Prohibido saturar la publi

tonySegún investigaciones fiables, el punto de saturación de una campaña (técnicamente llamado clutter) se alcanza cuando el espectador ha visto ocho veces el spot, a partir de lo cual todo gasto añadido para captar el interés del consumidor es un desperdicio. Ya lo dijo hace cien años John Wanamaker: “La mitad del dinero que invierto en publicidad está malgastado. El problema es que no sé cuál de las dos mitades”. Las marcas practican el autoengaño por no complicarse la vida en examinar la eficacia de sus presupuestos de marketing y seguir creyendo en la inagotable receptividad de la gente.

Con la crisis es aún peor. Algunas cadenas se han lanzado a cargar su parrilla de publi ofreciendo precios más bajos, sin percatarse de que el empacho de mensajes es tan malo para sus audiencias como letal para los anunciantes. Medios y publicidad navegan el mismo barco, aunque por distintos motivos: para los que trabajamos en publicidad un medio es un soporte, mientras que para los periodistas es su razón de ser. Si rompemos este equilibrio puede que el medio llegue a su fin.

Los mensajes de teletienda son un peligro para los canales generalistas, al saturar a los espectadores y traicionar el alma informativa del medio. La desesperación de Intereconomía (que se muere por facha y pésima gestión) le ha llevado este verano a emitir más de doce horas diarias de telecompra, convenciéndonos de lo odioso que llega a ser un buen producto mal anunciado, como una manguera de riego ultraflexible, un dispositivo para sordos no tan sordos, un cortador de frutas y verduras o una colección de canciones amor. Añadir a su lenguaje alambicado la proliferación de su presencia solo puede entenderse como sutil ejercicio de tortura.   

Liberaría a España del calvario de la saturación publicitaria derogando la Ley General Audiovisual, una de las más crueles secuelas de Zapatero y causante de este desmán. Y a Bárcenas y la Cospedal les pondría como penitencia por sus bajezas la obligación de ver ocho horas diarias de teletienda. Que sufran.

Bildu y PP, una fotocopia

oyarzabal-mintegi2La política es un espectáculo muy significativo que solo comprenden los que son capaces de contemplar la realidad con verdadera independencia de juicio, como lo vería un extraterrestre. Ahora la política no está en su mejor momento y padece un injusto deterioro ante la opinión pública; pero ni la sociedad es tan inocente ni el sistema ha fracasado por concepto. Vayan ustedes, sin ir más lejos, a una comunidad de propietarios cualquiera y verán retratados a escala todos los defectos que se denuncian de la clase política: escaso compromiso, falta de diálogo, enfrentamiento en reuniones, rencillas vecinales, problemas de convivencia, impagos, mala gestión de las cuentas, favoritismo a proveedores, deterioro de los bienes comunes, aplazamiento de decisiones, fraude en la contratación y hasta apropiación indebida. ¿Puede la democracia liberarse de unos males que proceden de su raíz social? Nos convendría ser indulgentes con la política (no con los delitos) aceptando las limitaciones de los seres humanos. El modelo actual solo mejorará en la medida que lo hagamos cada uno en nuestro ámbito.

            Particularmente curiosa es esa tendencia a endosar al rival apaños y responsabilidades que les son igualmente propias, lo que lleva a similitudes de comportamiento impensables entre fuerzas antagónicas. En Euskadi, arrebatada por los extremos ideológicos y los efectos de la larga historia de la violencia, se percibe esa identidad táctica, de discurso y de actitud en los dos polos ideológicos, Bildu y PP, que a juzgar por sus actuaciones en tareas de gobierno se diría que tienen el mismo proyecto o al menos son socios inseparables. Uno cierra los ojos y escucha por separado a los dirigentes de la derecha y a los gestores de la Diputación de Gipuzkoa y cree con certeza que unos y otros comparten objetivos. Dicen y hacen lo mismo allí donde gobiernan: son una fotocopia.

