¿En qué momento la ley y la democracia empezaron a distanciarse? Cuando la ley, hija legítima de la democracia, corrompió su identidad y se adjudicó la función de limitar, por miedo o arrogancia, los derechos de las personas y los pueblos. Cuando la ley quiso ser inmutable y se creyó en posesión de un rango superior al poder original de la sociedad. Sí, esto es lo que ocurre hoy en el Estado español, donde las leyes -de por sí perecederas como todo elemento instrumental- se instituyen en barreras que impiden que los deseos colectivos puedan tener un cauce para su reconocimiento y desarrollo. España tiene una Constitución que colisiona con la democracia, a la que somete y empequeñece frente a la voluntad de los ciudadanos en toda o alguna parte de su territorio. Es obvio que el ordenamiento jurídico se articula hoy bajo la prioridad de servir de parapeto contra las mayorías políticas de Euskadi y Cataluña.
Además de su dudosa legitimidad, pues su contenido estuvo condicionado desde el principio por la amenaza de los poderes heredados de la dictadura en un ambiente viciado por el miedo y la ignorancia, y de que en Euskadi fue refrendada en minoría, la Constitución no representa la amplitud democrática de una sociedad que, treinta y cuatro años después, ha madurado y crecido en criterios y responsabilidad pública. El Estado tiene un marco de convivencia que, aparte de apolillado y estrecho, solo sirve para restringir en vez de propiciar el avance de la comunidad, lo que da entender que no es más que un mamotreto formal que refuta su naturaleza democrática. ¿En qué se manifiestan sus contradicciones? En abocar a Euskadi y Cataluña a la frustración de la libertad, diciéndoles con indisimulado cinismo: si ustedes, vascos y catalanes, quieren hacer valer su derecho de autodeterminación, presenten su proyecto para que sea sometido al voto de las Cortes, único titular de la soberanía. Y así, se iniciaría un proceso surrealista que daría vueltas sobre sí mismo y en el que la ley actuaría como garantía de que el derecho de emancipación de Cataluña y Euskadi -dos naciones cultural, política e históricamente acreditadas y diferenciadas- jamás podrá ser ejercitado a pesar del mandato imperativo de sus ciudadanos. La ley contra la voluntad popular, este es el método de contención.
La ley del bloqueo
Hay unas mayorías nacionalistas abrumadoras en Cataluña y Euskadi que superan el 60% o más de los votos, masa crítica suficiente para que el estatus de pertenencia al Estado se plasme en una relación distinta a la actual y que tendería en sucesivos pasos a la autodeterminación y, finalmente, a la independencia. Los poderes del Estado conocen esta realidad y perciben el futuro como amenaza. Por lo tanto, se han puesto a la defensiva mediante la aplicación de tres estrategias de presión simultáneas.
Una es la antigua táctica de la propaganda del terror económico o la promesa de pobreza que caería sobre la población vasca y catalana en caso de que se atrevieran a constituirse en estados libres. Es muy eficaz entre los menos informados y las empresas no diversificadas. Habría que realizar un estudio sobre la sucia campaña del Estado ejercida durante las recientes elecciones autonómicas de ambos territorios, en las que encontraríamos elementos goebbelianos y otros factores de manipulación de masas. Una segunda estrategia es la ceremonia de distracción, que consiste en despistar a los partidos nacionalistas que lideran los procesos soberanistas, otorgándoles concesiones coyunturales, regalos políticos o nombramientos que predispongan a estas fuerzas a disminuir o aplazar sus proyectos de separación: es una operación de desistimiento que se funda en la debilidad frente al poder. Funciona en la medida en que los partidos autodeterministas tengan apegos de mando superiores a la fidelidad a su causa.
Y la tercera consiste en utilizar la ley como agente de bloqueo, cuyo siniestro proceder es el siguiente: como la Constitución declara al conjunto pueblo español como único depositario de la soberanía (un derecho excluyente que carece de respaldo democrático, dado que la norma, al igual que la figura del rey, es subsidiaria del franquismo), es imposible que Cataluña y Euskadi puedan ser reconocidos alguna vez como estados si, primero, las Cortes no lo aprueban y, después, el voto de los castellanos, murcianos, andaluces y demás pueblos del Estado no lo permite en un paródico referéndum. Una situación kafkiana que califica el sistema político que ilegítimamente nos rige y frente al que, en estas circunstancias y con reglas de juego trucadas, no cabe una respuesta formalmente legal, sino radicalmente democrática.
Rebeldía, no hay otra salida
¿De qué valen, pues, la soberanía vasca y la catalana si España tiene el monopolio de esta propiedad, si bloquea las mayorías de la periferia con el uso torticero de la ley, si ha secuestrado la democracia? A mi parecer, el momento histórico actual tiene todas las características del tiempo de transformación, esa época crítica que precede al cambio de ciclo en el que no queda más remedio que rebasar la frontera de las leyes vigentes para provocar su sustitución por otras alternativas. No se hizo nunca en ningún lugar del mundo una profunda renovación del sistema que no necesitara soportar una fase previa de subversión y desacato. Si todas las revoluciones se hubiesen ajustado a los preceptos del régimen que pretendían superar, seguiríamos en la edad de piedra y subyugados por el jefe de la tribu.
No hubieran acontecido las revoluciones inglesa, francesa o americana sin el riesgo y sacrificio de los rebeldes. Todo cambio, grande o pequeño, tuvo su experiencia subversiva: lo vivimos en la insumisión al servicio militar obligatorio y lo constatamos hoy frente al abuso de los desahucios, en los que hasta sus esbirros (policías, jueces y funcionarios) apoyan la revuelta. Todos los días se incumplen normas (huelgas forzadas, manifestaciones sin permiso, concentraciones y ocupaciones de propiedades, asaltos digitales y boicoteos) por diversos motivos de justicia. ¿Acaso no alabamos la acción de wikileaks contra el imperio? La ventaja de la rebeldía democrática es que en el siglo XXI es prescindible el recurso de la violencia y que los insurgentes de hoy son los ciudadanos libres, armados de razón con el supremo valor de su voto y su voluntad.
La estrategia obstruccionista del Estado lleva inexorablemente a Cataluña y Euskadi a la transgresión, puesto que no queda cauce legal para que las demandas de la mayoría se cumplan. Apelar a la ley en España es un sarcasmo, porque su uso por la autoridad es parte del problema y el instrumento que lo origina. No es verdad que solo mediante la ley sea factible el ejercicio de la libertad, porque la ley -ya lo vemos- puede ser sometimiento y limitación arbitraria. Hay una crisis económica en España, sí; pero también, y acaso más brutal, en su democracia, bloqueada y disminuida por la estrecha legalidad constitucional.
La ley no es más que una herramienta. La democracia es el único valor sustancial en la organización de la sociedad. Y no hay España ni ejército ni otra forma de coerción que pueda detener a un pueblo consciente de su destino. La primera mentira del Estado es cuando nos dice, con desprecio, que solo somos soñadores.