Las palabras son como las especies animales: hay palabras feroces, mansas, voladoras, rastreras, camaleónicas, venenosas y también algunas que se reproducen en exceso, junto a otras en peligro de extinción. La comunicación pública es un ecosistema y su natural vocación es mantener el contrapeso entre la cantidad y la calidad de información dentro de una sociedad desigualmente comunicada. ¿Por qué hay palabras que se repiten hasta el hartazgo, mientras tenemos otras casi desaparecidas? Puede tratarse de modas efímeras; pero se percibe un extraño interés en la exageración del valor de algunos conceptos, a la vez que se oculta o merma la importancia de otros opuestos. ¿A qué se debe esa obstinación reiterativa con la austeridad, presentada hoy como la diosa del sacrificio colectivo en cuyo altar estamos redimiendo como penitentes arrepentidos los excesos de épocas pasadas y preparando un tiempo nuevo de feliz prosperidad? Niego el plus mágico y resolutivo que nuestras autoridades atribuyen a la austeridad, mantra de la actual crisis. Es un monumental eufemismo.
La austeridad se presenta como un ideal de vida desprendida de lo superfluo y contraria a la opulencia. Puede ser una alternativa ascética, pero no un modelo superior, ni siquiera inteligente, porque en el centro de esta falsa virtud subyacen al menos dos patologías: una, la estética, a través de la cual la austeridad es más una exhibición de sencillez espartana que un sincero modo de subsistir con poco. ¿Cómo se determina la medida del despilfarro? ¿Quién marca la frontera entre lo lujoso y lo austero? El otro mal de la austeridad es su sentido penitencial de la existencia humana por el que nuestro tránsito vital es una purga constante de toda alegría, placer y pasión, propios de nuestra naturaleza pero entendidos como bajezas por los austeros. Vivimos para sufrir, sostienen. Su dictadura consiste en apretarnos el cinturón y el corazón. Y así resulta que la austeridad es un defecto: anula nuestros anhelos, nos arruina.
Rajoy y el ministro Montoro han presentado las cuentas del Estado para el presente ejercicio bajo la calificación de “los presupuestos más austeros de la democracia”. No hay día que el presidente español y otros dirigentes del PP dejen de pasear la austeridad -virtud que goza de buena prensa en la hipócrita España- para envolver en este celofán la realidad de unos recortes brutales que, bajo el pretexto de eliminar gastos innecesarios, se dispone a reducir dramáticamente los derechos ciudadanos y empobrecer a una comunidad que no es responsable de los desmanes y codicias de su clase política, financiera y empresarial. Estamos ante una palabra-disfraz con la que se pretende encubrir la implantación social de la miseria.
Ambición frente austeridad
Veamos. ¿Un pobre puede ser austero? No, porque no está en condiciones de menguar una vida abrumada por las carencias. No se puede ser austero en la desdicha, solo en la plenitud. Igualmente, el objetivo del Estado español, que también es pobre por mucho que creyera ser rico, no debe ser la sobriedad y la frugalidad, sino el crecimiento cualitativo, la eficiencia en la gestión y la ambición formativa, afirmándose en sus fortalezas. No está para empequeñecerse, sino para potenciar sus ambiciones y ser mejor y más fuerte en los ámbitos de la competitividad y la productividad. Tiene que ir a más, no a menos como propone malévolamente el mensaje sombrío de la austeridad.
A lo que nuestras autoridades llaman austeridad hay que denominarlo, sin evasivas, plan de miseria, desigualmente distribuida entre la población, cuyo propósito es zanjar a toda prisa las deudas contraídas en años anteriores por las administraciones. Habría que añadir que se trata de un plan obligatorio, forzado por Bruselas y los mercados financieros, no una decisión voluntaria. Se supone que la austeridad es una opción para los fatigados por los excesos y los desencantados de todo; pero no para los que se rebelan contra el fraude de los gobiernos y quieren seguir viviendo.
España no debería emprender una renuncia al crecimiento, sino acometer una profunda revisión de un sistema cuyas características han sido la ineficiencia y el nulo espíritu innovador. El despilfarro no es la enfermedad, sino el síntoma. Se engaña Rajoy si cree que todo se arregla eliminando el derroche mediante unas transitorias políticas de ahorro. Este es su equívoco mensaje. ¿Y qué habrá después del ahorro? ¿De qué nos valdrá este esfuerzo sin cambiar el paradigma? ¿Seguir administrando como antes, a remolque del empuje exterior, sin relevar la ineptitud de las cúpulas, manteniendo el desprecio al talento y la investigación y regresando al ladrillo y la economía especulativa? La cuestión de fondo es el concepto mismo de gestión y el bajo propósito de excelencia. El lujo español es su pobreza directiva, la chapuza como método.
Miseria para hoy y para mañana
Hay que mirar en el interior de la naturaleza humana para desbaratar las alucinaciones morales que la contradicen. La austeridad es una amputación radical de la ambición y por lo tanto un freno para el desarrollo. En esencia, la ambición es una energía movilizadora y no hace falta que venga la señora austeridad con sus rigores a recordarnos que todo tiene sus límites. Claro que los hay. Aún así, ¿qué sería de nosotros sin cierta frecuencia en la práctica de lo excesivo? Seríamos caricaturas de personas y el mundo una tenebrosa secta monacal. Los predicadores de la austeridad aspiran a que la sociedad entera haga voto de pobreza y se implante la disciplina de lo mínimo indispensable, una nueva versión del viejo comunismo. Conocemos el final de esta historia.
Imaginemos un mundo tiranizado por la austeridad. La producción de numerosos bienes y servicios desaparecería. ¿Quién podría poseer un coche por ser un lujo? ¿Cuántos tendrían que renunciar a una casa más grande, a un cuadro de autor, a una clínica avanzada, a la merluza fresca, a salir de fiesta, a cenar con amigos, a las vacaciones en la playa, a los regalos de aniversario, a cambiar de reloj, a comprarse un Ipad y al lujo de tener tres hijos en vez de uno…? Todo eso y mucho más se extinguiría y apenas habría trabajo y consumo si los austeros nos impusieran su racanería talibán. El planeta se empobrecería drásticamente y, por supuesto, la democracia estaría en manos de los Rajoy, Guindos y Montoro con su acreditada poquedad.
Porque la austeridad es un mal negocio y por decoro público, que cese ya la soflama de la severidad que justifica los tijeretazos como única salida a la recesión. Aceptar que no existe otro remedio es puro fatalismo. Hay que pagar las deudas, sí; pero a un ritmo más equilibrado y sin que ello implique la dejación de nuestras ambiciones de crecer, redefinir el sistema económico y anhelar un mejor status general. Las ambiciones no se mueren con la crisis, sino con la cobarde autorrenuncia. En la fauna de las palabras la austeridad sería de la especie de las raposas, una zorra salvaje a la que los gobiernos remisos han puesto al cuidado del corral. Pero solo es una maldita palabra.