En la retórica política, tan rica en disimulos tácticos y retorcimientos de la verdad, reforma es la antítesis de cambio. O dicho más claramente: reforma se entiende como el remiendo aplicado a un problema al que no se quiere dar solución por incapacidad o conveniencia. El Estado español se parece a un vecino que para resolver las goteras de su casa ordena pintar paredes y techos humedecidos sin afrontar la causa de las filtraciones. Por eso es el país de la chapuza, por su impotencia en afrontar las transformaciones radicales y por su pusilanimidad en la gestión pública. El PP es custodio de ese viejo espíritu quietista que todo lo detiene y que, como máximo, se limita a administrar mezquinamente las averías de un sistema arcaico, amparado por los miedos y la resignación de su gente. España no quiere cambiar, sumido en un bucle de autoengaños y desengaños que se retroalimentan.
Reforma y no cambio fue la transición que llevó al Estado de una férrea dictadura a una democracia en precario, dejando sin enmienda el modelo autoritario e impunes sus crímenes. Reformas cosméticas fueron los procesos de adaptación de los cuerpos militares y policiales franquistas al sistema neodemocrático resultante, salvando sus responsabilidades genocidas con una oportuna amnistía, unida al terror inoculado durante cuatro décadas. Reforma y no transformación fue lo que siguió al Estado franquista, que conservó los poderes locales y regionales adaptando su nomenclátor. Fueron reformas sucesivas diseñadas para ocultar la podredumbre de un Estado caduco e impedir una auténtica renovación, eternamente aplazada.
Ahora, el Gobierno de Rajoy nos sirve un nuevo episodio del clásico afán remendista con la Reforma de las Administraciones Públicas, recogida en un mamotreto bajo el encabezamiento de CORA (Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas), cuya lectura permite adivinar los objetivos ocultos de esta empresa (“épica”, en palabras de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría) y sus propósitos recentralizadores con la útil excusa de la crisis. De este plan acaparador forma parte la anunciada y pretenciosa Ley de Unidad de Mercado, que no pasa de ser un potente aspirador de competencias autonómicas. ¿Unidad de mercado? No, unidad de destino. Como España nunca aceptó de buena gana la descentralización y siempre la consideró concesión acomplejada de un Estado débil a los nacionalistas vascos y catalanes, cree llegada la hora de rescatar poderes para Madrid, de los que se considera legítimo dueño sin acreditar título otorgado por la ciudadanía a lo largo de los años. El viejo Estado quiere reciclarse retrocediendo sobre su historia y tratando de encontrar en este ensimismamiento remedio a su pobreza y fracasos.
La nueva LOAPA
En esencia, la reforma presentada es un hábil y pernicioso proyecto de derribo del sistema autonómico, inducido por el sentimiento mayoritario español, a su vez fundado en la incultura y la desidia, según el cual la ruina y el paro tiene su origen en un Estado multiplicado por diecisiete que despilfarra sus recursos de forma irracional y provoca la creación de una casta política incompetente y ratera. La frustración de la democracia averiada mira con ira a sus autores y se dispone a participar en el aquelarre de su sacrificio público. Estamos, en lo fundamental, ante la instauración de una nueva LOAPA, pero bajo una estrategia distinta a la desarrollada en 1982, que fue resultado del éxito parcial del golpe militar producido un año antes.
El PP quiere conducir la poda autonómica de manera más sutil, pero no menos enérgica que entonces. En vez de entrar a saco el Gobierno central plantea una apariencia de leal negociación con las administraciones periféricas a fin de llegar a un pacto en la rebaja de costes, eliminación de lo obsoleto, fin de las duplicidades, simplificación operativa y reducción de empresas públicas, todo ello virtualmente muy racional y lógico, pero cuyo destino es fortalecer el Estado unitario a costa de debilitar los poderes territoriales. En este empeño subrepticio no tendrá dificultades con los suyos; sin embargo, lo que parecen ser meras propuestas, como la supresión de los tribunales de cuentas y los defensores del pueblo, son órdenes ejecutivas que se llevarán a cabo por las buenas -su sumisa aceptación- o por las malas, mediante leyes orgánicas de obligado acatamiento. El autogobierno vasco, como el catalán, se enfrenta al más agresivo desafío centralista en treinta años, quizás definitivo.
Hoy son innecesarios el ruido de sables y los tanques de Milans del Boch: basta con el desempleo, la frustración democrática y el apoyo informativo de los grandes grupos mediáticos para socavar los derechos de los únicos pueblos del Estado que exigen libertad para promover su destino y saben gestionar con criterio sus bienes. Que los invitados al “café para todos” no deseen ahora autoadministrarse y prefieran el menú único estatal es muy respetable; pero que, de paso, pretendan menoscabar la dignidad nacional de otros, merece una respuesta rotunda, intensamente defensiva.
Y mientras en Madrid se urde el ataque al autogobierno, se demoran las duplicidades administrativas más obvias, como la reducción de los efectivos policiales en Euskadi, donde sobran unos 4.000 efectivos de la Guardia Civil y la Policía Nacional y cuyo repliegue ahorraría a España cientos de millones de euros y no pocos disgustos a los ciudadanos vascos. Esta situación desmiente la coherencia del proyecto de racionalización del Estado, porque si un absurdo factor simbólico (la salida de los cuerpos de seguridad españoles entendida como una derrota política) es más importante que la prioridad de la eficiencia pública, todo en él es arbitrario e impostura.
El mal ahorro
El ahorro no es el bálsamo de Fierabrás que todo lo remedia. Este es el otro trágico error de la Reforma de las Administraciones Públicas, una falsificación conceptual, porque el primer objetivo de todo proyecto de eficiencia es hacer más y mejor las cosas, en el menor tiempo posible y con los menos recursos disponibles, de lo que se deriva, como consecuencia natural, un ahorro económico tanto más considerable cuanto mayores sean los defectos a corregir. Sin embargo, Rajoy ha puesto en el frontispicio de su reforma el ahorro, descuidando lo esencial, la solución concluyente a la pésima calidad del funcionamiento del Estado y su histórica irracionalidad funcional.
El propósito administrativo del Gobierno central es recortar, un contraproducente objetivo económico, lo mismo que ha dispuesto en educación, sanidad, protección social, infraestructuras, cultura, empleo y derechos públicos. La deuda como razón de Estado y como mandato europeo. Es el mal ahorro, el que lejos de reducir gastos resulta más oneroso. Es la estrategia servil de España, vencida a los mercados y al poder financiero. ¿Eficiencia, calidad, cooperación, gestión horizontal, valor, coordinación o trabajo en equipo? De todo eso, que es lo importante, no se habla en el CORA, porque el Estado no aspira a cambiar, ni de mentalidad ni metodología, sino a maquillar su caducidad en una gigantesca operación chapucera.
Lo peor en los inicios del autogobierno fue caer en el contagio de un Estado inoperante, reproduciendo no pocos de sus defectos de modelo. Aquella improvisación ocasionó enormes ineficiencias que aún seguimos costeando. Más allá de lo que haga España en sus asuntos, Euskadi tiene que emprender con rigor autoexigente la reforma completa de su administración pública y dotarse de una nueva arquitectura interna, así como de un avanzado sistema de gestión cualitativa, coherente con la diversidad territorial. No es una cuestión de leyes, sino de personas e ideas. Y es urgente.