Olimpicamente, Londres

Las Olimpiadas son el mayor espectáculo del mundo, aunque nacieron para confraternizar a las naciones -discriminando a algunas- alrededor del deporte. A más espectáculo, menos autenticidad, este es el problema. También Londres será más show que Juegos, como quedó de manifiesto el viernes en una ceremonia inaugural arrogantemente británica. Para la tele es una gozada transmitir este evento universal: casi tres semanas de emisiones continuas, una nueva remesa de héroes, embriaguez simbólica y exhibición del triunfo y la derrota, metáfora perfecta del ser humano.

Para el espectador es un empacho competitivo y un laberinto para perderse, porque las Olimpiadas han añadido a su versión original, el atletismo, decenas de especialidades superfluas. ¿A quién interesa el bádminton, la hípica o el tiro con arco? Los deportes olímpicos son una elección anglosajona con algún recuerdo griego; pero como las apetencias del ciudadano han sido modeladas hacia lo grandioso, el consumo de mitos y el gusto por las emociones intensas, el espectador buscará la épica del récord y la solemnidad reivindicativa de los pueblos pobres con su proverbial superioridad física sobre los blancos. Con cada subida al podio Etiopía, Nigeria, Jamaica, Rumanía, Kenia y otros países marginados serán efímeramente felices para volver después a sus miserias. El black power y el poor power, todo en uno. Además, hay dos amenazas: el terrorismo y el dopaje, verdugos de la paz y la nobleza deportiva, respectivamente.

 El medallero será estos días la frenética Bolsa del mundo, donde cotiza el orgullo identitario. Y como en la del dinero, Estados Unidos obtendrá las mayores ganancias, China querrá visualizar su poderío, lo mismo que Rusia, Alemania, Reino Unido, Japón y Francia. Los de siempre, más unos pocos menesterosos. Y en paralelo a la contienda, los nuevos prodigios tecnológicos aplicados a la televisión: cámaras ultrasensibles, imágenes multidimensionales y otras reales fantasías que harán que esta vez, por espectacularidad, la tele triunfe sobre internet.

Spain is different: mejor un monopolio que un duopolio

Con la que está cayendo, tópico de moda en la calle y la tele, la Comisión Nacional (sic) de la Competencia ha impuesto a Antena 3 tan rigurosas obligaciones para autorizar su absorción de La Sexta que provocará que su rival, el grupo Mediaset, pueda ejercer a su antojo la dictadura audiovisual. Y puesto que entre las dos corporaciones, la de Telecinco y la resultante de la fusión abortada, dispondrían de más de la mitad de la audiencia y el 85% de la tarta publicitaria, la CNC opina que es mejor un monopolio que un duopolio, horizonte hacia el que irremisiblemente caminaba el mercado televisivo español después de que, primero, Zapatero regalase la publicidad de TVE a las emisoras privadas y, segundo, Rajoy se disponga a cerrar o privatizar casi todas las cadenas autonómicas y prohibir los anuncios en los canales regionales que sobrevivan a la devastación. ¡Alégrate, pueblo espectador, pues tendrás un único tirano!

Para el ciudadano escarmentado la decisión de la CNC, que no es un canal de televisión pero que actúa como tal, apesta a pucherazo empresarial y vendetta política. El órgano regulador no se limita a destrozar los planes estratégicos de Antena 3, a la que discrimina respecto de las condiciones, más favorables, exigidas en su día a Telecinco para asimilar a Cuatro, sino que además remata a la productora Mediapro al tomar partido por Prisa (El País), actual accionista del grupo Telecinco y enemigo mortal de La Sexta en la larga guerra del fútbol y la batalla del purismo socialista. Un escándalo que, en medio de problemas mucho más graves para la gente, quiere pasar desapercibido, como un saqueador de tiendas en medio de la catástrofe y el caos.

La obscena jugada de la CNC se parece mucho a un partido de fútbol de la liga italiana, tan proclive a los apaños fraudulentos, entre los equipos De Agostini-Antena 3 y Berlusconi-Telecinco, donde el árbitro decide hacer trampas a favor del gran putero. La distancia entre competencia e incompetencia es un prefijo, la misma que entre honestidad y bellaquería.

 

Ares y sus errores: el caso Iñigo Cabacas

Para un político profesional, más que para cualquier otro ciudadano, existen dos clases de errores: los perdonables y los imperdonables. Dicho de otra manera, los involuntarios o propiciados por flaquezas e insuficiencias -la mayoría de los extravíos humanos- y aquellos que en algún momento pudieron evitarse y empecinadamente se mantuvieron activos. Hablemos de estos últimos, los errores perfectos. Una equivocación inexcusable se mide tanto por la gravedad de los hechos y sus dolorosas consecuencias, como por la actitud del autor y la prolongación del desatino.

