La vida es una película -en el mejor de los casos un largometraje- con un final previsible, la muerte de su protagonista. Así que, conocido el desenlace, lo esencial es llenarla de contenido para que resulte más una comedia de amor que una tragedia. O transformarla en una historia de acción, repleta de emociones y placeres duraderos. Nuestro triunfo existencial consiste en ser actores de un thriller, un intenso relato de misterio y respuestas. Por eso el cine y la literatura tienen tanto interés, porque suscitan peripecias transferibles a nuestra tediosa biografía. No, es la ficción la que imita a la realidad, aunque luego entre ellas intercambian experiencias. Lo hemos visto en Toulouse durante dos días con el intento de detención de un presunto asesino yihadista, Mohamed Merah, al fin abatido por la policía.
Dejando aparte las connotaciones sociológicas del suceso, a los ciudadanos se nos ha tratado como espectadores de un thriller realizado con todos los ingredientes del show. En primer lugar, había un malo malísimo y unos buenos buenísimos. Y el miedo como enemigo invisible, que todo lo justifica. Luego estaba el escenario, la jungla urbana donde tendría lugar la caza. A partir de ahí se desarrolló la intriga: un barrio desalojado, cientos de policías, unidades de élite, helicópteros, armamento sofisticado, satélites y la noche rota por ráfagas y sirenas. Finalmente, tras un calculado suspense transmitido en directo por France 24 y otras cadenas, sobrevino el desenlace esperado. Señalar el fiasco de la trama (el objetivo era capturar a Merah vivo) desluciría el film. Aun así su director, Nicolás Sarkozy, obtendrá el Oscar de la presidencia de la república, todo porque a la gente le seducen los héroes, incluso los que le salvan, ¡qué proeza!, de un solo hombre.
La cuestión es que las personas somos más que telespectadores y mucho más que súbditos asustados por historias exageradas por las autoridades. Para películas bastante tenemos con rodar la nuestra. La de Toulouse la habíamos visto antes en versión Chuck Norris, más creíble.
Desde que Adolfo Suárez hiciera historia con aquella lapidaria estupidez, tan petulante y afectada, de “puedo prometer y prometo”, nadie había vuelto al discurso espeso de las promesas. Hasta hoy, Día del Seminario, en el que la Conferencia Episcopal Española ha lanzado una campaña de contratación de nuevos curas con una letanía de promesas cuyo cumplimiento no puede acreditar. ¿Publicidad engañosa? La Iglesia, que inventó la comunicación de masas, ofrece con obvia frivolidad lo más deseado por todos: un trabajo fijo, un valor material y no lo que le es propio, un proyecto espiritual. Es la primera de las veintitrés promesas que formula en su anuncio. La última, la más incierta: “No te prometo una vida de aventuras, te prometo una vida apasionante”. Se equivocan nuestros obispos si creen que adoptando la retórica publicitaria pueden enmascarar el fracaso de su ejemplo cotidiano. ¿Significa esto que se sustituye la llamada de Dios a la vocación sacerdotal por unos spots de televisión?
Claro que la Iglesia debe utilizar las avanzadas técnicas de persuasión, incluyendo las redes sociales. ¿No le pedíamos que se modernizara? El problema está en el mensaje engolado y volátil que contiene su campaña: “Te prometo la certeza de que has sido elegido”, “te prometo que tu riqueza será eterna”… excesos emocionales que no se corresponden con lo esencial: el cura no es un currela, es un ser más humilde que los demás con la misión de mantener vivo el designio compasivo de Cristo. Por cierto, no hay ninguna promesa sobre el celibato, punto crítico de este oficio.
Déjense de delirios sentimentales y pregúntense por qué nadie quiere ser religioso profesional. Como las marcas en declive, nuestra Iglesia se engaña soñando en que una campaña resolverá su crisis de ventas y redimirá los defectos de su producto. No es un problema de comunicación. Quizás es que la gente ha madurado y ya no necesita tutelas para su alma ni intermediarios con Dios. ¿Y si resultara que también sin curas es posible encontrar la verdad y la razón de la vida?
La primera cadena de ETB refleja a la perfección las contradicciones de Euskadi con el euskera: exigencia de la lengua vasca, pero disidencia en su uso, una paradoja que es la causante de que el consumo de ETB1 no se corresponda con el avance de la población euskaldun: el 32% de los ciudadanos mayores de 16 años es bilingüe, según un reciente estudio de Lakua. ¿Y cómo se entiende que de 600.000 personas que conocen el euskera solo una mínima parte conecte con la televisión que habla su mismo idioma? Quizás es que ETB1 importa más como canal al servicio de una perseverante normalización lingüística que como emisora competitiva, como ETB2, nacida de su costilla. Es una explicación incompleta, porque hubo un tiempo cercano en que la tele en euskera tenía mucha más aceptación.
