La revolución tendrá que esperar: todavía hay más que perder que ganar. El movimiento social 15-M, llamado también Democracia real Ya, ha intentado una revolución singular, más mirando a Egipto que a mayo del 68, en la creencia de que el hastío hacia el orden político actual y la indignación por los efectos de la crisis económica, con millones de desempleados y una incertidumbre duradera, podrían ser suficientes para provocar el derrumbe del sistema o al menos su rápida y parcial mutación. A día de hoy esa movilización, básicamente juvenil, parece haber agotado las ilusiones (y sueños) que generó y apenas es noticia en los medios salvo por incidentes menores y la dispersión de sus acampadas en los centros urbanos de algunas ciudades del Estado, sobre todo Madrid. En Euskadi las protestas han sido anecdóticas, quizás porque la conciencia democrática es mayor entre nosotros o porque la experiencia nos ha inmunizado contra las revueltas de calle y los proyectos maximalistas.
No, la movilización social no ha salido derrotada, como señalan los sociólogos, por sus propias urgencias y el cansancio, sino que habiendo cumplido sus propósitos de agitación contra las carencias políticas y las vilezas económicas producidas se retira, pero no desaparece, para intentar fraguar una plataforma crítica condicionante de la actividad de los partidos convencionales y las instituciones gobernantes a favor de las profundas reformas que demanda. Se ha constatado la obviedad: que se necesita mucho más que mensajes ocurrentes, gestos solidarios y justo enojo para cambiar una sociedad. Además, sus activistas están obligados a precisar el cambio de rumbo -¿hacia dónde y cómo?- para comprobar si existen mayorías que lo respalden.
La indignación es una emoción poderosa motivada por la injusticia, pero es insuficiente para modificar el mundo. Si la indignación no es capaz transformarse en acción positiva y reparadora se convierte en inútil resentimiento. A este punto de no retorno ha llegado el 15-M tras vaciarse en el enfado y diluirse en su frustrante vaguedad: a la celebración de la ira le ha seguido un silencio de impotencia. Es mucho pedir a los indignados que en menos de un mes concreten su programa. Démosle tiempo, pero seamos exigentes.
Revolución sin líderes
Son muchas las contradicciones que la indignación militante tendrá que superar en su articulación como fenómeno de masas. Quizás la más relevante es el criterio asambleario de sus debates, que obstaculiza la aparición de liderazgos visibles. El asamblearismo es un método inservible y volátil, cuyo rechazo de la naturaleza individual sobre la que se construyen las organizaciones humanas da como resultado la confusión y el conflicto paralizante. Los liderazgos se producen por necesidad colectiva y su función es, precisamente, representar en unos pocos la voluntad de muchos. Los mensajes y anhelos sociales precisan de cara y ojos, nombres propios y una humanización concreta de los propósitos generales para sobrevivir al caos.
La ideología asamblearia del 15-M es una estética ingenua, probablemente inducida por la repugnancia de los rebeldes hacia los liderazgos políticos clásicos y su desprecio del concepto de autoridad. La ausencia de cabecillas identificables ha sido uno de sus fracasos, porque este vacío ha contribuido a hacer irreconocible el perfil de la insurrección y a aumentar su dispersión ideológica por exceso de mensajes discordantes. Nada más revolucionario que el liderazgo. Si este fenómeno social continúa deberá adoptar un mando democrático y no por eso perderá su razón de ser y su irresistible fuerza alternativa.
Otra de las torpezas superables de este alzamiento es su propia sobrevaloración, el haber mordido en la vanidad, un vicio del sistema. Por eso, los indignados se han atribuido para sí la autenticidad democrática con todos los significantes de pureza absoluta y esencialismo que siempre se autoadjudican las ideologías excluyentes. A veces el 15-M ha aparecido como un movimiento en sí mismo, arrebatado por un mesiánico destino. Hemos visto cómo muchos jóvenes participantes se sentían transportados por un orgullo artificial y declaraban su emoción “por estar haciendo historia” y haber conseguido nada menos que ser portada de The Washington Post o contagiar su rebeldía a otros países. Considerado así, como pura vanagloria burguesa, la revuelta no tendría más estimación cualitativa que la de una gran movilización para un flashmob solidario o la de un vídeo impactante en YouTube. En algunos momentos me ha dado la impresión de que la sublevación pacífica era un producto de consumo y que el sistema lo asimilaba sin percibir ninguna amenaza para su dominio.
Desde sus inicios el 15-M ha sido víctima del delirio de su mito, eso sí, provocado en parte por la exageración a la que tienden los medios cuando sucede algo inusual que pueda alimentar el espectáculo. Paradójicamente, los grandes medios -parte esencial del sistema que rechazan los amotinados- han sido los más activos cooperadores de su propagación. Lo absurdo es que los indignados crean que Internet (controlado por unas pocas multinacionales) y las redes sociales virtuales (uno de sus productos) son el paraíso de la democracia y el espacio propicio para una revolución que destruya un sistema corrupto del que ellos son, a la vez, víctimas y beneficiarios. Deberían saber que la globalización es el aliado más fuerte para derribar dictaduras, pero el mayor enemigo de las revoluciones antisistema.
Revolución siglo XXI
¿Cuánto días más necesitan los sublevados para entender que el sistema solo puede cambiarse desde dentro? El movimiento 15-M ha dado una lección magistral a la sociedad, pero ha recibido otra lección rotunda. Y las dos son complementarias. La enseñanza de los insurrectos ha sido mostrarnos que la resignación es estéril y que el sistema no puede ignorar los sentimientos e interpelaciones de la gente demorando sus urgentes y profundas reformas. La demostración del 15-M tiene el valor de haber situado frente a los dirigentes políticos y poderes económicos la fuerza de la ciudadanía vapuleada pero no vencida. Ante esta exposición la comunidad le ha dicho a los insurgentes que sí, que hay que cambiar muchas cosas; pero que la renovación no debe amenazar los equilibrios básicos y que tiene que realizarse desde el interior del sistema, bajo reglas democráticas y operativas y sin radicalismos frustrantes. Acabamos de definir la revolución del siglo XXI, que clausura la vigente democracia paternalista y formal: el pueblo exige más soberanía y una democracia participativa que garantice mayores niveles de justicia, más certidumbre económica y pleno control sobre la irracionalidad de los mercados.
No sé si estamos ante una revolución del siglo XXI o solo en sus inicios; pero mis dudas se fundan en el momento elegido para la revuelta, pocos días antes de unas elecciones y por efecto retardado de una crisis económica que comenzó hace tres años. Tengo la impresión de que el movimiento es una demostración de fuerza y un duro toque de atención a la derecha que accede agresivamente al poder. Y me temo que esta protesta ciudadana no habría acontecido, pese a que el sistema de libertades ya estaba esclerotizado, si el bienestar de la ciudadanía no hubiera mermado gravemente. Quiero decir que las invocaciones de regeneración democrática que hemos escuchado han sido poco más que pantallas de la principal motivación de la revuelta: las preocupaciones por el bienestar. He percibido más prosa que poesía en los asentamientos. En todo caso, bienvenidos a la lucha; pero sitúense a la cola de la ardua democracia de cada día.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ. Consultor de comunicación
http://www.deia.com/2011/06/15/opinion/tribuna-abierta/la-revolucion-fallida