Herencia recibida

            Lo que identifica e iguala las medidas de Rajoy y Garitano es, en primer término, el uso compulsivo de los mantras, esas invocaciones verbales que buscan la transformación mágica de las ilusiones en realidad. Ambos gobiernos, el español y el foral guipuzcoano, apelan a la misma excusa para avalar sus respectivas políticas de recortes: la herencia recibida, generalmente referida a la deuda pública, como si este condicionamiento, del que no eran ajenos, le exonerara de toda responsabilidad a la hora de aplicar selectivamente decisiones que provocan la merma de los derechos de los ciudadanos. La apelación a la herencia para la evasión partidista deja entrever la incapacidad de los administradores institucionales para encontrar soluciones a las que estaban comprometidos por programa electoral. Ah!, el incumplimiento del contrato de las urnas a causa de la herencia, esa es la canción favorita de Los Incompetentes, el grupo de moda en el festival de la política vascoespañola.

            Rajoy y Garitano dicen y hacen lo mismo ante los mismos problemas. El presidente español prometió a los electores no subir los impuestos, al igual que el Diputado General sobre la supresión de los peajes. Ambos han tenido una idea idéntica: echarle la culpa a sus predecesores para atizar a los ciudadanos una subida general de la fiscalidad o la implantación del pago por uso en otras vías. El discurso de uno y otro es un calco: si no aplicamos estos incrementos tendremos que cancelar servicios sociales y otras ayudas básicas. Es decir, el chantaje económico en diferido. ¿Pero no criticaba Bildu duramente al PP por los drásticos recortes sanitarios, educativos, sociales y laborales que imponía Rajoy en todo el Estado y que este justificaba por la necesidad de reducir el déficit público? ¿Y no es exactamente este pretexto (los supuestos 900 millones de deuda financiera de Bidegi) el mismo que esgrime la izquierda abertzale para imponer la extensión de los peajes viarios?

            Gobernar con criterio implica coherencia con los compromisos y responsabilidad ante a las medidas que se toman, que ahora son forzosamente duras e impopulares. Dirigir un país es una tarea compleja, sujeta en su mayor o menor dificultad a los ciclos de crisis o bonanza que se suceden. Lo que no es aceptable es asumir una administración bajo la condición de la herencia a beneficio de inventario, según la cual no se asume el legado si no es del agrado del gobernante que llega. Bajo esta  huida de la realidad la administración política se ampara en las estrategias de comunicación para minimizar el deterioro electoral y el desencanto de la gente. PP y Bildu son todo propaganda.     

Justificación del pasado

            Uno escucha a los rectores del PP hablar de lo que fue la dictadura franquista y oye a los dirigentes de la izquierda nacionalista referirse a los crímenes de ETA y no encuentra diferencias en el modo en que se justifican respectivamente y en el fondo del argumentario evasivo. Es de una similitud asombrosa. En ambos casos se invoca a la necesidad de superar los regresos al pasado (uno más reciente que el otro) y de centrarse en el futuro y en los problemas actuales de la sociedad. Franco es a la sociología del PP lo que ETA es a los sectores identificados con Sortu o marcas precedentes. Ninguno reconoce su apoyo explícito o moral a la violencia tiránica o guerrillera. Ninguno se ha desdicho con sinceridad y firmeza de su asimilación con la práctica terrorista, sea de Estado o revolucionaria.

            Ni el PP ni la izquierda abertzale tienen saldadas sus cuentas con el pasado y lo fían todo al transcurso de los años y al olvido y consideran que aquellos sucesos son episodios pretéritos superados por los nuevos tiempos. Uno y otro sector se aferran a sus respectivas simbologías: valles de los caídos o imágenes de presos, medallas u homenajes. Y dicen, al unísono, que aquellos hechos forman parte de la historia, el cementerio de la verdad. Ambos son incapaces de pedir perdón, censurar la sistemática violación de los derechos humanos y promover una lectura limpia y honesta de lo acontecido, procurando el respeto a cuantos pagaron con su vida o su libertad aquellas tragedias.

            Además, este discurso fotocopiado sirve a ambos para retroalimentarse. Con qué afán los dirigentes de Bildu apelan a los brutales desmanes del franquismo para encajar entre sus efectos la estrategia de la lucha armada. Y con qué habilidad los representantes del PP se han escudado en las fechorías de ETA para respaldar crímenes, torturas, leyes especiales, indultos a asesinos, tribunales de excepción y políticas de ilegalización que han causado tanto mal como el que apoyaba la izquierda abertzale.

