Elpidio, el antihéroe de la justicia

Sevilla 27 03 2014:  Rueda de prensa y entrevista a Elpidio Silva. FTengo debilidad por los antihéroes: los que luchan y pierden, persiguen metas descabelladas o intentan doblegar a poderes superiores; los utópicos, los soñadores, los románticos perpetuos. Admirables, pero terribles. Una característica del antihéroe es su destino trágico, unido a su obstinación, que mueve a la lástima tanto como a la risa. Y su soledad. Desde El Quijote hasta hoy las andanzas del antihéroe no han cambiado. Ahora pululan por la tele y enseguida desaparecen reemplazados por otros. El más reciente antihéroe es el juez Elpidio Silva, a quien sus compañeros preparan su inhabilitación porque un día se atrevió a enchironar a Miguel Blesa, presunto saqueador de una gran entidad financiera y con muchos amigos en las altas esferas. A nuestro ídolo le viene mal hasta el nombre: Elpidio, que en griego significa “el que tiene esperanzas”. ¿Esperanzas ante el fatalismo de la justicia española? La ingenuidad, otro rasgo del antihéroe.

 Elpidio comenzó bien su periplo heroico. Publicó un libro de denuncia, La justicia desahuciada, y se fue a la tele a explicar su alternativa al disparatado poder judicial; pero cometió el error de crear un partido político para las elecciones europeas. ¡La pifiaste, Elpidio! Tenías a tu favor el reproche social a la justicia, que distingue a los ricos de los pobres y prima al poderoso sobre el ciudadano. Y en vez de perseverar en la renovación de este carcomido tinglado, te transformas en político, un oficio aún más repudiado que el de la toga. Así que ahora, los grupos mediáticos a sueldo del gobierno van a por ti. Y lo están haciendo despiadadamente, como se destruye a los que estorban, presentándote como un loco.

 Elpidio ya es el enajenado mental, el grotesco, el hombre de quien se mofan el duque y sus siervos, el nuevo Caballero de la Triste Figura. Ya no le llaman a los platós, pero es carnaza en las tertulias y deshonrado hasta el escarnio en el circo de la ignorancia. Era un peligro para el sistema y, antes que el tribunal, la tele cumple la sentencia de aniquilación. Vale.

El ciudadano que seguía creyendo en los políticos

GRA048-VITORIA-21-03-2014-El-p_54404121952_51351706917_600_226Lo habitual es que en cualquier cenáculo o charla de café se hable mal de los políticos y que la crítica sea cruel y sin matices, como quien señala a un clan maldito donde todos son aborrecibles por el hecho de ejercer un oficio singular o tener una determinada condición. Ya se sabe: las putas, los judíos, los curas… los políticos.  Es un viejo ritual. Es el mantra de moda, mediante el cual marcamos y condenamos a los culpables de nuestras desgracias e invocamos algún tipo de purificación redentora. Los políticos -ladrones, soberbios, incompetentes- son el mal que no merecemos. Lo dicen las encuestas oficiales: los políticos son el tercer problema para los ciudadanos, después del paro y la situación económica. Y todo este ejercicio de desprecio universal al político actúa como placebo, tan inútil como irracional.

Mi observación es que la mala imagen de la clase dirigente tiene dos causas: la crisis económica y el deterioro democrático. No están relacionados, porque la ruina política ya estaba instalada en el Estado antes de que las quiebras y el paro comenzaran  a producir estragos; pero la combinación de ambos motivos ha derivado en un profundo rechazo social. De ahí a la exageración del estigma y la incontinencia emocional contra los representantes públicos todo ha sido muy rápido, básicamente porque los líderes no han reaccionado con humidad ni han escuchado el lamento social, atrincherándose en su caduco modelo y sus privilegios a la espera de que escampe. Como si su descrédito fuese fruto de una mala racha o un dilema pasajero.

