Definitivamente, Iker Jiménez me hace reír con sus rebuscadas piruetas para que en todo haya apariencia de misterio; y Nacho Abad me da pena con su invención de asesinos en un país donde se roba más que mata. Iker y Nacho son de Cuatro, que ya estaría muerta de inanición si no fuera por First Dates y su lascivia de urgencia que aportan un millón de seguidores diarios. Iker y Nacho tienen más cara que espalda y sobreviven a base de engañar al espectador y añadir dosis de populismo neofranquista.
Código 10, el espacio que regenta Abad, está más cerca de la plenitud del ridículo tras organizar, con pompa y circunstancia, un debate entre terraplanistas y divulgadores científicos. Sí, esto ha ocurrido en un canal de España, como aconteció la dictadura. ¿Cuál será el siguiente, gordos contra flacos, el bombero torero? Y como “cualquier situación, por mala que sea, resulta susceptible de empeorar (Principio de Peter), el presentador nos ha invitado a descubrir a agentes infiltrados en ETA al servicio de la policía, aprovechando el postizo relato de La infiltrada, esa peliculita recompensada con el Goya y paniaguada por la propaganda del Estado.
Nacho nos situó frente a un afligido actor, de espaldas y voz impostada, con un guion de amenazado de muerte por “sacrificar su vida por España”. No podía ser más cutre. Es la mentira perfecta, amparada por la ley de secretos oficiales para no desvelar el fraude. Cualquier agencia de casting provee de figurantes a la tele para montar un teatrillo si hay poca vergüenza. ¡Qué patético oficio, alcahuete de la historia! ¿Y por qué Abad no se atreve con el asaltaeuros Juan Carlos de Borbón? Cobardemente, recurre a las corruptelas de la ficción informativa y la desidia intelectual, vertederos habituales de la crónica negra.
En Sopuerta, minera y encartada, indiana y profunda, al noroeste de Bizkaia, transcurre la historia de Solas en el silencio, de Silvia Intxaurrondo, presentadora de La hora de la 1, con la que se suma a la nómina de comunicadoras y novelistas junto a Carme Chaparro, Sandra Barneda, Sonsoles Ónega, Mari Pau Domínguez, Ángeles Caso y no cuenten entre ellas, por caridad, a la plagiaria Ana Rosa Quintana. Es un relato sin concesiones sentimentales y escrito con solvencia sobre hombres crueles y curas calaveras, abuso de poder y violencia cotidiana, leyendas y venganza, en un tiempo indeterminado, como si la autora quisiera indicarnos intencionadamente que la causa de las mujeres fue, es y será en tanto ellas aspiren a “huir muy lejos, donde una mujer valiera más que un animal de campo”. Además de su cautivadora narrativa, Intxaurrondo nos sirve un ramillete de mitos locales, como que las novias de Enkarterri incluían en el ajuar “la ropa de viaje, la vestimenta con la que querían ser enterradas”; o sobre su enloquecedor viento sur, que por allí llamaban “la mano del diablo”.
La popularidad vende libros, por lo que la novela de Silvia será un éxito en este literario mes de abril; pero en las pantallas la santurtziarra soporta un intenso acoso de la prensa conservadora. Desde que dejó en evidencia a Feijóo con las pensiones (grieta electoral de la derecha) no cesan de atacarla sobre su contrato con RTVE y El Mundo la hostiga sin piedad. ¡No conocen bien a Silvia, junco de resistencia!
Echamos en falta la empatía de los colegios profesionales con su colega. No podemos consentir que Antena 3, versión hispana de Fox News, nos lleve a umbrales neofranquistas con su sombrío poder informativo. La quiebra del equilibrio privado-público trae la demencia democrática.
El slogan, o lema, es una bandera verbal, simbólica y sugerente, detrás de la que a veces marcha la gente sintiéndola como verdad, confortados por su sentido trágico. Normalmente, el eslogan se desgasta con rapidez (en publicidad lo sabemos de sobra) y su corta vida se funda en la ingenuidad y el oportunismo. Busque usted cualquier ejemplo que no encontrará ningún lema resistente al paso del tiempo o que venza el correctivo de la razón y la historia. Da un poco risa -en su versión de disfraz de la pena- que alguna vez creyéramos en tan infantiles mensajes como “el pueblo unido jamás será vencido” o “sé realista, pide lo imposible”, marcas ideológicas de épocas de adolescencia social e inocencia política.
