¡Cuánto daño han hecho las tarifas planas! ¿De verdad es necesario que yo me entere de que el señor de al lado es un ruin y un mentiroso que engaña a su jefe, diciéndole que está en el médico mientras compra chopped en Eroski? ¿Es preciso que medio vagón de metro se mimetice con una neska que sufre mal de amores porque su novio le ha puesto los cuernos en un botellón en Atxuri? O que se haga el silencio porque una señora relata que tiene a media parentela con Alzheimer, Parkinson y virus de Ébola y no come, pero nada nada, mientas zampa un donuts.
Ahora todo el mundo llega en cinco minutos cuando está a media hora real de su destino y a todo pichichi maría le ha salido algo urgentísimo mientras toma unos potes. El mundo de las ondas sonoras está lleno de conversaciones vacías, de memos con un apéndice de pantalla táctil y de chikilicuatres de verbo insustancial.
Hay mogollón de víctimas del technology mongering (creo que lo llaman) que tuitean la primera gilipollez que se les pasa por la cabeza y que sufren como posesos si no tienen el último iPhone. Estamos condenados a smartphones de última generación como si la vida se redujera a un trozo de plástico y metal ensamblado por un chino.
Eso por no hablar del mundo de los politonos (algún día el juez Pedraz tendrá que meter mano a este asunto) y de los apps, un remedio eficaz para no mirar a nadie a los ojos, no vaya a preguntarte la hora. Perdón, que ya nadie pregunta, que llevan móvil.