            ¿Cómo extrañarse de que las fiestas de este verano se hayan visto sacudidas, antes como ahora, con el juego del tensionamiento artificial en el que lo que hace uno es prácticamente igual que lo hace el otro, dos tácticas de provocación para un resultado compartido? ¿No ha imitado el PP a la izquierda abertzale en el uso de los recursos mediáticos y de propaganda y en la proliferación de las organizaciones paralelas, de apoyo a víctimas y presos para multiplicar su hiperpresencia informativa? ¿Acaso no son idénticos los discursos victimistas de estos dos sectores políticos antagónicos? Los damnificados de una parte se equiparan a los caídos de la otra. Y así sucesivamente hasta la constatación absoluta de que Bildu y PP constituyen la pinza de los dispares pero iguales en el proyecto común de hacerse perdonar la mala gobernanza, desestabilizar la convivencia plural y adentrarse en el futuro por la puerta de atrás. Que se besen.

 

Fichados por la tele

nacho-abadETB es como el Athletic, juega solo con gente de casa y está permanentemente expuesta a que alguna poderosa cadena estatal se lleve a sus mejores profesionales, desde gestores a presentadores, sin que pueda reclamar compensación por derechos de formación o quebranto. Al contrario, deja la puerta abierta para su regreso, con lo que es seguro que veremos el retorno de Carlos Sobera, de la ordiziarra Emma García o de nuestro último exilado, Iñaki López, contratado por la Sexta. También Pello Sarasola, actual director de la televisión vasca, volvió a Euskadi después de un intenso periplo por Antena 3. En los demás canales es diferente: es la guerra. Salvo los tertulianos, que van chaqueteando de una emisora a otra, nadie es libre cambiar de empresa y contra lo que impera una brutal vigilancia -hasta límites parapoliciales- sobre el intercambio de información, filtraciones e intentos de fuga. No conozco un negocio más hermético por dentro que la televisión.

Y como en la guerra y en la tele vale todo, Antena 3 ha ido a pulverizar a su rival con el fichaje hostil de uno de los referentes del magazine de Ana Rosa, el criminólogo Nacho Abad, todo un experto en el potaje de vísceras, morbo y juicios paralelos, forense diletante de los más crueles asesinatos, muy dado a pontificar sobre inocencias y culpabilidades y especialmente habilidoso en el arte de jugar con la ignorancia y curiosidad de la gente. El trasvase va a significar el fin del empate de las mañanas con la derrota de la Quintana, cuyo declive comenzó al día siguiente de que se tuviera por invencible. La ventaja de Antena 3 es que cree en su liderazgo sin olvidar sus limitaciones, una humildad inteligente de la que carece Telecinco.

  Pero estos fichajes agresivos tienen una dimensión más concreta. No se trata tanto de una pugna entre cadenas, como de la lucha a muerte entre productoras. En este caso, Mediarena contra Cuarzo, proveedoras enemigas que se espían y agreden todo lo posible. Estos excesos son la causa de que la competencia se convierta en incompetencia.

 

Modelo festivo vasco, qué fracaso

Aste

¿Qué se celebra en las fiestas de nuestros pueblos y ciudades? ¿La conmemoración de San Pedro, Santa Ana, la Virgen…? No parece que este sea hoy el impulso de la diversión colectiva en una sociedad postcristiana y desarraigada de sus antiguas creencias religiosas, lo que indica que los festejos se han reorientado en su significado y de ahí los cambios radicales de su formato. Desaparecido su origen católico excepto en lo nominal, las fiestas se mantienen sin que nadie ponga en cuestión su función socializadora y su aportación a la consolidación de una precaria unidad comunitaria y su capacidad de incentivar la convivencia y la identidad del grupo humano frente a la dispersión de lo global. Y si bien no hay quien discuta su necesidad, incluso su indispensable espíritu transgresor, cabe discrepar del actual modelo y las derivas que contradicen, a mi juicio, el sentido de la celebración popular.