En Valencia, dolidos en cuerpo y alma y en medio del caos provocado por un desastre climático más que previsible, tras saber que el primer político de la Comunidad estuvo holgando y comiendo en un restaurante de lujo mientras morían 230 personas, con esta angustia y rabia, miles de personas, casi todos jóvenes, se lanzaron a las calles de los pueblos inundados y, armados de escobones, fregonas, cubos y víveres de primera necesidad, con más entusiasmo que orden, dispuestos a hacer lo que no percibían en la responsabilidad de sus instituciones, entregando su ayuda y solidaridad a la población afectada, todo al grito arrebatado de “solo el pueblo salva al pueblo” en un acto tribal donde el individuo se diluyó en el gentío instintivo.
El lema, con su tufo de heroísmo de masas y poseído de cierto mesianismo, hizo fortuna entre propios y extraños y así lo reflejaron los medios, tan dados al medallero emotivo, y lo alabaron por su supuesta espontaneidad y su romanticismo en respuesta a la dejación de las autoridades y contra el indigno y negligente Carlos Mazón. A lo más fue una ficción consoladora.
¿Quién es el pueblo?
Pueblo. ¿Qué y quiénes son el pueblo? ¿Qué define pueblo, vieja palabra, equívoca? De entre todas las abstracciones que podamos imaginar, pueblo es la más compleja, contradictoriamente la menos democrática y la más corroída en su semántica. Si hiciéramos un esfuerzo de entendimiento, diríamos que el pueblo lo constituye el vecindario de un país o lugar determinado, descontando a sus líderes y a los que sirven a estos, enemigos de la gente rasa. Pueblo es, en este sentido, lo que está más allá del poder, los que obedecen. Si al sustantivo pueblo le añadimos un adjetivo (pueblo vasco, pueblo valenciano…), determinamos a la población que reside en una espacio geográfico o político determinado, sin más.
El concepto pueblo, en la innoble tarea de propagandizar, tiene el propósito totalizar y unificar a las personas en una entidad que, por la innegable diversidad humana, la identidad y las grandes diferencias con las que nacemos, es imposible reducir. Pueblo niega la pluralidad, pues ninguna comunidad se limita a una lista de nombres o una relación de objetos de propiedad ajena. Visto así, pueblo es una mentira antigua que, por tradición, los conservadores y las religiones usan para el dominio. Escarmentado, cuando oigo decir pueblo me echo la mano a la cartera.
Seguramente, los que gritaban entre la ira y la futilidad “solo el pueblo salva al pueblo” no querían apelar a ninguna dictadura (quizás todo lo contrario); pero su expresión se mostraba como representación de revolucionarios de salón, pues hablaban en nombre de todos, como si todos los vecinos fueran con ellos o tuvieran la obligación de unirse a su lema (y al ejército del barro) de unificación de una movilización chusca de escoba y tetrabrik. La estampa es tan comprensible (seamos generosos) como absurda y embustera, y sin ánimo de ofender y a su pesar, de jóvenes rojos o airados camisas negras, salidos de una estampa sepia del siglo XX. La marcha valenciana fue caducando en el esperpento y quien quiso ayudar ayudó (ya lo creo que lo hicieron muchos) sin rezarle al pueblo ninguna plegaria de feria. ¿Quién la inventó? No busquemos entre quienes respetan la libertad; pero alguien tuvo un mal día. Y el pueblo, así de cervantino, “incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada”.
Salvadores de la patria
La movilización seudopopular de Valencia aparentó al principio un poco vasca y eocó a la izquierda abertzale, revolucionaria y adherida al terrorismo, que alguna vez se llamó Herri Batasuna (unidad del pueblo), pues consideraba al pueblo, Euskadi, como un mamotreto, de una pieza, directamente suyo y a su sectaria tutela. Fue un espejismo. La democracia echó a andar a medida que los partidos y sus líderes dejaron, unos más que otros, de hablar del pueblo como realidad y no ya como su demencial figuración.
A la entelequia de pueblo necesitaba de un compañero de fango, la salvación, ese bastardo de raíz religiosa, por el que la gente, temerosa y frágil por naturaleza, se aviene a que alguien le recate de la desesperación y la oscuridad, un caudillo que le guíe y señale el camino a seguir y los dogmas y emociones que abrazar. ¿De qué había que salvar a Valencia? De la muerte no, porque a las horas que empezaron a sonar esas seis palabras extravagantes, los muertos yacían bajo el barro y devorados por ríos, presas y pantanos. Estaba claro: a Valencia había que salvarla de la política, los partidos y su pecado, la democracia, y sustituirla por un monstruo liberticida.
