Hemos tenido la semana pasada un juicio de esos de rechupete en la España cañí. El de la Pantoja y Julián Muñoz, la gitana cantaora y el mesonero que se convirtió en bandolero para forrarse. Es lo que tiene vivir en el país del Lazarillo de Tormes, parece que no pasen los siglos para los pícaros.
Pero a mí, sinceramente, me pone más el de Anna Tarrés, esa señora que llamaba gordas a sus nadadoras, les pedía que se tragaran el vómito y les acusaba de tirarse a todo lo que se mueve, y que ahora mete a juicio a la federación española de natación. Una catalana -si fuera madrileña esto no habría pasado- que es tachada de tirana, déspota, tipeja y hasta lesbiana.
¡Snif! ¡snif! pobres chicas, ellas que se creían que era un juego de niñas y resulta que debían trabajar duro. Tarrés sería en EE.UU. héroe nacional y escribiría un best seller con sus métodos, pero aquí le sale una guardería quejica y llorosa, ¡Mamááá…!, que parece que en lugar de para unos Juegos Olímpicos, se entrenan para el recreo. Hay quien dice que esto pasa por poner los centros de alto rendimiento en Catalunya, que ya pueden ir deportistas del Kurdistán que tienen que aguantar que les hablen en catalán.
Qué casualidad que salga todo justo en el momento que hay que justificar el relevo de una superentrenadora que ha llevado a la natación sincronizada a la cima, partiendo de la nada más absoluta. Personalmente me niego a creer que es mierda todo lo que reluce, aunque sea catalana.