No ha podido ser una buena semana para Letizia Ortiz. Acostumbrada a ser el centro de atención, a que hablen de sus peep toes y sus estilismos de astilla, a ninguna mujer le sienta bien la invisibilidad. Kate Middleton le ha comido la tostada con su superproducción con miles de extras. Pero ha sido la jequesa, como se le conoce popularmente, o la jaca del jeque, si acudimos a un castellano más recio, la que le ha dado el golpe de gracia.
Despampanante, tipo Sofia Loren, llegó a Madrid Mozah Bint Nasser. Con sus siete hijos, sus cuatro doctorados honoris causa, un porte fabricado a base de lipoesculturas y sus sempiternos gorros de baño, también llamados turbantes, eclipsó a la que se creía fetiche del universo fashionista. Glamour puro años 50, frente a una princesa de pueblo que compra vestidos en Mango. La árabe, digna heredera de Hollywood con vestidos de cintura de avispa rollo Therry Mugler, espectacular; y la asturiana, aprendiz de madrastra de Blancanieves, con vestidito floreado y rebeca de manga tres cuartos, vulgar.
Frente a la hipnótica presencia de la jequesa, el esqueleto de Leti, todo quijada, pura rinoplastia, con esos hombrillos marcando huesos. El estilismo de la royal local es laureado y glorificado en casa, pero cuando llega una señora en mayúsculas, con un notorio planchado facial y bien disfrazada de Chanel o de Dior, se comprueba cómo Letizia decae, víctima del síndrome de la princesa menguante.