El ansia popular en aquellos días que siguieron al desastre climático fue un reclamo de la dictadura, de la fuerza y el golpe autoritario, pues entendía que la libertad era incapaz, inútil y un estorbo para remediar aquel desastre. Una inesperada oportunidad para la trifulca y la desmesura reaccionaria. ¿Cómo extrañarnos de que Mazón, el más obtuso de los valencianos al mando, nombrara después a un general para diseñar la epopeya de la reconstrucción?
El fraude mental de “solo el pueblo salva al pueblo” es la negación institucional, la repulsa de la organización comunitaria, la sinrazón por la que la democracia es solo un deseo, la enmienda a la totalidad para una reconstrucción épica, lenta y compleja, con el impulso de una convivencia social imprescindible. El eslogan valenciano define en toda crudeza la antipolítica, el impulso de menoscabar los resultados de un equilibrio entre ideas contrarias y hasta antagónicas, pero necesarias en la meta de vivir armoniosamente y su proyecto humanista. El lema salvífico es tan simple que no le importa mostrar su faz totalitaria, manifiestamente fascista, y aturdir hasta el paroxismo a las masas en su frustración. ¿Salvar al pueblo con escobas y fregonas? Claro que no, salvarle como a siervo en la destrucción de las instituciones que aquellos días fallaron en su respuesta bajo el peor liderazgo imaginable, la ausencia y la huida.
La desesperación fue el caldo de cultivo para la siembra del desengaño autoritario, entre militar y confesional, cuando se sintió el abandono y la soledad. Todavía algunos repiten la frase con engolamiento y orgullo para dar importancia a la espontaneidad y el heroísmo de la gente. El pueblo no falla porque no existe, es una boba abstracción: solo hay personas diversas, de identidad y cultura. El pueblo no salva nada con su entidad fantasmal: es la gente, la pluralidad, la información (mucha y veraz información), sus instituciones propias, sus asociaciones, sus partidos, sus individuos y sus dudas, su autoestima, su sacrificio, sus ambiciones, sus utopías y no milagros, sus recursos, sus derechos, sus familias, su identidad irrenunciable, sus grandes y pequeñas conquistas de cada día, su sufrimiento, sus sueños, la poderosa y compleja verdad que nace del corazón y la nobleza personales, su superación del desánimo, su respeto a los valores comunes, sus ganas de vivir, su afán de supervivencia y continuidad transformada en sociedad.
A la gente no la salvan los salvadores de la patria, ni la ponzoña de los falsos mensajes y el lirismo demagógico. No la rescata una entidad palurda, inmadura e imaginaria llamada pueblo al dictado de líderes de cuartel y sacristía, sino siendo comunidad real, crítica, abierta y densa, la sociedad democrática y su dinámica. Pero también se salva, como ahora, equivocándose.
Las palabras y los sonidos no se los lleva el viento, ni quedan presos en soportes digitales. Las ondas sonoras siguen vivas y libres. Pensaron en la radiotelevisión vasca que había que hacer algo con su archivo de audio, democratizarlo y quedara al alcance de todos. Tenían dos palabras para darle nombre a la tarea: Gure, nuestro, y Audioa, audio. Las sintetizaron y ¡voilà!, les salió Guau, con su aproximada concurrencia con la sonoridad del wow inglés (expresión de admiración o sorpresa) y con la onomatopeya del ladrido perruno. Como marca y servicio es perfecto, de premio.
Guau se puso en marcha en febrero, vinculado a las plataformas Primeran, de vídeo a demanda, y Makusi, de contenido infantil, milagros para el ocio y la cultura que se extenderán a nuevos soportes, como móviles, televisores y coches. ¿Sabía usted que muchas personas prefieren la radio a la tele, escuchar a ver? Para esta gente Guau es una gozada, pues además de conectarles con las emisoras públicas contiene podcasts, formatos temáticos y esas perlas únicas y experimentales que solo la radio puede ofrecer por su versatilidad y prometen hacerse adictivas en su universo lingüístico euskera-castellano.
