¿Qué se celebra en las fiestas de nuestros pueblos y ciudades? ¿La conmemoración de San Pedro, Santa Ana, la Virgen…? No parece que este sea hoy el impulso de la diversión colectiva en una sociedad postcristiana y desarraigada de sus antiguas creencias religiosas, lo que indica que los festejos se han reorientado en su significado y de ahí los cambios radicales de su formato. Desaparecido su origen católico excepto en lo nominal, las fiestas se mantienen sin que nadie ponga en cuestión su función socializadora y su aportación a la consolidación de una precaria unidad comunitaria y su capacidad de incentivar la convivencia y la identidad del grupo humano frente a la dispersión de lo global. Y si bien no hay quien discuta su necesidad, incluso su indispensable espíritu transgresor, cabe discrepar del actual modelo y las derivas que contradicen, a mi juicio, el sentido de la celebración popular.
Obviamente, las fiestas reflejan las singularidades de cada sociedad, porque arrastran consigo tradiciones y mitos que dan lugar al modo de entender y vivir el jolgorio en los distintos lugares. También es verdad que el concepto lúdico ha evolucionado al compás de los cambios sociales; pero de la justa observación se deduce que el patrón festivo en Euskadi carga hoy con notables excesos y defectos, cuya peor experiencia es la patrimonialización insoportable de sus actos. No es que las fiestas de Euskadi sean una proyección de su personalidad: es que transfiguran un agobiante sectarismo público y una estética y valores que para nada expresan la pluralidad ciudadana y las variadas formas de concebir el entretenimiento en comunidad. ¿Son realmente nuestras fiestas las fiestas de todos o al menos de la mayoría?
Los excesos
Aceptemos que nuestras celebraciones, por esencia, implican una vulgarización de las conductas y unos excesos aceptables de la corrección habitual, algo así como un paréntesis informal, solo por unos días, de las normas sociales que nos rigen durante el resto del año. Pero como en todo proyecto mal configurado en origen, lo que se pensaba como limitación moderada de las contenciones sociales, ha pasado a ser una totalización de lo desmesurado, incluso lo cutre y fastidioso, hasta el punto de convertir la fiesta en un riesgo agresivo bajo el manto engañoso de una banalización ingenua. Es el pecado original de nuestro modelo festivo, la libertad de lo inmoderado que empieza por lo incorrecto y deriva en la dictadura del ruido, la mugre y la zafiedad, más un consumo alcohólico desaforado y su inacabable letanía de percances asociados que van de la violencia gratuita a las agresiones sexistas. La clave degenerativa es que hemos ampliado los límites del exceso y nuestros márgenes de tolerancia de lo vulgar y abusos son cada vez mayores.
Nada me produce más ternura que el llamamiento de las autoridades municipales a mantener la compostura cívica en periodo de juerga patronal. ¡Qué ingenuidad! Es como apelar, invocando al Santo o la Virgen en los que casi nadie cree, a que un toro no hiera o mate a algún ser humano en las plazas y los encierros. Es absurdo invocar el respeto convivencial cuando el estilo festivo contiene el germen del atropello a todo y a todos, porque no pocos de sus contenidos van a derivar indefectiblemente en violencia y estragos de lo público y lo privado. El autoengaño consiste en circunscribir este problema al comportamiento incívico de unos pocos, cuando lo corriente es que las conductas ética y estéticamente reprochables, que avergonzarían extramuros de la juerga, llegan a proporciones preocupantes.
La gran mentira de la tregua festiva anual es que nuestra sociedad, o al menos grandes sectores de la misma, viven compulsivamente este estándar de excesos, suciedad y ruido cada fin de semana y que el calendario tiene tantas citas de jolgorio que todo es una continuidad de desparrame alocado. Por si tanto ocio cazurro y decibélico fuera poco, nuestras fiestas ejercen un magnetismo brutal -efecto llamada- sobre miles de personas adictas a lo salvaje y grosero que, si bien gastan sus dineros por la ciudad, nos dejan también destrozos y desmanes por doquier. No, esto no es una colisión entre gustos o maneras de entender la diversión, ante la que cuantos amamos la fiesta atrevida pero respetuosa nos vemos obligados autoexcluirnos. Este es el fracaso de la vivencia de la alegría, la adolescentización ciudadana y, por supuesto, una de las muchas carencias de nuestro sistema de relaciones.
Y los defectos
Entre los defectos de nuestro modelo festivo destaca algo que es consustancial a una sociedad hiperactiva: la dispersión, la acumulación obsesiva de actividades, como si el empacho fuese el destino, hacer mucho para disimular la privación de la excelencia. Y a medida que se añaden nuevos elementos al programa, más vacío se queda en lo esencial. La desculturización de las fiestas es lo peor de su trayectoria y lo que explica su paulatina degradación hacia lo insustancial. Mucho me temo que a falta de argumentos de satisfacción vital y verdadero sentido de la celebración compartida, una mayoría ciudadana, específicamente juvenil, se aburre ruidosamente.
Quizás el empobrecimiento del estilo de ocio colectivo no ha tocado fondo y haya que esperar su derrumbe final. Hasta entonces, podríamos impulsar la desamortización de las fiestas en los casos en que su dominio y propiedad efectiva estén en manos de determinados grupos que son prolongación de la izquierda abertzale. El sufrimiento de alcaldes y concejales por ofrecer dignidad ética y estética a las fiestas de nuestros barrios y ciudades es entendible por la frustración a la que se enfrentan, pero deberían pasar a la acción y devolver al pueblo la responsabilidad de la diversión organizada. La colonización que comparsas y otras entidades sectarias ejercen sobre el modelo festivo es inaceptable. No puede ser que un sector minoritario tiranice el espacio festivo, el programa y la identidad lúdica. El Ayuntamiento de Bilbao tumbó ese monopolio situando la dignidad pública en primer término y a cada cual en su sitio, sin merma de la cooperación privada en el diseño de las actividades.
Los campamentos de txoznas son un residuo del pasado y deben tender a la desaparición. Con la potencia, calidad y solvencia de nuestra masa de bares y cafeterías, que pueden hacerse cargo con esmero del consumo festivo, ¿para qué necesitamos tan precarios y mugrientos tinglados? Hay muy poca calidad, intereses particulares y un montón de ilegalidades permitidas detrás del modelo txoznero que hurta para sí una función que corresponde, por sobradas razones, a nuestra hostelería. Si la irrupción de la txoznas se debió a un propósito de popularización en un tiempo dado, una vez garantizada esta prioridad conviene que transitemos hacia lo cualitativo y al respeto debido a los profesionales que los son antes y después de las fiestas.
Y de entre todos los defectos de nuestro estándar festivo ninguno es más urgente y complicado, después de años tiránicos y el fracaso de lo común, que la despolitización del ambiente de diversión, a veces irrespirable, con la desaparición de los espacios de oprobiosa simbología partidista y las agresiones al respeto democrático. Claro, que también están los Carlos Urquijo y los tribunales para, desde la otra orilla del fanatismo político, añadir conflicto y ruido de despachos, con censura de pregoneros y txupineras e impedir que la fiesta transcurra en paz. Es verdad que la respuesta indiferente de la mayoría ha servido para sobrevivir a estas imposiciones y sectarismos; pero ha llegado la hora de dar vuelta y media a nuestro modelo: repensarlo, dignificarlo, transitar de lo cutre a lo cualitativo y singularizarlo por elevación, despolitizarlo de un lado y del otro. Se acabó la vieja fiesta: que empiece la nueva.