Obviamente, las fiestas reflejan las singularidades de cada sociedad, porque arrastran consigo tradiciones y mitos que dan lugar al modo de entender y vivir el jolgorio en los distintos lugares. También es verdad que el concepto lúdico ha evolucionado al compás de los cambios sociales; pero de la justa observación se deduce que el patrón festivo en Euskadi carga hoy con notables excesos y defectos, cuya peor experiencia es la patrimonialización insoportable de sus actos. No es que las fiestas de Euskadi sean una proyección de su personalidad: es que transfiguran un agobiante sectarismo público y una estética y valores que para nada expresan la pluralidad ciudadana y las variadas formas de concebir el entretenimiento en comunidad. ¿Son realmente nuestras fiestas las fiestas de todos o al menos de la mayoría?

Los excesos

Aceptemos que nuestras celebraciones, por esencia, implican una vulgarización de las conductas y unos excesos aceptables de la corrección habitual, algo así como un paréntesis informal, solo por unos días, de las normas sociales que nos rigen durante el resto del año. Pero como en todo proyecto mal configurado en origen, lo que se pensaba como limitación moderada de las contenciones sociales, ha pasado a ser una totalización de lo desmesurado, incluso lo cutre y fastidioso, hasta el punto de convertir la fiesta en un riesgo agresivo bajo el manto engañoso de una banalización ingenua. Es el pecado original de nuestro modelo festivo, la libertad de lo inmoderado que empieza por lo incorrecto y deriva en la dictadura del ruido, la mugre y la zafiedad, más un consumo alcohólico desaforado y su inacabable letanía de percances asociados que van de la violencia gratuita a las agresiones sexistas. La clave degenerativa es que hemos ampliado los límites del exceso y nuestros márgenes de tolerancia de lo vulgar y abusos son cada vez mayores.

Nada me produce más ternura que el llamamiento de las autoridades municipales a mantener la compostura cívica en periodo de juerga patronal. ¡Qué ingenuidad! Es como apelar, invocando al Santo o la Virgen en los que casi nadie cree, a que un toro no hiera o mate a algún ser humano en las plazas y los encierros. Es absurdo invocar el respeto convivencial cuando el estilo festivo contiene el germen del atropello a todo y a todos, porque no pocos de sus contenidos van a derivar indefectiblemente en violencia y estragos de lo público y lo privado. El autoengaño consiste en circunscribir este problema al comportamiento incívico de unos pocos, cuando lo corriente es que las conductas ética y estéticamente reprochables, que avergonzarían extramuros de la juerga, llegan a proporciones preocupantes.

La gran mentira de la tregua festiva anual es que nuestra sociedad, o al menos grandes sectores de la misma, viven compulsivamente este estándar de excesos, suciedad y ruido cada fin de semana y que el calendario tiene tantas citas de jolgorio que todo es una continuidad de desparrame alocado. Por si tanto ocio cazurro y decibélico fuera poco, nuestras fiestas ejercen un magnetismo brutal -efecto llamada- sobre miles de personas adictas a lo salvaje y grosero que, si bien gastan sus dineros por la ciudad, nos dejan también destrozos y desmanes por doquier. No, esto no es una colisión entre gustos o maneras de entender la diversión, ante la que cuantos amamos la fiesta atrevida pero respetuosa nos vemos obligados autoexcluirnos. Este es el fracaso de la vivencia de la alegría, la adolescentización ciudadana y, por supuesto, una de las muchas carencias de nuestro sistema de relaciones.

Y los defectos

            Entre los defectos de nuestro modelo festivo destaca algo que es consustancial a una sociedad hiperactiva: la dispersión, la acumulación obsesiva de actividades, como si el empacho fuese el destino, hacer mucho para disimular la privación de la excelencia. Y a medida que se añaden nuevos elementos al programa, más vacío se queda en lo esencial. La desculturización de las fiestas es lo peor de su trayectoria y lo que explica su paulatina degradación hacia lo insustancial. Mucho me temo que a falta de argumentos de satisfacción vital y verdadero sentido de la celebración compartida, una mayoría ciudadana, específicamente juvenil, se aburre ruidosamente.

