Héroes de pacotilla

Que pongan el título de Supervivientes a un reality de frikis que se disputan las migas y el agua en tierras lejanas con buen salario, equipo médico y asistencia psicológica es un insulto a la resistencia humana frente a las dificultades extremas de la vida. Pero así es la tele, el teatro más grosero del mundo. También El Conquistador de ETB tiene estas cosas de falsa epopeya y héroes de pacotilla. A Telecinco, hundido en la segunda plaza de los paneles de audiencia, le hacía falta esta patraña para enderezar su cotización bursátil y la cuenta de resultados. El jueves arrancó con 16 concursantes y 4 presentadores en un descomunal despliegue, muestra de hasta qué punto la cadena está atacada de ansiedad ante el temor de un nuevo fiasco.

El estreno ha ido bien, con más de 2,3 millones de espectadores y un 21,7% de cuota, difícil de sostener a lo largo de dos meses. Los seguidores esperan conflictos, amoríos, lágrimas y gritos, aunque sean de mentira. A Matamoros le han adjudicado el papel de abuelo cascarrabias y hay miedo a sus deliriums. Está nuestra Ainhoa Cantalapiedra, la expareja de Miguel Bosé y un primo de los Borbones, hoy más bufones que reyes. No podía faltar alguien del clan Pantoja, junto a un cómico en horas bajas. En el último capítulo de The Good Doctor definen a la reality show people como “gente que llama la atención incluso cuando es mala”.

Entre los presentadores lo normal es que Jorge Javier presida la pachanga. ¿Pero qué pinta aquí Carlos Sobera, el romántico alcahuete de First Dates? Se entiende bien el regreso de Ion Aramendi a sus orígenes tras un período desigual en ETB y TVE, pues la cabra siempre tira al monte. Cuando se estudie el fenómeno de los realitys la conclusión probable es que su éxito social se deba al fracaso de la educación, que igualmente es la causa de la extrema derecha.

Ainhoa Arteta, la historia mal contada

¿Cuánto tiempo necesita un ser humano para extraer de las tinieblas sus más crueles experiencias? Años, décadas o toda una vida. Es lo que no alcanzan a comprender, por mezquina, la gente que censura la tardanza en la denuncia de los casos de violación, acoso y pederastia. Si tuvieran en cuenta cómo la mente se protege -¡para sobrevivir!- guardando el miedo y la vergüenza, lo entenderían. A nuestra Ainhoa Arteta le ha llevado medio siglo contar en público los abusos sufridos de niña y media existencia hasta narrar la agresión sexual ocurrida en Nueva York. Ante esto, palidece el hecho de haber estado al borde de la muerte por una septicemia. Hay cosas que matan más que la muerte y te aniquilan en vida.

La tolosarra se lo contó todo a Bertín Osborne ante 1.234.000 espectadores e hizo bien en liberar su relato; pero se equivocó de formato e interlocutor. Un programa banal como Mi casa es la tuya, presentado por un frívolo, es indigno de la historia trágica de alguien como Ainhoa. Es lo más opuesto a ella, que tantas cosas buenas merece. Aquello chirriaba por todas partes, por favor, seguido de un festival de risas tontas y un rodaballo recalentado. Si ya fue un disparate que Rocío Carrasco escogiera el aberrante Sálvame para dar a conocer el calvario de los abusos que le infringió su exmarido, la dura confesión de la soprano en ambiente poco serio fue la culminación del despropósito.

¿Por qué no eligió a Évole o María Casado, que le hubieran regalado una cobertura de máximo respeto? ¿Quién es el inepto la asesora? Quedó una cuestión blowing in the wind, Ainhoa. ¿Cómo explicas que tú, víctima de la brutalidad sexual, respaldaras al acosador Plácido Domingo? ¿Vale más la fama de los colegas que la causa de las mujeres? Mientras tanto, Telecinco anuncia para pascua Supervivientes, su manjar de podrida casquería.

La guerra como espectáculo

Las audiencias de los informativos crecieron con la invasión rusa de Ucrania y a medida que esta guerra se ha convertido en hecho rutinario (va a cumplir 50 días) han vuelto a su ser. Sin un protocolo común y definido, las cadenas han improvisado su estrategia editorial con mejor o peor fortuna y están produciendo excesos de dramatismo y morbosidad en las imágenes. ¿Hay que censurar la realidad? No, pero Iker Jiménez no puede llevar artefactos bélicos al plató como invitados estelares. Es una macabra frivolidad.

Si fueron reveladoras las fotos de miles y miles de judíos asesinados en campos de exterminio para dimensionar la monstruosidad nazi, también ahora es indispensable ser explícitos con los estragos de Rusia en Bucha, Jarkov, Mariúpol y otras ciudades mártires de Ucrania. Ver para creer, pero no como espectáculo. Ha dicho Pérez-Reverte, autor del más repugnante relato sobre la guerra de los Balcanes, Territorio Comanche, que “hay que mostrar la salvajada de la guerra como es. Hay que cortarle el desayuno, la comida y la cena al espectador del telediario”. No, señor cínico, la información fracasa si su precio es la dignidad humana.