No hay nada más patético que un gobernante arengando a las masas sobre la necesidad de implantar la innovación en la economía y la gestión. Pero, ¿hay un sector menos creativo y más hondamente atrasado que el tinglado político? ¿Cómo pueden nuestros líderes vendernos innovación sin aplicarla antes en las arcaicas estructuras de los partidos? Es un problema de credibilidad, porque el primer paso de todo proceso innovador es el compromiso efectivo de la dirección. Y cuando pretenden escenificarlo a modo de aproximación pirotécnica, inventan como mágico remedio de las elecciones primarias para la selección de candidatos. ¡Dios mío, qué pueril comedia!  

Sociedad contradictoria

La ciudadanía no es muy justa con sus políticos, porque la ética privada y la práctica social de los valores concretos no son mejores ni más elevadas que la mayoría de los dirigentes públicos. Son homologables: no se engaña más dentro del mundo político que fuera y no hay diferencias sustanciales en la frecuencia del robo, el fraude, la pereza o la incompetencia entre unos y otros. La gente no es mejor que sus políticos electos, digámoslo sin complejos. Por eso, cuando  los ciudadanos claman contra sus representantes, ¿contra quién protestan, quizás contra sí mismos? ¿Se ven acaso reflejados en el espejo de sus líderes?

Nuestros políticos no son extraterrestres. Han salido de la vecindad, de las aulas de nuestros colegios y universidades, de las empresas y organizaciones, de los grupos y asociaciones que pueblan este país. Así que están impregnados de los mismos defectos y virtudes de todos. Y han visto y conocido la ambición, la envidia, la codicia, la voluntad de diálogo y acuerdo, la buena o mala administración de la comunidad de vecinos y el barrio, los afanes de notoriedad, la responsabilidad, la compasión o la sensibilidad por el país, la cultura y las personas. El cazo, el amiguismo, la dejadez, la deshonestidad, la simpleza, la ignorancia, la charlatanería, el escaqueo y demás consolidadas trampas sociales no nacieron con la política: estaban y están ahí porque forman parte del triste acervo popular, junto al lado magnánimo del alma humana. ¿Quién no ha intentado colocar a un hijo, hermano o amigo en alguna empresa por los vericuetos de las influencias? ¿Por qué los políticos iban a ser mejores?

Los políticos se nutren de los valores de la sociedad y desde ella los proyectan a las instituciones. No hay más que asistir a una junta de propietarios de un edificio cualquiera para determinar la medida cualitativa de nuestra capacidad de gobernarnos: las riñas vecinales, casi siempre causadas por tonterías y mezquindades, se parecen mucho a las pendencias, no menos estúpidas, entre partidos. Y a veces también aparecen administradores de fincas que, a menor escala, se asemejan a Bárcenas, Rato, Blesa o la presidenta Barcina en el saqueo de nuestros caudales y patrimonio.    

La única diferencia entre los políticos y los ciudadanos es que aquellos ejercen un trabajo extremadamente expuesto a luz pública, mientras que el desatino e ineptitud de muchos gerentes y trabajadores solo se conoce y sufre en ámbitos privados. Verá usted, creo en los políticos por la misma razón que creo en los mecánicos: porque ejercen un oficio. De mucha responsabilidad, eso sí, pero no más respetable que otros y no menos tocado por la magia del destino que un comerciante orfebre o un inspector de aduanas. Temo que los ciudadanos no creen en sus políticos porque desconfían de sí mismos como comunidad. Esto sí que es una tragedia y no tanto la corrupción o el despilfarro. Por supuesto, los políticos y los partidos tienen que cambiar por el bien general; pero también usted, yo y todos.

No hay democracia sin políticos

Hay que decirlo con toda convicción: siendo cierto que no hay democracia sin política, ni política sin políticos, se deduce que el descrédito genérico de la clase dirigente equivale peligrosamente al rechazo global de la democracia. De ahí que proliferen las actitudes populistas y las negras ideologías salvadoras. Pongamos cifras al desencanto: en la política y los políticos creen, aún con todas sus dudas, los ciudadanos que acuden a votar en las sucesivas elecciones. Al menos un 60%, la mayoría. Hay mucha fe -en precario- en toda esa gente que no falta a la cita con las urnas. No hay nada más humano que la fe, esa sutil confianza en los demás que permite avanzar y sostenernos como sociedad.  