            Quizás el empobrecimiento del estilo de ocio colectivo no ha tocado fondo y haya que esperar su derrumbe final. Hasta entonces, podríamos impulsar la desamortización de las fiestas en los casos en que su dominio y propiedad efectiva estén en manos de determinados grupos que son prolongación de la izquierda abertzale. El sufrimiento de alcaldes y concejales por ofrecer dignidad ética y estética a las fiestas de nuestros barrios y ciudades es entendible por la frustración a la que se enfrentan, pero deberían pasar a la acción y devolver al pueblo la responsabilidad de la diversión organizada. La colonización que comparsas y otras entidades sectarias ejercen sobre el modelo festivo es inaceptable. No puede ser que un sector minoritario tiranice el espacio festivo, el programa y la identidad lúdica. El Ayuntamiento de Bilbao tumbó ese monopolio situando la dignidad pública en primer término y a cada cual en su sitio, sin merma de la cooperación privada en el diseño de las actividades.

            Los campamentos de txoznas son un residuo del pasado y deben tender a la desaparición. Con la potencia, calidad y solvencia de nuestra masa de bares y cafeterías, que pueden hacerse cargo con esmero del consumo festivo, ¿para qué necesitamos tan precarios y mugrientos tinglados? Hay muy poca calidad, intereses particulares y un montón de ilegalidades permitidas detrás del modelo txoznero que hurta para sí una función que corresponde, por sobradas razones, a nuestra hostelería. Si la irrupción de la txoznas se debió a un propósito de popularización en un tiempo dado, una vez garantizada esta prioridad conviene que transitemos hacia lo cualitativo y al respeto debido a los profesionales que los son antes y después de las fiestas.

            Y de entre todos los defectos de nuestro estándar festivo ninguno es más urgente y complicado, después de años tiránicos y el fracaso de lo común, que la despolitización del ambiente de diversión, a veces irrespirable, con la desaparición de los espacios de oprobiosa simbología partidista y las agresiones al respeto democrático. Claro, que también están los Carlos Urquijo y los tribunales para, desde la otra orilla del fanatismo político, añadir conflicto y ruido de despachos, con censura de pregoneros y txupineras e impedir que la fiesta transcurra en paz. Es verdad que la respuesta indiferente de la mayoría ha servido para sobrevivir a estas imposiciones y sectarismos; pero ha llegado la hora de dar vuelta y media a nuestro modelo: repensarlo, dignificarlo, transitar de lo cutre a lo cualitativo y singularizarlo por elevación, despolitizarlo de un lado y del otro. Se acabó la vieja fiesta: que empiece la nueva.

Va de retro, de retroalimentación

img_12634Va de retro, de retroalimentación hoy esta columna. Va de esa dinámica perversa de la que se valen las fuerzas antagónicas para auxiliarse mutuamente en la ferocidad de sus posiciones y aniquilar toda razón y posibilidad de concordia. Como el acuerdo de Hitler con Stalin, modelo clásico de feedback. O como la guerra fría, sustentadora de la proliferación nuclear y el equilibrio del terror. O como la batalla artificial de estos días en Euskadi, donde el PP y Bildu han pactado reventar en comandita las fiestas de Laudio y Bilbao, con un Carlos Urquijo, como lo fuera su predecesor Enrique Villar, feliz en su labor perturbadora y una izquierda abertzale magistral en el arte del victimismo. ¿No es deprimente que nuestra parsimoniosa justicia se deje atrapar en la maraña de este juego?

También la tele va de retro, de retroalimentación. Una organización sectariamente católica, Hazte Oír, y el programa Campamento de Verano han convenido en soliviantar a los ciudadanos e involucrar a los anunciantes en un conflicto estúpido, amplificado por las redes sociales. El caso es que tres marcas (McDonalds, Burger King y Mutua Madrileña) han descolgado sus spots de ese espacio piojoso como consecuencia de la presión ejercida por los fachas bajo la amenaza del boicoteo a sus productos. Curioso: la comida basura se retira de la telebasura. Si bien no hay duda de que el reality de Telecinco es un tributo a la zafiedad, no es menos cierto que Hazte Oír chapotea en el totalitarismo y hurga a su favor en las contradicciones del sistema. La tragedia de la justa causa contra la telebasura es su apropiación por la ultraderecha. 

Menos mal que, consciente de las maquinaciones ultras, Coca-Cola ha rechazado abonarse a esta censura publicitaria. En todo caso, los anunciantes deberían acordar a través de Autocontrol -la entidad en la que se dirimen estas cosas- qué programas esquivar por concepto para proteger la decencia de sus marcas y no sucumbir a la táctica de los que van de retro, de retroalimentación entre telebasura y fanatismo.