Para un político profesional, más que para cualquier otro ciudadano, existen dos clases de errores: los perdonables y los imperdonables. Dicho de otra manera, los involuntarios o propiciados por flaquezas e insuficiencias -la mayoría de los extravíos humanos- y aquellos que en algún momento pudieron evitarse y empecinadamente se mantuvieron activos. Hablemos de estos últimos, los errores perfectos. Una equivocación inexcusable se mide tanto por la gravedad de los hechos y sus dolorosas consecuencias, como por la actitud del autor y la prolongación del desatino.
El menos aceptable es el error duradero. Por definición, los fallos imperdonables son aquellos por los que no se piden disculpas o cuyo perdón se implora tarde y mal, es decir, sin convicción y con retardo. Así lo entiende la moral de nuestra sociedad, sensible a la dispensa de los arrepentidos pero implacable con quienes no admiten su responsabilidad y manifiestan jactancia en la propia conducta, los que se justifican. Al final, son las percepciones públicas, mejor o peor informadas, las que determinan la calificación de los hechos: ellas son los jueces y casi nunca se equivocan.
Errores trágicos
En el caso de la muerte del joven Iñigo Cabacas, producida por el impacto de una pelota de goma lanzada por la Ertzaintza en el centro de Bilbao el pasado 5 de abril después de un partido de fútbol del Athletic, un homicidio absurdo y negligente, aparecen ante los ojos de la gente dos realidades opuestas: una familia dolorida que exige, con todo derecho, el esclarecimiento de la verdad y una justicia consecuente, y la figura del consejero de Interior, Rodolfo Ares, que mueve los hilos de una humillación prolongada por medio de silencios, ocultaciones, demoras, maniobras de distracción y huida de responsabilidades, el contrapunto de cuanto reclaman los padres, los amigos y la mayoría social. Los desatinos de Ares son tantos, tan constantes y tan graves que es difícil encontrar un precedente en la historia de las bajezas políticas.
Ares ha cometido dos errores trágicos en la gestión del suceso que, sumados a todos los anteriores, resultan imperdonables y definitivos. El peor es el ofrecimiento de una compensación económica a la familia, vía seguro de responsabilidad civil, con el propósito de ahogar las repercusiones públicas del caso. La tentativa, que existió, de comprar con dinero el silencio de la gente de Iñigo retrata ante la opinión pública el talante miserable y escapista de Ares y su desprecio hacia los sentimientos de los allegados de la víctima. La indignidad institucional frente al dolor
En este contexto de deshumanización, Ares construye un debate tramposo consistente en atribuir una causalidad política a la postura beligerante de la familia, al cargar contra la abogada de esta, Jone Goirizelaia, y su trayectoria como dirigente de la izquierda abertzale, con este mensaje implícito: como la letrada fue una reconocida defensora de ETA, también ahora carece de credibilidad y ética en su estrategia profesional, con lo que la razón asiste solo al consejero socialista. Negando legitimidad a la defensora de la familia, Ares propina una terrible bofetada a los padres de Iñigo -y a la memoria de este- en la cara de Goirizelaia. De paso, la maniobra del responsable de Interior es un insulto a la sociedad democrática, a la que se ha pretendido manipular mediante la politización de los sentimientos de los padres y el cuestionamiento de estos a designar sin prejuicios a su legítima representación legal.
Su segunda equivocación, no menos grave, ha sido polemizar con la familia Cabacas. El consejero debería saber que, por concepto, la víctima siempre tiene razón y que la sociedad se sitúa racional y emocionalmente del lado de los que sufren una injusticia, más aún si el mal procede de los ámbitos del poder. ¿Cabe mayor torpeza que confrontarse con unos padres cuya conducta ha sido ejemplar y paciente hasta lo indecible y que han aguantado toda suerte de evasivas y desprecios institucionales? El admirable comportamiento de los seres queridos de Iñigo ha contribuido a que la irresponsabilidad de Rodolfo Ares quedara más patente y se percibiera la enorme distancia que media entre las políticas rastreras y la moral sin dobleces de los ciudadanos.
Errores iniciales
Todo empezó mal. El consejero cometió al menos tres fallos iniciales. El primero, actuar con cobardía al esconderse de los hechos hasta que sobrevino el fatal desenlace. Cinco días de deshonroso silencio, desde los incidentes hasta la muerte (sus vacaciones de Semana Santa eran más valiosas), son la medida de su pusilanimidad, sin contar con su miedo a la soledad (el otro lado de la cobardía) por hacerse acompañar en sus tardías comparecencias públicas por su viceconsejero y el director de la Ertzaintza. Su segundo error fue negar contumazmente que la causa del fallecimiento de Iñigo fuese la carga a pelotazos y a corta distancia de una unidad de la Ertzaintza. Su negación sonó a brutal mentira.
El segundo error fue la tozuda inadmisión de su responsabilidad política. Más allá de las declaraciones retóricas en sede parlamentaria y ante los medios de comunicación, Ares jamás tuvo la intención de dimitir, ni siquiera para dejar a la Ertzaintza libre de una culpa que solo pertenecía a sus mandos institucionales. Por encima de todo la prioridad era su carrera política, siendo la muerte de Iñigo un daño colateral, fruto de la fatalidad y las circunstancias.
Errores tácticos
Como estratega Ares es un fiasco. Solo así se entiende que cometiera otras tres faltas esenciales. La primera, fiar su protección política a la judicialización de un asunto que, lejos de eternizarse en la odiosa parsimonia de los tribunales, merecía un rápido esclarecimiento y una depuración política y penal coherente con la magnitud del daño causado. La segunda es un error de cálculo, típica entre quienes, por ansiedad, confunden la realidad con los deseos: pensar que con el transcurso del tiempo el tema se diluiría en la amnesia colectiva, como tantas otras infamias. Su conjetura ha chocado con la tenacidad de los amigos y la férrea voluntad de los padres de llegar hasta el final mediante la movilización y la agitación con el propósito de evitar que el drama de Iñigo se inscribiese en la larga lista de los casos perdidos.
El tercer error táctico de Ares ha sido su afán por buscarse un chivo expiatorio, personalizado en algún mando de la policía autónoma o quizás en uno o dos miembros de la brigada que realizó la carga, a quienes poder endosar las culpas y salir airoso del trance. El consejero ha arruinado él solo su carrera política. Quizás en Madrid, cuando en pocos meses se extinga el Gobierno López, tenga un lugar donde esconder su vergüenza. Aquí está acabado.
La confianza en la justicia es escasa; pero Iñigo Cabacas solo podrá descansar realmente el día que se conozca la verdad en todos sus detalles, los culpables tengan y cumplan su correspondiente castigo y existan garantías de que nunca más volverá a ocurrir una tragedia como la de aquel fatídico Jueves Santo en un bullicioso callejón vasco.