Hay otros contenidos que Guau debería darnos. ¿Por qué no escuchar las noticias de Radio Euskadi de un día cualquiera del 95 o regresar con Torrelledó a los 80? Si estos archivos están digitalizados la inteligencia artificial lo resuelve fácilmente. Volver a oír a Aznar glosando el franquismo o a Otegi ponderar las armas humeantes de antaño, así como sinsorgadas paletas sobre el Guggenheim, inspiran vivencias impagables. ¡Explícame el pasado, Arnaldo! Y es que algunos saltos al pasado nos ahorrarían muchos sobresaltos de futuro. Bajar el sonido de las nubes a la realidad es cosa de Guau, oiga.
En el mundo real -e imperfecto- se produce la disputa entre la excelencia y el error y en el que el afán por la mejora continua se topa con la certeza de las necesidades ineludibles que la impiden, retardan o debilitan. Y así nuestra sociedad parece no avanzar, aunque lo haga a pasos lentos o, como la yenka, adelante y atrás. Es en esta situación de contradicción entre lo posible y lo ideal donde toma su asiento la opción del mal menor, en el ámbito del pragmatismo o el realismo, que algunos -puristas y temerarios- consideran cobardía y traición democrática o simple excusa conservadora para que las cosas sigan igual ante la invariable fortaleza del sistema. ¿Qué sistema? Si los seres humanos no hubieran adoptado, por penuria, esas actuaciones ponderadas, aunque únicas en el cálculo moral y efectivo, estaríamos aún en la Edad de Piedra.
Sí, se llama mal menor. O lo mejor dentro de lo posible y en circunstancias concretas. ¿Qué hace un piloto ante una avería grave, aterrizar de emergencia o estrellarse? El mal menor. ¿Cómo responderíamos frente a quien nos ataca con un arma, defenderse o huir? El mal menor. ¿Y cómo actuar ante el chantaje, ceder o arriesgar con la denuncia? El mal menor. Y así es casi todo en la vida, que explica la experiencia de que lo bueno es enemigo de lo mejor y que progresar es, en ocasiones, un cierto retroceso mediante una opción provechosa e inteligente. Nadie busca el mal menor, porque este sale a tu encuentro en la pura racionalidad.
Pactar con Sánchez
El mal menor como praxis define la realidad política del Estado español desde hace por lo menos siete años, pero ya se vio mucho antes, cuando en la fraudulenta transición (que avaló la dictadura, como si nada hubiera ocurrido en ese terrible periodo histórico) y las etapas posteriores no era capaz de conformar gobiernos de coalición, que en Euskadi tienen décadas de experiencia. La expulsión de Mariano Rajoy como presidente por la vía de la moción de censura, en 2018, fue una necesidad ineludible que exigía apoyar, por mucho que sus promotores jugasen con cierto oportunismo. Fue un mal menor, por decencia política. Una época de corrupción se iba con el singular líder gallego, cuya pestilencia y desvergüenza aún no se han disipado del todo.
Lo que ha venido después -y hasta hoy- es un imparable carrusel de cambios bajo la estrategia numantina de Pedro Sánchez, junto a acontecimientos sobrevenidos (pandemia, la abrupta llegada de Feijóo, amnistía, guerra de Ucrania y ahora las amenazas antieuropeas del trumpismo) que en parte le han favorecido para mantener su inseguro gobierno. El problema no era el prestidigitador jefe del PSOE, sino su indeseable alternativa: la alianza PP con el neofranquista Vox, una declaración de guerra contra la democracia y los derechos humanos. Esa frontera era infranqueable, pues traía consigo el fin de las libertades, la abolición del autogobierno y hasta la ilegalización de las fuerzas nacionalistas vascas y catalanas; en esencia, el regreso al régimen fascista bajo otras formas. Es innegable que en el PP -con Isabel Díaz Ayuso y seguidores- hay sombras de la España cainita y autoritaria, la misma de la dictadura, y cuenta con potentes apoyos en sectores de la judicatura, el empresariado y en serviles poderes mediáticos.
