta la contradicción ética entre el espectáculo de los toros y los valores sociales contra toda violencia. La comunidad parece asumir el costo humano y moral de estas tragedias morales y de convivencia. Asistimos inconmovibles a la desmesura del ocio juvenil que tiene en vilo a las familias, cuyas angustiosas llamadas de SOS parece no escuchar nadie. Con estos fracasos y frustraciones se teje el miedo y el estupor de la gente a la que puede pretender tranquilizar, engañosamente, un nuevo y potente discurso autoritario. Cuidado con el miedo al futuro porque sobre él suelen edificarse las más duraderas tiranías.

La imagen de nuestras fiestas son la exhibición del exceso y la insolencia de la vulgaridad. La identificación de la alegría con la borrachera es tan absurda como la equiparación de la tranquilidad con el estado de defunción. ¿Hay algo más patético que una persona ebria, sin control ni dignidad? Existe un problema de concepto: la fiesta no es la eventualidad del desmadre a toda costa. Esta era la opción de los desesperados de la realidad, un aliento para la supervivencia. Si el asunto es dar un tiempo y un espacio a los excesos, si se trata de un ceremonial atávico contra las limitaciones cotidianas, puedo proporcionar como alternativa una larga lista de placeres mucho más intensos y sofisticados, aunque un poco más privados, que la ramplonería de una cogorza de kalimotxo o vino barato. Necesitamos fiestas de marca, porque las actuales son de mercadillo. En el fondo, la gente se aburre ruidosa y ostensiblemente. Estamos instalados en un concepto de la diversión compulsiva, originada en el insoportable peso de la rutina y el vacío cotidiano. Y ahí está la clave: las fiestas no serían tan vulgares si la vivencia de cada día tuviera más alicientes. Y mientras unos intentan escapar de la realidad con alborotadoras celebraciones, otros huimos del vulgar jolgorio con el ejercicio secreto de nuestras inagotables fantasías rutinarias. ¿Quiénes son más divertidos?

 

 

3 comentarios en «El bombo suena más fuerte que el violín»

  1. Muy buen árticulo. Es increíble escrito en el año 2.003 , parece que esta escrito de hoy mismo. Con el paso de estos 12 años no ha variado en absoluto lo dicho por usted. Igual, es hoy en dia. Incluso me atrevo a decir que todavía peor.
    Es cierto que l salir de un proceso dictatorial, al que sometio el Generalismo al pueblo español, y mas al pueblo vasco, las personas se sentían libres y por so el desmadre en las fiestas populares. Pero al no tener limites en el desenfreno, el escenario es lo qu ahora se desarrolla en todos los pueblos.
    Parece que no se cocibe las fiestas sin ruido, cuanto mas ruido mas fiesta, cuanta mas bebia, parece que se lo han psado mucho mejor . Y la guinda , los toros, asimimo si uno no va a los toros en la semana grande de su ciudad, , el resultado que no ha vivido las fiestas. Con la maravilla que hay de vivir en tranquilidad, y sin ruido y bebiendo , disfrutando de lo que se esta celebrando.
    Cambiar la forma y modelo de fiestas, entiendo que ahora es muy difícil, dado qu esta un factor muy importante ; la economía . De todos los establecimientos hosteleros , y demás espectáculos alrededor de la fiesta. ¿ Quien tiene arestos de meterse en este campo tan horrible para la convivencia en nuestros pueblos?
    Muchas felicidades por su acierto y vigencia en este árticulo, con grandes dosis de prespectiva y realidad.

  2. Totalmente de acuerdo. Ni cuando tenía la edad me parecían bien los orines en la calle, la desmesura en el sonido compitiendo entre locales colindantes, el abuso del alcohol como único medio de socialización a temprana edad, la generosa subvención pública a consumos exentos de impuestos, competencia desleal a comerciantes legales del resto del año, tareas sin cobertura laboral, alimentos sin control sanitario, etc. Hace años se dijo que las fiestas de Bilbao eran como una gran meada. Sin obviar valores existentes como el igualitarismo, la falta de clasicismo , la gratuidad, la diversidad en horarios y contenidos, creo que el apoyo público no puede ir en una dirección que sea fomento de la alcoholización, la falta de higiene, el incremento de la generación de todo tipo de basuras, la generación de ruido extremo y en el fondo la necesidad de degradarse para pertenecer. Hace años mis aitas en fiestas de Santurtzi se iban a Mutriku y en las Madalenas viceversa. Sin ser radicales siempre me pareció una postura madura e inteligente como creo que debe de ser nuestro horizonte vasco.

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