Cada vez que tengo que coger un avión cruzo los dedos. Pero no por miedo a que falle un motor, haya un sunie que sabotee el vuelo o se incendie la cabina. Lo que más terror me produce son el resto de pasajeros, los macarras, quiero decir. Los que se hacen la manicura, se limpian los bajos de la nariz o ultiman su peluquería en pleno vuelo. Aquellos que no pueden con su maleta, pero la suben como equipaje de mano y pretenden encontrar un samaritano que se la suba a dos metros. Me pongo mala cuando se descalzan, se ponen a caminar sobre una moqueta que tiene vida propia y luego te colocan los pinreles a la altura de la nuca. O los que, inquietos en la butaca, te enseñan la hucha en veinte posturas inconvenientes.
A pesar de que el avión saque lo peor de nosotros mismos, nunca me resigno a conocer la anatomía del viajero a un nivel de intimidad más allá de lo razonable. Los asientos de la clase turista se hicieron para hobbits y aunque te metas conscientemente en un avión borreguero, donde te informan de la posibilidad de una trombosis por hacinamiento, el de delante empuja para atrás el asiento y te incrusta las rodillas en el esternón. También suelo rezar para que no me toque en las diez filas delanteras o traseras niños de esos que ofrecen espectáculos de 10 megawatios de sonido con dolby surround. Y luego están los alborotadores. A esos los condenaría hasta su decimoséptima generación