Cuando López y Basagoiti ubicaron a Surio e Idígoras, un devoto socialista y otro del PP, al frente de nuestra radiotelevisión pública, ETB1 registraba una audiencia del 3,6%. No digo que fuera para lanzar cohetes; pero hoy, tres años después, es del 1,7%, al borde de la marginalidad y sin horizonte de mejora. ¿Por qué se ha producido esta catástrofe? Es obvio que la pareja directiva relajó el compromiso de EITB con el euskera y esa fatal indiferencia ha penetrado en la programación y desdibujado su peculiar modelo generalista. Sin talento ni relevos -hitos comparables a Goenkale o Mihiluze– su alma ha ido descomponiéndose a medida que ETB3 le sustraía determinados contenidos. Luego el problema no es solo lingüístico. También es de gestión y de cómo equilibrar en un mercado versátil lo importante como sociedad con lo que nos gusta como individuos. Demasiado para un dúo incompetente.
Si Pello Sarasola está rescatando a ETB2 del hundimiento, tiene que conseguir también salvar a ETB1. Se sabe que le falta el apoyo de la dirección y le sobra el boicoteo de Idígoras a sus iniciativas. Deben dejarle trabajar para que cuando la revancha de López haya concluido podamos, euskaldunes y eternos aprendices, seguir disfrutando de la versión original de ETB.
A los asuntos pendientes les llega su hora resolutiva y en esa hora tardía se ventila un problema agravado por todo el tiempo de demora. Detrás de cada asunto pendiente hay una circunstancia forzosa, una desidia disfrazada de prudencia o, lo más probable, algún tipo de cobardía o puro miedo. La política y las organizaciones ineficaces rebosan de expertos en la prórroga de decisiones ineludibles. En el gran depósito de los asuntos pendientes, situado en la memoria colectiva, duermen hasta que puedan ser atendidos o mueran en el olvido dejando un reguero de frustración y engaño. Al final, la vida de todos es la historia de unas pocas realizaciones e incontables causas aplazadas, finalmente perdidas.
¿Cuántos temas retrasados hemos acumulado aquí durante estos años? Muchos, ciertamente, derivados del terrorismo y las réplicas antidemocráticas que surgieron del Estado al amparo de su defensa. Concluida la trágica existencia de ETA, los deseos aplazados salen del cajón y exigen ahora una respuesta concluyente. Uno de ellos es la anhelada salida de las fuerzas policiales españolas de tierra vasca, justificada sobre dos argumentos: la desaparición del motivo que provocaba su excepcional presencia (razón patente) y la fobia que suscitan las policías estatales en Euskadi (razón latente).
Hagámonos el favor, en esta hora esperanzada, de decirnos la verdad cara a cara. La hostilidad a la presencia en Euskadi de las FCSE (fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado), cifrados actualmente en 4.000 efectivos, no ha sido exclusiva de la izquierda abertzale, sino que se extendía a gran parte de la sociedad vasca. Sin embargo, debido a la fiereza continuada de las acciones terroristas y al hecho de que los policías fueran también sus víctimas reducían la exteriorización de esta antipatía. Por responsabilidad y comedimiento, incluso por estética.
Con este condicionante, el sentimiento antipolicial había quedado enmascarado y permanecía solapado por el trauma terrorista en el registro de los temas irresueltos. Aun así se recrudecía con cada episodio de abuso, tortura y muerte, cuyo cénit fueron los GAL y sus crímenes impunes. La expresión emocional -y también racional- contra la presencia de las FCSE ha sido constante y categórica, a pesar de la dificultad de separar ese sentimiento de la repulsa general de la violencia. A esto algunas conciencias inquisidoras le llamaban equidistancia, cuando solo era claridad de criterio moral.
¿Qué significaba “que se vayan”?
Del clamor reivindicativo del que se vayan de los años 70 y 80 al alde hemendik continuador, patrimonializado por la izquierda abertzale, hay una diferencia cualitativa, pues transita de un lema de aceptación mayoritaria a un eslogan particular cuya incoherencia ética consistía en contraponer el apoyo al activismo de ETA con la fuerza policial que lo reprimía. El rechazo de la presencia de la policía española en Euskadi no fue nunca un impulso irracional antisistema, ni era solo el reflejo natural de una época de brutalidad de los agentes del Estado contras las libertades y los ciudadanos vascos. Era tanto la consecuencia de una inextinguible identificación de las FCSE con la dictadura, como la legítima aspiración de una alternativa vasca en materia de seguridad. ¿Qué fue la Ertzaintza, además de una vieja reclamación histórica, sino la expresión del deseo de disponer una policía propia, solvente, democrática, limpia de pasado vergonzante y nacida del pueblo? La larga experiencia terrorista, que también se cebó con la policía autónoma, ha contribuido, como otras manipulaciones asociadas a ETA, a la falsa creencia de que las FCSE habían superado su repudio entre la población. Nada más lejos de la realidad. Este sentimiento y el referente sociopolítico que le precedía han permanecido muy vivos y ahora, extinguidas las circunstancias que los condicionaban, resurgen con vigor para exigir su cumplimiento.