El menos aceptable es el error duradero. Por definición, los fallos imperdonables son aquellos por los que no se piden disculpas o cuyo perdón se implora tarde y mal, es decir, sin convicción y con retardo. Así lo entiende la moral de nuestra sociedad, sensible a la dispensa de los arrepentidos pero implacable con quienes no admiten su responsabilidad y manifiestan jactancia en la propia conducta, los que se justifican. Al final, son las percepciones públicas, mejor o peor informadas, las que determinan la calificación de los hechos: ellas son los jueces y casi nunca se equivocan.

 Errores trágicos

En el caso de la muerte del joven Iñigo Cabacas, producida por el impacto de una pelota de goma lanzada por la Ertzaintza en el centro de Bilbao el pasado 5 de abril después de un partido de fútbol del Athletic, un homicidio absurdo y negligente, aparecen ante los ojos de la gente dos realidades opuestas: una familia dolorida que exige, con todo derecho, el esclarecimiento de la verdad y una justicia consecuente, y la figura del consejero de Interior, Rodolfo Ares, que mueve los hilos de una humillación prolongada por medio de silencios, ocultaciones, demoras, maniobras de distracción y huida de responsabilidades, el contrapunto de cuanto reclaman los padres, los amigos y la mayoría social. Los desatinos de Ares son tantos, tan constantes y tan graves que es difícil encontrar un precedente en la historia de las bajezas políticas.

Ares ha cometido dos errores trágicos en la gestión del suceso que, sumados a todos los anteriores, resultan imperdonables y definitivos. El peor es el ofrecimiento de una compensación económica a la familia, vía seguro de responsabilidad civil, con el propósito de ahogar las repercusiones públicas del caso. La tentativa, que existió, de comprar con dinero el silencio de la gente de Iñigo retrata ante la opinión pública el talante miserable y escapista de Ares y su desprecio hacia los sentimientos de los allegados de la víctima. La indignidad institucional frente al dolor

En este contexto de deshumanización, Ares construye un debate tramposo consistente en atribuir una causalidad política a la postura beligerante de la familia, al cargar contra la abogada de esta, Jone Goirizelaia, y su trayectoria como dirigente de la izquierda abertzale, con este mensaje implícito: como la letrada fue una reconocida defensora de ETA, también ahora carece de credibilidad y ética en su estrategia profesional, con lo que la razón asiste solo al consejero socialista. Negando legitimidad a la defensora de la familia, Ares propina una terrible bofetada a los padres de Iñigo -y a la memoria de este- en la cara de Goirizelaia. De paso, la maniobra del responsable de Interior es un insulto a la sociedad democrática, a la que se ha pretendido manipular mediante la politización de los sentimientos de los padres y el cuestionamiento de estos a designar sin prejuicios a su legítima representación legal.

Su segunda equivocación, no menos grave, ha sido polemizar con la familia Cabacas. El consejero debería saber que, por concepto, la víctima siempre tiene razón y que la sociedad se sitúa racional y emocionalmente del lado de los que sufren una injusticia, más aún si el mal procede de los ámbitos del poder. ¿Cabe mayor torpeza que confrontarse con unos padres cuya conducta ha sido ejemplar y paciente hasta lo indecible y que han aguantado toda suerte de evasivas y desprecios institucionales? El admirable comportamiento de los seres queridos de Iñigo ha contribuido a que la irresponsabilidad de Rodolfo Ares quedara más patente y se percibiera la enorme distancia que media entre las políticas rastreras y la moral sin dobleces de los ciudadanos.

Errores iniciales

Todo empezó mal. El consejero cometió al menos tres fallos iniciales. El primero, actuar con cobardía al esconderse de los hechos hasta que sobrevino el fatal desenlace. Cinco días de deshonroso silencio, desde los incidentes hasta la muerte (sus vacaciones de Semana Santa eran más valiosas), son la medida de su pusilanimidad, sin contar con su miedo a la soledad (el otro lado de la cobardía) por hacerse acompañar en sus tardías comparecencias públicas por su viceconsejero y el director de la Ertzaintza. Su segundo error fue negar contumazmente que la causa del fallecimiento de Iñigo fuese la carga a pelotazos y a corta distancia de una unidad de la Ertzaintza. Su negación sonó a brutal mentira.

El segundo error fue la tozuda inadmisión de su responsabilidad política. Más allá de las declaraciones retóricas en sede parlamentaria y ante los medios de comunicación, Ares jamás tuvo la intención de dimitir, ni siquiera para dejar a la Ertzaintza libre de una culpa que solo pertenecía a sus mandos institucionales. Por encima de todo la prioridad era su carrera política, siendo la muerte de Iñigo un daño colateral, fruto de la fatalidad y las circunstancias.

 Errores tácticos

Como estratega Ares es un fiasco. Solo así se entiende que cometiera otras tres faltas esenciales. La primera, fiar su protección política a la judicialización de un asunto que, lejos de eternizarse en la odiosa parsimonia de los tribunales, merecía un rápido esclarecimiento y una depuración política y penal coherente con la magnitud del daño causado. La segunda es un error de cálculo, típica entre quienes, por ansiedad, confunden la realidad con los deseos: pensar que con el transcurso del tiempo el tema se diluiría en la amnesia colectiva, como tantas otras infamias. Su conjetura ha chocado con la tenacidad de los amigos y la férrea voluntad de los padres de llegar hasta el final mediante la movilización y la agitación con el propósito de evitar que el drama de Iñigo se inscribiese en la larga lista de los casos perdidos.

