Dientes de perro, prímulas salvajes, raíces y chuminadas posmodernas. Esa es la especialidad de René Redezpi, chef número uno del mundo, que acaba de repetir esta semana en su primer puesto. Un tipo que guisa con brotes de abeto de Flandes y semillas de Copenhague no puede ser trigo limpio, aunque sea un experto en cereales. La cocina se ha convertido en una nueva religión llena de liturgias chorras e ingredientes imposibles. Porque, como es bien sabido, cualquier etxekoandre guarda un tupper de hierbajos en la nevera, entre el limón pocho y el yogur caducado.
Impera la cocina molecular, esos menús de espumas, geles y soufflés, que parecen para desdentados. Los restaurantes son ahora centros de peregrinación, los fogones, templos culinarios y los cocineros, dioses. Y los que vamos, paganos. Describen a la alta cocina como científica y los chefs posan en las revistas con pinta de neurocirujanos. Otras veces la tachan de intelectual y los restauradores se disfrazan de filósofos en los periódicos y te describen unos platos que tardas más en leerlos que en comerlos. René prepara cosas como bocaditos de piel de gallina en pan de semillas con queso ahumado y huevas de lumpo, y macetas cuajadas de rábanos frescos plantados en tierra comestible. Demasiado minimalismo exquisito en el plato, que no se refleja en la cuenta. A ver si aprendo algo y me preparo una cena snob: bocadillo de autor y tortilla deconstruida con patatas de sobre. ¡De rechupete!