Suena a tópico postelectoral, pero es incuestionable que Euskadi ha entrado en un nuevo tiempo tras lo acontecido el 21-O. A lo largo de la campaña Iñigo Urkullu anticipó reiteradamente esta posibilidad y los cambios que habrían de derivarse del fortalecimiento del voto abertzale y, en paralelo, del declive electoral constitucionalista. En este proceso de transformación estamos. Lo curioso, por no decir absurdo, es que asistimos a la irrupción de la normalidad tras años de ilegalizaciones y mermas de derechos democráticos y del despiadado ejercicio de una doble violencia -de ETA y el Estado- que ha condicionado, y de qué manera, la vida política vasca. ¡Cuánto tiempo perdido, cuánto conflicto artificial, cuánto juego insensato para terminar en el punto de partida, en la pura e ineludible realidad! ¡Cuánto camino de tranquilidad y progreso podríamos haber adelantado y cuántos problemas nos habríamos ahorrado si los dirigentes españoles y la izquierda abertzale no le tuvieran miedo a la libertad.
Supongo que, después de tres años y medio de ignominias y sectarismo antinacionalista, el cuerpo nos pide responder con dureza a los agravios recibidos y poner en marcha la demolición de la herencia del Gobierno López. Sería un error y añadiríamos un daño más al desastre que el trienio españolista ha proporcionado al país. Nos conviene, por responsabilidad, una actitud de serenidad y asumir que el nuevo e ilusionante escenario exige ciertas renuncias y contención, no replicando a aquella revancha con otra revancha opuesta, lo cual no excluye la higiénica clausura de los comederos abiertos por la trama PSE+PP en la administración vasca y también en EITB, sistemáticamente comisariada, ni dejar impunes los quebrantos que se detecten en las arcas públicas tras la pertinente auditoría. Es preciso comprender la naturaleza innovadora y positiva del mensaje electoral de Urkullu, los grandes acuerdos, tan difíciles pero necesarios que requerirán cierto olvido y generosidad, más de lo que emocionalmente estamos dispuestos a ofrecer.
No imponer, no bloquear
Creo que una gran parte de la sociedad, incluso más allá del electorado propio del PNV, ha entendido la importancia del compromiso de Iñigo Urkullu de emprender grandes acuerdos entre las fuerzas políticas vascas. No es un mensaje muy frecuente en política. Y esta empresa trascendental va a marcar, desde el principio de la legislatura, la hoja de ruta del próximo lehendakari. Con la amplia pero relativa mayoría de que dispone el PNV -27 escaños- es posible conformar un Gobierno fuerte y seguro para los próximos años, si bien no le permitirá imponer su programa y deberá estar permanentemente abierto a negociaciones y pactos en materias clave y actuaciones sectoriales, lo que proporcionará una agitada e interesante actividad al Parlamento.
No cabe otro modelo que el esfuerzo continuo de pactos abiertos y una búsqueda de puntos de encuentro, sin exclusiones. Esto es lo que desea la sociedad, pero siempre que esta metodología sirva para resolver problemas y acometer las soluciones que precisa nuestra economía, la cohesión social y la convivencia política. Fallecidos por fortuna los liderazgos carismáticos, es la hora del liderazgo participativo, más coherente con la democracia moderna y sus complejidades. Este es el tipo de dirección que encarna Urkullu y para lo que se ha preparado durante muchos años, no siempre bien comprendido fuera y dentro del nacionalismo vasco.
No solo se espera que cambie el estilo de regir un país desde el Gobierno; también se demanda que haya otra forma de ejercer la oposición con la renuncia previa de toda tentación de bloqueo sistemático. Lo que se querría para los próximos cuatro años es que se cultive la cultura de la corresponsabilidad y que las distancias entre el poder y el contrapoder, tan necesarias, no resulten insalvables para volcarse en el impulso de una economía productiva y generadora de oportunidades de empleo e inventar un marco de convivencia razonable entre soberanistas vascos y constitucionalistas españoles, porque no es imposible. Ignoro si los partidos se han percatado de la peculiar situación que vive este pueblo; pero las cosas han cambiado radicalmente. Ya nada es igual que antes, ni para gobernar ni para opositar. Todo lo que no sea pactar es inútil, con la diferencia cualitativa de que hoy el acuerdo tiene que producirse sin esperar compensación en forma de cuotas de poder o reconocimiento social. Hay que entenderse porque sí, a cambio -casi nada- de recuperar el prestigio de la acción política en la ciudadanía.
Primero la economía; pero…
El virtual lehendakari ha fijado su prioridad en la crisis y el paro, en sintonía con las preferencias de la mayoría. No es que el regreso al crecimiento de la riqueza y la creación de empleo dependa solo de la acción de nuevo Gobierno, pero es indudable que sin el impulso desde Ajuria Enea, con las herramientas del Concierto y la cooperación de las diputaciones, nada de esto será realizable. El proyecto colectivo es situar la economía vasca en el paradigma de la competitividad global, la innovación y el conocimiento, como en otras épocas lo fue la industrialización o la modernización tecnológica. Casi todas las expectativas de la gente se centran en esta monumental empresa, conscientes de los sacrificios que implica y los cambios de mentalidad que la acompañan.
Ahora bien, esta primacía no puede negar o retrasar por mucho tiempo el otro bloque de nuestras necesidades, esto es, la soberanía vasca y la coexistencia en un país con dos sensibilidades nacionales. Precisamente, el enquistamiento del problema se ha debido a la estúpida cobardía del Estado a afrontar la reclamación de una mayoría nacionalista, parapetándose en la inmutabilidad fáctica de una legalidad diseñada por los herederos del franquismo. El 21-O ha manifestado la enormidad de la suma abertzale (casi dos tercios del Parlamento), diversa pero expresiva del descontento sobre el actual desequilibrio entre la aspiración independentista y la imposición constitucional. El objetivo democrático de cambiar la relación de Euskadi con el Estado es tan real y profundo como la crisis económica, de manera que del trabajo de la legislatura que empieza cabe esperar también una salida razonable y valiente en lo político. Si antes la excusa para el diálogo entre partidos y la negociación resolutiva era la violencia, ¿vamos ahora a tomar la crisis como el mísero pretexto para impedir el final de nuestro viejo dilema histórico? A la contundente mayoría abertzale le compete que este crucial asunto no se retrase ni se impida: es un imperativo emanado de las urnas.
A Iñigo Urkullu se le acumulan las urgencias antes de su nombramiento como lehendakari. Hay que formar Gobierno, crear una nueva cultura de acuerdos en Euskadi, afrontar la brutalidad de la crisis y acomodar la soberanía a dos bandas en principio incompatibles. Nadie lo tuvo más difícil, porque los problemas de hoy no tienen parangón con los de otras épocas. No sirven los modelos conocidos, hay que reinventarlo casi todo. También la propia figura del lehendakari. El reto histórico de Iñigo Urkullu es pasar de ser mucho para muchos a ser mucho para todos.