El tercer error táctico de Ares ha sido su afán por buscarse un chivo expiatorio, personalizado en algún mando de la policía autónoma o quizás en uno o dos miembros de la brigada que realizó la carga, a quienes poder endosar las culpas y salir airoso del trance. El consejero ha arruinado él solo su carrera política. Quizás en Madrid, cuando en pocos meses se extinga el Gobierno López, tenga un lugar donde esconder su vergüenza. Aquí está acabado.

La confianza en la justicia es escasa; pero Iñigo Cabacas solo podrá descansar realmente el día que se conozca la verdad en todos sus detalles, los culpables tengan y cumplan su correspondiente castigo y existan garantías de que nunca más volverá a ocurrir una tragedia como la de aquel fatídico Jueves Santo en un bullicioso callejón vasco.

 

Aplaudid, malditos, aplaudid

Si usted acude como público a un plató de televisión estará obligado a seguir las instrucciones del regidor, que le dirá cuándo debe guardar silencio y cuándo tiene que aplaudir. Quiera o no, formará parte del decorado del programa. La situación es semejante a la que se vivió en el Congreso español el fatídico 11 de julio de 2012, que pasará a la historia universal de la infamia. Al brutal discurso de Rajoy, en el que anunció el más severo ajuste económico y social del que se tiene memoria, respondieron, puestos en pie e insultantemente felices, los diputados del PP con una atronadora ovación que se prolongó durante un minuto, obedeciendo al patético gesto del regidor del plató parlamentario, Alfonso Alonso. Incluso la diputada conservadora Andrea Fabra (de tal palo) gritó: “¡Que se jodan!”, en medio de la aclamación al presidente por la merma de prestaciones a los parados. Una imagen surrealista.

En vez de expresar la amargura del momento con un fúnebre minuto de silencio, como lo haría cualquier ciudadano decente ante la gravedad de los hechos, el coro popular optó por un largo aplauso al jefe, como si defender los recortes del Gobierno fuera, en lo moral y lo político, más importante que el respeto debido -y el decoro- a millones de personas damnificadas por la reducción de derechos. Entre el aplauso del PP y la consternación de la gente está la diferencia entre la política y la sociedad. Hoy es más creíble un reality show de la tele que los espectáculos institucionales como los del pasado miércoles.

Al golpe y la conmoción social causada le han de seguir ahora una dolorosa réplica: la rebelión y la protesta (“la gasolina en las calles”, en palabras de Cayo Lara). A las imágenes de revueltas y desórdenes públicos es a lo que de verdad teme el Gobierno, mucho más que al coste electoral. Estas escenas minarán su escaso crédito en Europa. Con la hiperactividad de las unidades antidisturbios la televisión mostrará una realidad terrible: al Gobierno solo le defiende la policía. Como en las dictaduras.

Rajoy y la fábrica de mensajes

La tele es una gran fábrica con tres áreas: entretenimiento, ficción y mensajes. De las dos primeras se ocupan, con patente no exclusiva, los canales privados que suministran diversión continua y sueños paliativos, mientras que los mensajes son cosa de la pública, púlpito de los propósitos inconfesables del Estado. TVE ha cumplido, desde el franquismo a la democracia formal, su función propagadora y hoy, en la hora trágica de la crisis, también se compromete a producir los mensajes pertinentes. Tiene nuevo presidente y ha sustituido al director de informativos, dos piezas clave para que la fábrica alcance su óptimo nivel de rendimiento. Pronto renovará las caras de los telediarios y debates. Y el catálogo de mensajes está preparado, obra de los sociólogos de La Moncloa. ¿De qué quieren convencernos?

El primer mensaje es simple y falaz: los sacrificios de hoy son el bienestar de mañana, de forma que debemos asumir este período de privaciones como una épica nacional. El segundo nos dirá que a Rajoy le concierne la sublime labor de salvar a España y evitar su expulsión del paraíso del euro, por lo que hemos de verle como un líder providencial e infalible. El tercero se refiere a la vivencia penitencial de los recortes, de los que nadie puede sentirse ajeno porque todos “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, esa fábula en la que los jefes del PP diluyen su culpabilidad. El cuarto nos hablará de que la poda de derechos es, en realidad, un gran programa de modernización del Estado y una oportunidad trascendental. Y el quinto mensaje nos contagiará del sentimiento de declive y encrucijada histórica de España, similar al 98, y que como entonces necesitamos experimentar cierta purificación patriótica.

Los cinco mandamientos de Rajoy se encuentran con el obstáculo de que TVE es ahora la tercera cadena en audiencia, tras Telecinco y Antena3, como resultado de la democracia recortada que pretende enaltecer. Pero lo ruinoso para la fábrica de mensajes es que el pensamiento-eslogan ya no funciona. Gracias, crisis.