Lo indigno ocurrió en Ya son las ocho, en Telecinco, donde María Jamardo, replicando el discurso de Zelenski al Congreso de los Diputados (“estamos en 2022 pero parece que estuviéramos en abril de 1937, en Gernika”), rechinó con que “ni el que bombardeaba era malo, ni los bombardeados eran tan buenos». Si esto no es delito de odio el Mein Kampf de Hitler es un ingenuo tebeo. Tardíamente, Sonsoles Ónega pidió disculpas y se desmarcó del exabrupto, lo que le honra; pero más decente sería que esa voxera no volviese. Como hay que ser más listos que el enemigo, taponemos lo que a Putin le interesa difundir. El boicot a la propaganda criminal es la lucha de la retaguardia democrática.

Iconoclastia es libertad

Cría símbolos y te secarán el alma. Los símbolos son útiles, pero su exacerbación genera gregarismo y reemplaza al ciudadano complejo por una representación simple. Banderas, cruces, marcas, colores, ídolos y lemas son alimento de sociedades inmaduras. Y cuantos más símbolos, más vacío. Esto ocurre en el Estado español, que cree acreditar su integridad a base de muchas rojigualdas e histérico griterío, cuando su selección de fútbol viaja a Catalunya después de 18 años de ausencia y un procés heroico. Lo hemos visto en TVE: proliferación de estandartes en las gradas, pancartas franquistas (“Viva la unidad de España”) y exaltados mensajes (“Barcelona con la selección”), como si los pocos que allí estaban, blandiendo sus mástiles como espadas, representaran a todos los catalanes; pero lo suyo era ofender. ¿Después de esto España es más España? ¡Ay, pero estos signos también los vemos en Euskadi para afirmar la nación vasca! Patria es libertad.

Los invasores rusos de Ucrania han creado un icono de victoria con la inscripción de una gran Z blanca en sus blindados y convoyes de guerra. Sea una señal de ubicación o acaso un logo de poderío frente a un pueblo martirizado, el símbolo, evocador de muerte, adquiere un sentido equivalente a la esvástica nazi de las tropas de Hitler. Sus partidarios lo exhiben con trágico orgullo en ciudades y grafitis. Son imágenes del regreso al pasado bajo el hechizo de Putin.

La comunidad hipersimbólica se divide ahora en favorables y contrarios al bofetón que Will Smith propinó al presentador de la gala de los Oscar por una broma cruel a su esposa. ¡Qué paradoja! En Hollywood, donde lo real es simulacro, el hipócrita sistema de lo políticamente correcto, feminismo incluido, ataca los once segundos más veraces y justicieros del mundo. ¡Bien hecho, Will, legítima defensa! Iconoclastia es libertad. 

Democracia que no se rinde

María y Javier son los nombres de dos resistentes de la tele, periodistas de la cadena pública estatal, comprometidos con buenos productos informativos y ahora amenazados por las bajas audiencias y sus efectos destructivos. ¡Ay, las audiencias, qué injusticia profesional! María Casado y Javier Ruiz, catalana y valenciano, miércoles y viernes, hacen lo mejor que hay en estos momentos en La 1, mientras en La 2 This is philosophy hace cumbre cualitativa para el 1,5% de los televidentes. Sí, el tamaño de las audiencias importa, aunque los canales públicos juegan en la liga de la decencia y no en la privada codicia.

María Casado presenta desde Catalunya un magnífico espacio de entrevistas, en directo, llamado Las tres puertas, tras las que aparecen otros tantos personajes a quienes procura extraer el alma. La hipersensible María se implica tan a fondo que a veces ella misma termina en lágrimas. Antonio Banderas, su productor, la emocionó por cariño y el showman Pedro Ruiz la hizo llorar por su miedo a los resultados. Y son malos, con una media del 5,5%, pese a la preciosidad del programa y su diseño. Los números no cuadran con la belleza.

Javier Ruiz, más viajado por los platós que el baúl de la Piquer, imaginó Las claves del siglo XXI como enmienda a las tertulias, en franca decadencia. Odia a los opinadores pedantes, como ese que proclamó el parecido ideológico entre Putin y Lenin por llamarse ambos Vladimir. Javier ha dado con la tecla en los análisis de nuestros problemas sustituyendo contertulios por expertos y juicios por datos. Luz en lugar de bronca. Pero solo llega al 6%, aún lejos de la media de la cadena. Tengan paciencia en los elevados despachos de TVE, porque en horas de alboroto social y intoxicación populista María Casado y Javier Ruiz son tan indispensables como el aire y la paz. Son democracia que no se rinde.