La política es más necesaria que nunca, porque los mercados y las fuerzas invisibles que nos manejan aprovechan nuestra perplejidad y desorientación para someternos y liquidar las libertades reales. Solo la política puede romper la desigualdad y las injusticias. Únicamente la política permite crear soluciones solidarias. Nada más que la democracia es capaz de parar los pies a la plutocracia financiera. Sólo desde la política, y no desde las emociones, un pueblo pasará de la dependencia sumisa a la independencia radical. Y únicamente unas instituciones fuertes y bien administradas podrán detener a los nuevos dueños de la economía, la educación, la comunicación, la cultura y el ocio.

Creer en la política, como digo, es creer en las personas, en su dignidad y su capacidad de convivir en la diversidad. Tener líderes es una consecuencia natural de la política. ¿Ha bajado la calidad de los dirigentes? No lo creo, de hecho están mejor preparados que los de hace treinta años. Lo que ha subido es la exigencia ciudadana y la información sobre el quehacer institucional. Somos poco crédulos, menos ingenuos y estamos mucho más implicados y a este nivel de calidad democrática no se ha adaptado el sistema, congelado en la ceremonia electoral. La sociedad ha madurado y la política se ha estancado. Los ciudadanos creerán de nuevo en sus líderes si estos abandonan la comodidad, vuelven a la calle, se arriesgan por las personas, son intrépidos, auténticos, emocionales y se apasionan por la libertad frente a la tiranía tecnocrática que viene. Por cierto, el odio a los políticos es un viejo narcótico franquista, de efectos retardados.

¡Silencio! Se censura…

A Pilar Urbano le han hecho el silencio en la tele, el cruel silencio del vacío. Su última obra, La gran desmemoria, es un peligro cierto para el sistema. La orden de silencio es jerárquica, imperativa, porque los dueños de las cadenas temen a quienes regulan el espacio digital y reparten las jugosas campañas institucionales. A Pilar Urbano le odia mucha gente: los monárquicos, por irreverente; la izquierda, por meapilas; la derecha, por inoportuna; los militares, por indiscreta; los historiadores, por heterodoxa; los políticos, por veraz… Del libro de Pilar Urbano está prohibido hablar, porque de sus 888 páginas se deslizan viejas y aplazadas verdades que desnudan las miserias de la transición española, tan ejemplar como la moral de un cura con sobrina.

 La censura adquiere la forma profesional del silencio, correcta y conveniente. La cautela es la zorra de la televisión actual. Como excusa te dicen que la Urbano solo pretende vender libros y pasear de canal en canal su irrefrenable ego. Pero no. En la historia del exitoso 23-F están casi todos involucrados, del rey al PSOE y del CESID al poder económico, y ninguno desea recordar. Ya sabíamos que España tiene una pésima memoria. El rey ha desplegado sus muchas influencias, incluyendo a su lacayo Peñafiel -encargado de la misión de enfatizar la condición de numeraria del Opus Dei de la autora como argumento ad hominempara imponer el silencio y se ignore que el sucesor de Franco anduvo zascandileando con los militares para orientar a su favor la transición, derribar a Suarez y revertirse en salvador, cuando no pasó de ser un héroe de opereta.

 La excepción es ETB, que ha dedicado horas al libro de Urbano mañana y tarde. Contra ese y otros excesos, los miembros del PP en el Consejo de EITB, asistidos por los socialistas, andan ocupados en censurar teleberris y debates. Mandan a callar sobre los presos, el derecho a decidir y demás realidades objetivas. Decretar el silencio, un silencio frío y vaticano, es el ideal canalla de España. Más fútbol y menos verdades.  