Los abusos y crímenes policiales en Euskadi durante y después del franquismo no han quedado impugnados por la actuación, tantas veces discutible, de las FCSE contra ETA. Euskadi ha permanecido atrapada entre dos estrategias militares que se retroalimentaban. La distancia entre la ciudadanía vasca y la policía española tiene profundas causas históricas, pero también es física, como lo reflejan las casas-cuartel y comisarías-bunker donde se refugian sus moradores, alejados de nuestros pueblos y ciudades, no para protegerse de los ataques, sino porque están pensadas para remarcar su soledad y la discordia entre dos mundos irreconciliables. Dicho de otra manera, la enemistad es mutua. La aversión a la policía española forma parte de un discurso político intachablemente democrático, el autogobierno y el desprecio a la violencia. A pesar de esto durante años se atribuyó a los ciudadanos cierta connivencia con ETA por su repulsa de las tácticas antiterroristas del Estado y sus agentes. Tantas injurias gratuitas ahondaron esta brecha.
Una salida honrosa
ETA ha cesado su periplo criminal. ¿Pretende el Estado que sigamos soportando la hiperpresencia policial? ¿O quiere retrasar por tiempo indefinido la retirada de la Guardia Civil y la Policía Nacional por no ceder en lo simbólico, al entender que con el repliegue se debilita en la CAV de cara a futuras demandas nacionalistas? ¿No será que España desconfía de la Ertzaintza, a la que percibe como parte de la empresa soberanista? Llegada la paz, es absurdo mantener la dotación de 4.000 agentes españoles junto a nuestros 8.000 ertzainas. Prolongar semejante densidad policial es política y económicamente insostenible. Y una provocación.
El Estado tiene dos opciones: ser resolutivo acometiendo la operación salida con criterios técnicos y de racionalidad política o mantener la concentración policial en su larga lista de asuntos podridos. Se trata de actuar honrosa o deshonrosamente. Lo honroso es reconocer la realidad de la gravosa y artificial conservación en suelo vasco de tantos efectivos y proceder a su paulatino repliegue. Eso sí, no esperen que en esa hora feliz salgamos a despedirles con música y palmas, bañados en lágrimas de aflicción. Permítanos ser sinceros con nuestro alborozo en tan ansiado momento. Así se producirá una retirada honorable en la que no faltará nuestro respeto y podrá cumplirse lo indicado en el artículo 17.1 del Estatuto de Gernika, que otorga a la Ertzaintza la plena competencia en seguridad con determinadas excepciones. ¿No habíamos quedado en eliminar las duplicidades? Aquí tienen un caso de libro para acometer ese propósito de eficiencia, si es que la voluntad mayoritaria de Euskadi no les parece sobrada razón.
Queda la opción deshonrosa. La de prolongar indefinidamente el statu quo policial y escapar después furtivamente para que su marcha no se interprete como capitulación. Cuanto más castrense sea la fórmula del repliegue, menos digna resultará. Porque aquí no ha existido una guerra, sino un largo episodio de terrorismo en medio de una sociedad avanzada y pacífica, una de cuyas secuelas fue la vertiginosa escalada de la presencia policial en Euskadi. Sobran para siempre pistolas y uniformes, cuarteles y soldados. En efecto, ETA debe desarmarse; pero también el Estado.
Sin que todavía haya expirado el período de carencia que se le concede a todo gobierno entrante, unos cien días a prueba, ya sabemos cuáles son las apuestas de la televisión ante la nueva administración del Estado. La tele es la entidad más voluble del mundo, capaz de emigrar en horas veinticuatro del fervor al odio y chaquetear de la izquierda a la derecha en un abrir y cerrar de urnas, no por convicción, sino por conveniencia. Y así se perciben cuatro posicionamientos editoriales: los hooligans, los progubernamentales, los opositores y los aún no adscritos, pero con desigual distribución entre el aplauso y la crítica al poder.
El equipo de Rajoy tiene dos hooligans, Intereconomía y la emisora episcopal, 13TV, que para compensar su cántico entusiasta a don Mariano tildan de blando y dubitativo al presidente en asuntos vascos, matrimonio gay y aborto. Ambas cadenas se han constituido en los centinelas de la derecha ultra. A corta distancia están los canales progubernamentales, Antena 3, Telecinco, Cuatro y casi todas las autonómicas, incluida nuestra ETB que acostumbrada durante tres años al servilismo no tiene dificultad en extender sus loas a Madrid. Hasta La Noria y El Gran Debate de Jordi González han virado rumbo a la Moncloa. De manera que no queda más oposición, y muy sesgada, que la que ejerce La Sexta y así será hasta que las largas manos de su nuevo dueño aprieten la garganta de Wyoming y su Intermedio, último mohicano del sarcasmo y la mofa contra el PP.
Y queda TVE, libre de momento en la toma de partido, quizás porque con los recortes de sus gastos la prioridad no es cambiar los telediarios y darle el finiquito a la díscola Ana Pastor, sino sobrevivir a la crisis y que su liderazgo no sea devorado en pocos meses por las privadas. Tan indeseables son las mayorías absolutas como el control político de las noticias y la opinión. ¿Y a quién le importa ahora, piensa esta misma mayoría, la dictadura informativa cuando estamos al borde de la quiebra? En medio de la pobreza la libertad es un lujo, afirman.
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