Hace más de veinte años que hago la calle. Es una profesión como cualquier otra. Ejerzo con el boli y el papel y voy entrando al personal para ver si quiere rollo, es decir, para que me cuente cosas. Alguna gente entra al trapo y otra se mete al burladero y de ahí no le sacas, pero nunca nadie me ha dado puerta. Bueno, hace mucho, en una reyerta entre gitanos en la alhóndiga de Rekalde –con tiroteo y muerto incluido–, el patriarca me dio un garrotazo. Nada grave. Solo me hirió el orgullo.
Pero el jueves por la noche, en la herriko taberna de la calle Ronda, me adentré en territorio comanche. Intentaba conocer la reacción de la parroquia de la izquierda abertzale al final de la violencia. La lidia iba renqueante hasta que una nekane salió desde detrás de la barra para echarme con cajas destempladas. No quería periodistas husmeando.
Esbocé media sonrisa e intenté dialogar. No le interesaba el medio, ni los argumentos, ni el buen rollo. No me ofrecía ninguna salida negociada. Desalojaba sí o sí. Comprendí que aunque se hubiera muerto el perro, no se había acabado la rabia y vi que con esa señora era imposible cualquier atisbo de convivencia, reconciliación o esos términos grandilocuentes que estos días se repiten. Me odiaba porque no pienso como ella y eso ningún comunicado lo va arreglar.
Lo siento. Sé que hoy no es la reflexión más adecuada. Pero está escrito con las tripas. Cuando introduzca la razón ya se me ocurrirá algo más políticamente correcto.