España dice NO a la democracia

congreso_no-672xXx80Siete horas duró, de la tarde a la noche, el pleno del Congreso de los Diputados el pasado 8 de abril, en el que la democracia española escenificó su rotunda mezquindad frente a la demanda de Cataluña de celebrar un referéndum consultivo sobre su futuro como nación. El debate comenzó como una mala clase de derecho constitucional, balbuceante y contradictoria, y acabó multiplicando por mil el censo de los independentistas catalanes. Deberían exhibir esta película en las escuelas de teatro para enseñar que la dramatización consiste en creerse las propias mentiras y poner cara solemne. La obra representada tenía un título previsible: “No”. Uno de los conceptos más perturbadores del desarrollo humano; pero que usado por el poder adquiere el significado de infamia. El No del poderoso es siempre un acto de violencia.

 Los actores cumplieron con su papel. Rajoy acentuó su histrionismo con una corbata rojiblanca, carnavalesca, para acompañar la farsa de un discurso cargado de tópicos, metáforas desgraciadas, como la de Robinson Crusoe, y declaraciones de afecto que sonaron estruendosamente cínicas. A Rubalcaba le ocurrió lo que a los viejos cómicos sobreactuados: sus gestos eran muecas y sus palabras, murmullos. Patética Rosa Díez y delirante Alfonso Alonso en su rivalidad neofalangista. La dignidad de la izquierda quedó a salvo en su franca minoría y la solidaridad nacionalista actuó de bálsamo para que la ofensa a Cataluña fuese menos dolorosa. El telón cayó como una losa de odio y oprobio, con 299 noes cerriles. España no es una democracia, pues cierra la puerta de la libertad y se lleva la llave de la ley.

El debate no fue correcto como se ha dicho, sino una impostura calculada. Todo era artificial, fingido, cosmético, como el rostro sombrío y profesional de los funcionarios de pompas fúnebres. Fue la retransmisión de una comedia sin inteligencia ni osadía democrática. Acaso la historia de otra oportunidad perdida. La democracia real es lo que se ve en la tele. ¡Qué espectáculo!

Usted y su personaje: la identidad múltiple

masksannoymous¿Cuántas caretas tiene usted en el armario? Eso depende de su necesidad de cambiar. Cuanto más fuerte sea su deseo de cambiar (de vida, de estado emocional, de trabajo, de ciudad…) más fuerte será adicción al uso de las caretas. A los que más les duele mirarse en sus espejos (los desgraciados consigo mismos) y los insatisfechos con su pasado son los mejores en el arte de la recreación de su identidad. Nadie pretende ser más yo que quien utiliza toda la gama de sus identidades y en ellas vuela y se dispersa sin  riesgo esquizofrénico. La identidad es una mentira moderna, una crisis transitoria provocada por la irrupción de los medios audiovisuales y digitales. La personalidad única y concreta, sin alter ego, es una simplificación de la amplia y compleja naturaleza humana, porque lo esencial no es el yo, sino la autenticidad: ser mucho más que un solo yo, pero serlo de verdad. Cuidado con el cinismo.

 La tele es el gran escenario de las caretas. Es un fabuloso baile de disfraces. Construir la imagen, definir el personaje, determinar la versión de cada día: de eso se trata en este teatro masivo. En las redes sociales e internet a la identidad se le llama perfil. Es más ecléctico. En televisión tiene usted que fijar su versión y cambiarla cuando la perciba desgastada; pero sepa que su personalidad audiovisual y digital es básicamente emocional, no es objetiva, y se hace a base de corazón, entusiasmo, riesgo y contradicciones. Con una condición sine qua non: que todas las versiones estén amparadas por la autenticidad, coherentes con su alma y no desmentidas fuera de cámara. Jamás sea usted previsible, es lo peor; pero recuerde que la identidad creativa tiene muy mala prensa.

 Alguien magistral en esta profusión identitaria ha brillado estos días en la tele y las redes, Esperanza Aguirre. Será una dirigente desalmada, de acuerdo; pero es asombrosamente eficaz en la recreación de su identidad pública, con una arrolladora capacidad adaptativa. Revilla es su discípulo. Tienen muchas caretas y por tanto mucho más éxito.