En ocasiones veo becarios. Bueno, sobre todo becarias con poca ropa, vestidos que marcan lo indecible, pantalones de dimensiones imposibles (por diminutos) y labios rojos pasión. Sí, admito que esta es una columna veraniega recurrente, además de machista, que se adentra en la avenida del patetismo. Lo que más me molesta es que termino diciendo frases de mi madre que juré no repetir, como esa de “cómo salen con esas pintas”, hasta que descubrí que también ellas me veían como a su madre, quizá ya como su abuela. Y todo quedó más claro.
En la Edad Media, más o menos, cuando yo empezaba en esto de hacer la calle del periodismo, una se planteaba qué ponerse para su primer trabajo. Huías del vaquero y la camiseta y tampoco ibas a atusarte como para salir de fiesta. No querías parecer mayor ni ir de niñata y mucho menos te pintabas las uñas. Parecía frívolo y poco profesional. Ahora el dress code se ha ido al garete, e impera el vive la vida loca.
El código dice que los recién llegados deberían mimetizarse con su entorno laboral, pero cómo hacerlo si el resto del paisanaje somos cacatúas disecadas en los 90, y el look más cool que se nos ocurre es el del metrosexual. Así que sucumbo a sus carnes ingrávidas y me dejo llevar. Hasta que una visión en la impresora me deja sin aliento; veo un becario hipster con mucho pelo y granos en el culo por efecto del boxer y el pantalón caído. No sé si en todo el verano me recuperaré del trauma.