Uno de los personajes con mayor carga irónica de cuantos ha creado Oscar Terol para ETB encarnaba a un alcalde de la izquierda abertzale tan pertinazmente dubitativo que para escapar de su responsabilidad en las decisiones comprometidas convocaba referéndums cada dos por tres, dando lugar a situaciones grotescas. Esta sátira política empieza a hacerse realidad en Euskadi: el referéndum y su versión menor, la consulta, son ya una pasión entre nosotros y quien no la cultive, defienda o reclame con ardor militante asume la dudosa reputación de autoritario o carcamal político.
En un contexto de descrédito de los partidos y en medio del desplome del sistema tradicional, la exigencia del perpetuo pronunciamiento plebiscitario parece concebirse como el rescate por la ciudadanía del poder de decisión que la democracia formal le había arrebatado. Planteado así, creo que se comete un doble error: ni las consultas son la solución a los déficits de libertad, ni impugnan la validez esencial del régimen representativo. Entre el escepticismo por este género de gobierno directo y la necesidad inaplazable de renovar el estándar político habrá que encontrar un modo eficaz de mejorar las cosas, sabiendo que en nuestro caso el origen de muchos de sus males está en la Constitución, impuesta hace más de 30 años bajo el condicionamiento del miedo y la ignorancia. España llegó tarde y mal a la democracia e igualmente accede con notable retraso al uso de las consultas populares.
Lo que más me asusta de la ansiedad por los referéndums es el sentido de pureza ideológica que se autoadjudican sus promotores, como si las decisiones de las instituciones representativas estuvieran viciadas por la usurpación de un poder original. Es cierto que la maduración individual sobre el ejercicio de los derechos, así como el conocimiento proveniente de los medios de comunicación, conducen a una progresiva corresponsabilidad ciudadana en los asuntos públicos y requieren la instauración de modelos de democracia participativa que complementen en el día a día los procesos electorales cuatrienales; pero es una monumental contradicción aspirar a que la modernización del sistema se resuelva mediante la aplicación de instrumentos decimonónicos como los referéndums y las consultas. En algún sentido es una vuelta atrás, por la cantidad de dudas que suscitan el qué y el cómo preguntar a la ciudadanía.
¿Qué?
¿Sobre qué conceptos debería consultarse a la sociedad? ¿Cuándo es pertinente este procedimiento? Obviamente, necesitamos una ley de democracia participativa, plurinstitucional y compatible con la acción de los órganos ejecutivo y legislativo, un recurso que vaya más allá del periódico refrendo popular y se atreva a llegar a lo que, en su cortedad, no vislumbra el viejo método de la consulta. Hablaremos de ello más adelante; pero, mientras tanto, habrá que probar de este fruto hasta ahora prohibido.
En principio, cabe pensar que puede preguntarse sobre cualquier asunto que suscite algún rechazo popular o esté en los deseos de cambio, como propugnaba el vacilante alcalde de Oscar Terol. Una de dos: o se convoca referéndum para modificar leyes o alterar el marco jurídico, con efectos vinculantes; o nos quedamos en simples consultas sobre temas locales (algo así como costosas encuestas de opinión), que no obligan a su acatamiento, como decidir sobre el sistema de recogida de basuras o las corridas de toros, que tantas paradojas provocan. A partir de ahí todo son limitaciones: una institución o un número suficiente de ciudadanos solo estarían legitimados a llamar a consulta sobre aquello que les concierne en exclusiva. Por ejemplo: no cabe interpelar a la sociedad sobre una determinada instalación industrial, porque la capacidad de libre empresa es un derecho y no es cuestionable particularmente. En este caso a los ciudadanos les cabría como mejor alternativa la potestad de la protesta organizada y, en su preciso momento, la impugnación en las urnas de los gobernantes cuya actuación rechaza una teórica mayoría.
Quienes señalan la excelencia consultiva tendrían que darse cuenta de lo perverso que puede resultar esta dinámica. ¿Hubiera aprobado el pueblo vasco la construcción del Guggenheim, un proyecto fascinante pero muy costoso, en medio de una terrible crisis industrial, si le hubieran preguntado? ¿Refrendaría hoy Euskalduna, Metro o Kursaal? ¿Y el nuevo San Mamés? No quisiera pecar de elitismo intelectual, pero ¿qué criterios o visión estratégica teníamos entonces los ciudadanos para optar por lo más conveniente? Todo lo consultable debería ser técnicamente sencillo y no, como a veces sugiere, una coartada para desbaratar los consensos institucionales con vistas a su sustitución por un siniestro populismo. Entiendo que los votos en las elecciones no son cheques en blanco, pero tampoco son la negación del liderazgo de personas y grupos a quienes encomendamos el diseño del devenir colectivo. También Franco convocaba referéndums, seguro de ganarlos entre amaños e ignorancias.
¿Cómo?
La experiencia consultiva da mucho juego analítico. Fijémonos en Suiza, paraíso del referéndum y país del que muchos querrían importar su patrón democrático. La Confederación Helvética viene practicando este método desde mediados del siglo XIX y se constituye como una tradición, tanto (unas 300 veces en su historia) que incluso después de decisiones cruelmente fallidas serían capaces de prescindir del chocolate antes que suspender sus queridos referéndums. Por cierto, rara vez la participación alcanza el 50%, en parte por cansancio y también porque solo los sectores sociales movilizados -muy a favor o muy en contra- tienen interés en acudir a las urnas para solventar cuestiones intrusivas. Ya existen otras maneras de acometer las diferencias.
En Karrantza, como en Suiza, acudieron a la consulta taurina 760 vecinos de los 2.500 con derecho a sufragio, el 30,4%, de los que 409 apoyaron la continuidad de las corridas. ¿Representativo? Las dudas residen en que en este tipo de casos -más emocionales que racionales- concurren tres segmentos desiguales: una minoría a favor, otra minoría en contra y una mayoría indiferente, con lo que la iniciativa democrática queda en una pugna mortal entre dos grupúsculos irreconciliables. No creo que el espíritu de la consulta tuviera como propósito original zanjar reyertas pueriles.
Referéndum siglo XXI
Entre el referéndum y la consulta hay una diferencia sustancial, la misma que entre lo importante y la menor cuantía. Celebremos referéndums, sí, pero en serio, no amagos teatrales e imprecisos. Temo que la consulta catalana -o lo que quiera plantearse en Euskadi si no es resolutivo- tenga mucho de estos defectos tácticos por falta de osadía política e insuficiente convencimiento democrático.
Las consultas solventes sobre temas de debate cotidiano (legales, económicas y sociales) hay que dejárselas al desarrollo de esas maravillosas herramientas que son las tecnologías de la información y la comunicación. ¿Quién quería dar la palabra al pueblo para todo? Pues internet es el escenario perfecto de la democracia participativa, no la vieja urna y su lenta ceremonia. Quizás no estemos aún preparados para las posibilidades que ofrecen estas técnicas aplicadas al gobierno del interés público. Hay demasiadas sospechas e ignorancias sobre su posible descontrol o alteración virtual; pero llegará el día en que la gente será interpelada sobre la conveniencia de las más diversas materias, para decir sí o no a un proyecto local, manifestar su conformidad o discrepancia sobre una ley o impugnar a golpe de clic a un ministro, alcalde, juez o diputado. Las votaciones serán constantes y generalizadas y exigirán tener información y criterio. No es política ficción. Es la última esperanza de la democracia: capacidad de decisión vinculante en todo y en tiempo real. Caramba, ya somos mayores.