Frente a esa amenaza real -ahí está la asociación de la derecha con la ultraderecha en instituciones locales y autonómicas- no había otro remedio que sostener a Sánchez, aunque su mediocridad y vaivenes no le hicieran acreedor de un pacto deseable. Y de nuevo, el mal menor: el apoyo al Gobierno central, sobre bases acordadas, era la única salida a pesar de sus contradicciones. El gran error de los socialistas es su coalición con la extrema izquierda, una alianza infame, pues difícilmente puede gobernarse una sociedad democrática cuando una parte de su administración política (y el Gobierno es un órgano colegiado) proviene de una cultura totalitaria y de la que, más allá de la retórica, no pueden desprenderse en su aspiración de supervivencia. Muchos de los males de la España actual están en la raíz de este contrato, sostenido por conveniencias de PSOE y Podemos-Sumar. ¿Cómo pudo un país con una pizca de autoestima tener como vicepresidente a un líder de extrema izquierda como Pablo Iglesias, finalmente amortizado, y ahora Yolanda Díaz, dinamiteros de un sistema (¿qué sistema?) de complejos contrapesos? Pero el mal menor obliga a las fuerzas democráticas a taponar, al borde de la emergencia, el desafío del demoledor convenio PP-Vox, aunque sea con semejante aventurismo.
Es como imaginar la locura de un gobierno en Euskadi con la participación directa de EH Bildu y su proyecto revolucionario. No, la izquierda abertzale no ha cambiado, como creen los ingenuos y acomodados de pensamiento. Solo se ha travestido al amparo del olvido de lo que fue la destrucción moral, política y económica del país y la práctica sistemática del asesinato y el crimen político bajo el liderazgo de ETA y el apoyo de una parte de la sociedad. Gobernar con ese sector social sería lo más parecido a una traición ética y anudarse al cuello la soga de la extinción democrática. Impedirlo no entra en la categoría del mal menor, sino del bien máximo. Ni en la teoría puede intercambiarse la libertad de un país por emociones nacionales y por comunidad cultural, lo que no impide alcanzar consensos en materias concretas de importancia comunitaria.
Más gasto militar
La defensa militar en un mundo desquiciado es un mal menor en sí mismo, de lo peor, como todos los sectores de la seguridad privada y pública. Nadie las quiere, excepto los uniformados; pero es una diabólica necesidad que, además, nos cuesta un ojo de la cara y la mitad del alma. Las demencias coincidentes de Putin, con su invasión criminal de la mártir Ucrania, y Trump, que desprecia la OTAN, han dejado a Europa ante el riesgo de la indefensión frente a Rusia y su política imperial. Todos los líderes de la UE están de acuerdo en la necesidad de incrementar el gasto europeo de defensa militar, proponiendo un techo de 800.000 millones de euros, algo así como el 3% del PIB de cada país. Y a la vista de las amenazas, nos topamos de nuevo con el mal menor y tener que afrontar este disparate, simplemente porque no hay alternativa en la cruda realidad. O Europa se defiende por sí sola o estaremos bajo la incertidumbre y el miedo permanentes. Quizás así tengamos una Europa más unida y fuerte, lejos de la tutela americana. Paz es vida y libertad aseguradas.
No hay más remedio, maldita sea. Así que, salvo que los versos de Rubén Darío y las soflamas del candor pacifista pudieran parapetarnos contra el zar Putin, Europa habrá de desviar parte de su esfuerzo colectivo a la trágica tarea de hacernos más fuertes en lo primario y de paso, enriquecer a la mortal industria norteamericana y la local, que también la tenemos. ¡A saber cómo se lleva a cabo esta barbaridad, el peor de los males menores!
Hay tantas cosas que cambiar y mejorar, tanto, pero solo es posible hacerlo con solvencia. Como la flexibilización de las políticas medioambientalistas, las nuestras y la que nos obligan desde Bruselas, de manera que los procesos sean menos exigentes en el corto plazo y permitan a nuestra industria llevarlo al cabo con más tiempo. Y es desagradable vernos obligados a alargar la estrategia de energía nuclear como mal menor. ¡No vamos a ser los campeones quijotescos del cambio climático, démonos un respiro! ¿O acaso en otras crisis, como la reconversión industrial, en los 80 y siguientes, cuando ETA mataba personas y esperanzas y nuestra economía acusaba su obsolescencia, no acomodamos las propias políticas fiscales a las exigencias de una época que requería fortaleza e inteligencia? Escarmentados por la frustración de la utopía, y sin que esto nos prive de soñar e imaginar sin límites, nos vamos a encontrar demasiadas veces, aquí y allí, con la necesidad del mal menor y a hacer lo posible en el ámbito de nuestro sistema (¿qué sistema?), incluso para mí, el último romántico de Euskadi.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de Comunicación
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